Profesor de Literatura.
Yo fui presidente de mi falla desde abril de 2004 a las fallas de 2006. Dos años completos. Y fui un habitual de las Asambleas de Presidentes en el Ayuntamiento, a las que iba por una mezcla de fascinación y gusto por el entertainment alternativo. Eran los tiempos de Félix Crespo. Al cabo de un tiempo me empezaron a aburrir, pero igual iba. En parte por las tertulias a la salida, o caminando de regreso al Barrio del Carmen con los presidentes vecinos y compañeros; en parte porque en cualquier momento podía saltar la sorpresa, la anécdota, o el monólogo especialmente bizarro que sacudía el sopor.
Hablo por tanto con conocimiento de causa, dado que en el mundo de las fallas la experiencia prolongada es criterio de autoridad. En el hemiciclo del Ayuntamiento no caben todos los presidentes de falla. Es verdad que se jugaba con que no iban a ir todos, ni siquiera la mayoría, pero si un día a los presidentes les hubiera dado por acudir todos a una (Fuenteovejuna) hubieran estado como sardinas en lata. Menos mal que a esas cosas no suele acudirse ataviado y enmedallado, porque más de uno hubiera acabado con la insignia de la falla del vecino en el ojo. Y unas son más puntiagudas que otras.
Recordaba estas experiencias leyendo las afirmaciones de Pere Fuset, flamante concejal presidente de Junta Central Fallera, declarando lo obvio: “Legalmente, no puedo convocar a 400 personas en un lugar donde caben 131”. Es aplastantemente lógico. Sin embargo, esas convocatorias al camarote de los Hermanos Marx se han venido produciendo año tras año. Como tantas otras cosas que han pasado en esta ciudad y que eran cualquier cosas menos lógicas.
Además, personalmente, me alegro mucho de que hayan salido las asambleas del hemiciclo del Ayuntamiento, aunque haya sido finalmente por motivos técnicos. Y es que aquello a mí siempre me pareció un recordatorio permanente de quién manda en la fiesta, con el concejal presidente en el lugar del alcalde, investido de todos los atributos del poder, dirigiéndose a una concurrencia sentada por los escalones de tan magno lugar o hacinada en los lugares donde los concejales se sientan con comodidad. Era -creo- una permanente escenificación del lugar subsidiario que tiene la fiesta respecto al poder municipal. Estéticamente el Palau (un espacio de cultura, por cierto) me parece más una asamblea que no una versión cómica de un pleno del consistorio. Es un paso simbólico -importante en un ámbito tan plagado de símbolos- en la dirección correcta. Aún quedan sin embargo muchas cosas por hacer en una estructura heredada de tiempos en blanco y negro, en una institución, Junta Central Fallera, nacida como consecuencia de la derrota de la democracia en la Guerra Civil.
Pere Fuset no lo tiene fácil. Y sin embargo, contra viento y marea y contra los pronósticos interesados de los agitadores de conflictos artificiales, está saliendo más que airoso. No es raro: está acostumbrado a hablar de tú a tú con la gente, no es un extraño en los casales de fallas normales y corrientes, está cómodo tomando cacaos y tramussos y hablando de la vida y de la fiesta con la gente de su ciudad, que además es la ciudad que ama, y que conoce bien por haberla transitado y pisado desde la calle durante muchos años, algo que por cierto me consta. Y en muy similares términos se podría hablar de Pepe Martínez Tormo, el flamante Secretario General de JCF, fallero de base, estudioso de las fallas, gestor cultural, que sabe de lo que habla y además estima de corazón aquello de lo que habla. Y eso sí juega -y mucho- a su favor: tan diferente a los aires caciquiles de quienes solo veían en los falleros una grey que pastorear desde arriba, pero también al despotismo ilustrado gauche divine que siempre corre el riesgo de labrar su propia soledad. La humildad de los iguales debería triunfar siempre sobre la arrogancia de clase en la democracia. No siempre sucedió en Valencia, pero nunca es tarde si la dicha es buena.