Gil-Manuel Hernàndez i Marí
Sociólogo e historiador. Profesor Titular del Departament de Sociologia i Antropologia Social, Universitat de València
Están ante nosotros, por encima de nosotros, apostados en sus búnkeres, castillos, palacios y sedes, blindados por un montón de fuerzas y cuerpos de seguridad, inaccesibles en las guaridas desde las cuales perpetran sus crímenes políticos y económicos. Se sitúan fuera de nuestro alcance, protegidos por alambradas de leyes injustas y decretos arbitrarios. Son los miembros de las élites, de las oligarquías de siempre, acorazados en sus empresas, bancos, fondos de inversión, fundaciones, universidades, medios de comunicación, gobiernos y organismos internacionales, solo que ahora se presentan rejuvenecidos con tecnología punta, nuevos relatos legitimadores y herramientas de dominio más crueles y sutiles. Y además no tienen entrañas. Por eso están donde están.
Son los miembros de las élites, de las oligarquías de siempre, acorazados en sus empresas, bancos, fondos de inversión…
Ofrecen al mundo su reluciente y bronceado rostro de hormigón armado, exhiben la desnudez de unos principios inexistentes, a excepción del principio máximo del beneficio a toda costa. Carecen de toda ética, de todo sentido de la responsabilidad para con el prójimo, y por si fuera poco han llegado a la conclusión de que ni tan siquiera hay que guardar ya las apariencias, de que pueden hacer y deshacer sin temor a que ninguna fuerza digna de este nombre se les oponga y les ponga en aprietos. Con la impagable ventaja de carecer de entrañas pueden comportarse abiertamente como los explotadores integrales que son, sin concesiones, sin piedad, sin vergüenza. Y nosotros tragando, aguantando, nadando en la impotencia permanente. Sin esperanza.
Es duro de aceptar, pero cada día que pasa ellos se hacen más fuertes y nosotros más débiles. Por doquier cunden la desesperación, el desánimo, la resignación y el olvido de todo lo que en otro momento fueron capaces de hacer nuestros antepasados cuando no hubo más remedio que hacerlo. Ahora mismo nos hundimos en un mar de deudas y quejas, mientras los cantos de sirena del consumismo alienante nos siguen hechizando, aún a costa de endeudarnos más y creernos nuevas mentiras disfrazadas de verdades incuestionables. Después de todo nos hemos acostumbrado a lo falso y a lo malo, nos hemos acobardado, nos hemos dicho a nosotros mismos que podría ser peor, que otros más desgraciados están todavía por debajo nuestro y que “esto es lo que hay”. Nos hemos dado cuenta de que, aunque quizás haya alternativas a este sistema podrido, sentimos mucha pereza, y que hay que evitar correr riesgos excesivos, pues el miedo es mucho y las energías no cesan de disminuir, tan justas como están para el “ir tirando” de cada día. En suma: ya no damos para más.
…nos hemos acostumbrado a lo falso y a lo malo, nos hemos acobardado, nos hemos dicho a nosotros mismos que podría ser peor…
El “Gran Hermano” orwelliano ha sido finalmente interiorizado en nuestras psiques, con sus policías internos actuando día y noche, disolviendo nuestros sueños con sus cargas de conformismo y pasividad, clavándonos en la cruz del inmovilismo y el aturdimiento. Mientras tanto, allá arriba siguen ellos, divirtiéndose en sus saraos privados, desprovistos de entrañas, de remordimientos y de todo aquello que nos hace humanos. Porque ellos, los que llevan el timón del mundo, han mutado. Porque han descubierto, con gran jolgorio y tintineo de sus cajas registradoras, que prescindir totalmente de esa cualidad que llamamos humanidad incrementa su poder y supone una enorme ventaja adaptativa en la jungla implacable que ellos mismos han creado. Y en ello están. Sin que les tiemble el pulso ni les importemos lo más mínimo, pues nos miran de una manera escalofriante, como solo los depredadores más despiadados miran a sus presas antes de despedazarlas. Sin escrúpulos y sin alma.