Cuando era niño solía viajar con frecuencia, junto a mis padres y hermanos, a la vecina población de Bétera, en dirección a una humilde casa de verano. El medio de transporte era el trenet eléctrico que partía de la Estacioneta del Pont de Fusta. Independientemente de donde se sentara mi familia, siempre solía colocarme al principio del vagón, junto a la estrecha cabina del conductor. Y allí soñaba que era yo el que conducía aquel tren de madera y hierro, pintado de un color verde que se confundía con el paisaje de huerta. Y me imaginaba que de las vías surgían seres irreales de los que yo escapaba. De las casas y alquerías, de las cuidadas huertas, de los naranjos repletos de azahar, de donde menos lo esperaba, siempre aparecían aquellos guerreros que tan sólo existían en mi imaginación. Así todo el viaje.
El medio de transporte era eltreneteléctrico que partía de laEstacioneta delPont de Fusta.
Ollería, Empalme, Rocafort, Moncada, Masarrojos, Seminario, Masías… y especialmente, Marchalenes
En cada una de las paradas, como ejercicio de lectura, leía los carteles de las estaciones, las repetía varias veces en mi interior, memorizándolas, un ejercicio que, dicen, es común a todo niño ávido de aprender las primeras letras. En mi intelecto infantil quedaron grabados títulos como: Ollería, Empalme, Rocafort, Moncada, Masarrojos, Seminario, Masías… y especialmente, Marchalenes, un nombre que me parecía extraño y a la vez curioso en mi corto vocabulario. Incluso creo recordar que llegué a imaginarlo con un título muy personal: Marchatrenes. Aquella vieja estación se convertía en un punto de referencia en la ruta. Sabía que en el viaje de ida era la primera de todas las paradas y, en el de vuelta, la última antes de llegar a Valencia. ¡Qué lejos han quedado estos recuerdos! y qué cerca tuve las antiguas alquerías por donde antaño discurría el trenet: Barrintos, Fèlix, Ferriols…
Después de varias décadas he vuelto a ver el edificio de la estación que permanece formando parte del paseo central de un auténtico vergel
Después de varias décadas he vuelto a ver el edificio de la estación que permanece formando parte del paseo central de un auténtico vergel y también el área por donde un día transcurrieron las vías férreas de aquellos mis viajes de fantasías infantiles. Si en mis sueños de lucha iba montado en mi particular caballo de Troya, ese tren desvencijado que me protegía, hoy, en tierra firme, me doy cuenta que el peligro tan sólo estaba en mi imaginación de juego y veo el lugar desde otra perspectiva. Contemplo un oasis, un pulmón de huerta y verde transformado en jardín: el Parque de Marxalenes.