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Azulejos sueltos, puertas rotas y olores insoportables: más de 200 alumnos conviven a diario con baños en condiciones insalubres mientras las autoridades siguen sin mover un dedo.
Sí, lo sabemos. Suena a exageración. A titular de esos que buscan el clic fácil, una especie de clickbait educativo. Pero no. Esta es la situación real —y lamentable— que se vive cada día en el Colegio Público Ciudad de Bolonia de Valencia, donde más de 200 alumnos y alumnas asisten a clase con la incómoda certeza de que si necesitan ir al baño, tendrán que armarse de valor. O de un traje de protección química, si está disponible.
La realidad en este centro educativo se ha convertido en un ejemplo sangrante de abandono institucional. Pero no adelantemos acontecimientos, porque hay mucho que desentrañar entre tuberías obsoletas y cisternas que se niegan a colaborar.

Una petición que nunca debería haberse necesitado
Porque pedir unos baños dignos en 2025 debería dar vergüenza… pero no a quienes lo piden.
El pasado 15 de febrero de 2025, la Asociación de Madres y Padres del Alumnado (AMPA Bolonia) decidió alzar la voz y lanzar una petición pública, dirigida a la Conselleria de Educación a través de su flamante dirección de correo: infraestructures_dtv@gva.es.
¿El motivo? Muy sencillo, pero a la vez profundamente alarmante: los baños del centro están en ruinas.
No hablamos de una pequeña fuga de agua o de una cisterna perezosa. No. Hablamos de azulejos que se desprenden, puertas sujetas con celo (sí, con celo), griferías oxidadas, tuberías pestilentes y frecuentes inundaciones que convierten las instalaciones en un campo de batalla entre lo insalubre y lo inaceptable.
Riesgo para la salud: el lado invisible del problema
Porque detrás de cada azulejo roto hay una amenaza que no se ve, pero que se respira. Literalmente.
Lo grave no es solo el mal estado visual. Lo verdaderamente preocupante es el riesgo sanitario que esto implica para cientos de menores que, recordemos, pasan más de seis horas al día en el centro. Infecciones, propagación de bacterias, dificultad para mantener una mínima higiene…
Y lo más perverso de todo esto es que los niños han empezado a normalizar esta situación. Aprenden desde pequeños que hay cosas con las que hay que convivir, aunque huelan mal, se rompan a trozos o simplemente no funcionen. Y no, eso no es una lección de resiliencia. Es abandono institucional disfrazado de paciencia ciudadana.
El historial de silencio administrativo
Peticiones, cartas, reuniones… y una larga lista de promesas vacías.
Desde hace años, la dirección del centro y el AMPA vienen solicitando a las autoridades competentes —es decir, a quien toque en cada momento, porque las competencias parecen más difusas que el presupuesto para arreglos— que se acometa una reforma integral de los baños. Y como respuesta, el clásico: “lo estudiaremos”, “está en valoración”, “estamos pendientes de los presupuestos”.
Traducción: absolutamente nada.
Mientras tanto, los baños siguen deteriorándose, y cada curso nuevo llega con la esperanza de una mejora que no se materializa. Y así, año tras año, el deterioro no solo es físico, sino también moral. Porque cuando te acostumbras a que no te escuchen, acabas creyendo que no importa lo que pidas.
¿Una reforma inasumible o una excusa barata?
Porque no estamos hablando de levantar una nueva ala del Louvre, solo de que funcionen unos inodoros.
Hay quien podría argumentar que las reformas son costosas, que el sistema está saturado, que hay muchos centros que necesitan atención. Y todo eso es cierto. Pero también lo es que hay prioridades.
Si un colegio no puede garantizar algo tan básico como baños en condiciones higiénicas mínimas, ¿qué clase de educación pública estamos ofreciendo? ¿De qué sirve invertir en tablets, pizarras digitales o programas bilingües si los niños tienen que hacer malabares para no pisar un charco de aguas fecales?
Padres, madres y profesorado: resistiendo entre los escombros
La comunidad educativa, como siempre, tapando los agujeros del sistema. Literal y figuradamente.
Lo más admirable —y a la vez lo más triste— de esta historia es la capacidad de aguante de las familias y el profesorado. Con recursos propios, han hecho arreglos temporales, han limpiado, han improvisado soluciones. Todo para que el día a día en el centro sea, al menos, vivible.
Pero llega un punto en el que la voluntad no basta, y es ahí donde las instituciones deberían actuar. Porque un colegio público no puede depender del bricolaje doméstico de un AMPA. No puede, no debe, y sin embargo lo hace.
¿Y si esto pasara en un colegio privado?
La doble vara de medir: lo público como sinónimo de “apañarse con lo que hay”.
No es difícil imaginar lo que ocurriría si esta misma situación se diera en un colegio privado de cualquier zona acomodada. Los titulares arderían, las cámaras estarían en la puerta, y las reformas comenzarían en tiempo récord. Pero como esto ocurre en un centro público de Valencia, el silencio institucional es ensordecedor.
Y eso, queridos lectores, se llama desigualdad. No maquillada, no sutil: descarada.
¿Qué se está haciendo ahora?
Spoiler: todavía nada concreto, pero al menos hay ruido.
Gracias a la visibilidad que está tomando la petición del AMPA, se ha iniciado un movimiento ciudadano para visibilizar el problema. Se están recogiendo firmas, compartiendo imágenes (cuando las dejan), y tratando de forzar una respuesta. Pero aún no hay fecha, ni presupuesto asignado, ni compromiso público de reforma.
Ni siquiera un maldito calendario de intervención.
Lo mínimo ya no es negociable
Porque un baño digno no es un lujo. Es un derecho.
Lo que se exige no es una reforma lujosa ni decorativa. Es lo mínimo: inodoros que funcionen, grifos que no estén oxidados, puertas que no se caigan a pedazos. Es, en definitiva, respeto por la infancia. Por esa infancia que está aprendiendo, sin quererlo, que en su colegio público las promesas pesan menos que el olor a humedad.