José Antonio Palao.
Profesor del Dpto. de Ciencias de la Comunicación
de la Universitat Jaume I de Castelló.
A Daniel Peñarrocha, In memoriam. Fue, más que nadie, hijo de su época. A su verdad, a su rebeldía, a su tragedia. Si la vida no lo hubiera puesto en mi camino, no tendría nada que ver el que hubiera sido, el que estaba predestinado a ser, con el que soy.
El día después encuentro un ratito para escribirlo. Hace cuarenta años y un día (sí, suena como una condena), pues era mediados de junio y yo tenía 15 años. Estudiaba primeros de BUP. Mis notas eran malas porque ser militante leninista y adolescente todo a la vez era una carga excesiva para mis hombros, más teniendo en cuenta que las dos cosas las ejercía –como tantos entonces- en una familia católica y en un colegio de curas, lo que implicaba broncas y persecución constantes. Éramos las ovejas rojas de nuestras familias. Mi partido era el MCPV, como podía haber sido cualquier otro. Fue éste porque mi amigo Daniel me metió. Allí estaba su hermano Juanje y allí acabamos casi toda la pandilla. Nosotros, por edad, militábamos en su organización juvenil que tenía un nombre precioso: Jove Germania, lleno de resonancias. Nuestro lema: “Sóc d’esquerra i valencianista, sóc del Moviment Comunista”. Nos definíamos como Marxistas-Leninistas que aceptaban las aportaciones de Mao Tsé Tung.
Mi partido era, como tantos otros, todavía ilegal. No interesaba nada que la “extrema izquierda” (nosotros nos auto-denonminábamos izquierda revolucionaria) pudiera presentarse como tal a unas elecciones para formar unas cortes que fueron constituyentes. Nada muy trágico, porque casi todos esos partidos encontraron una forma de presentarse a las elecciones camuflados en siglas de coaliciones, plataformas o platajuntas. Todos sabíamos de nuestras ínfimas opciones pero estábamos muy pendientes de si el PCE pasaba por delante de AP, como realmente sucedió.
Se habla ahora mucho del “cuñadismo” de Podemos y del batiburrillo ideológico en que consiste, pero si comparamos al Podemos actual con el PCE de los 70, Podemos podría pasar la fuerza política más unida y coherente de la Historia del mundo mundial. El PCE era un conglomerado antifranquista en el que igual te podías encontrar a un pro-soviético que a un demócrata-cristiano, a un abogado laboralista, a un sindicalista que a un cristiano de base o a un liberal de corazón. En ese ecumenismo basó su liderazgo en la lucha durante el tardo-franquista y ese revisionismo eurocomunista era lo que le criticábamos desde la “izquierda revolucionaria”. “Dictaduras, ni la del proletariado”, decía Carrillo. Y año y medio después, en plena campaña por el referéndum constitucional, decía con desparpajo inaudito –lo recuerdo como si fuera ayer- “esta Constitución no es de izquierdas ni de derechas”. Anguita estaba en el PCE entonces ya, creo recordar. ¿No?
Era verano y me habían suspendido las matemáticas. Me pasé todas las vacaciones yendo a una academia. El profe era del PCE-ML (la rama política del FRAP, que estaba ya en proceso de abandono de la lucha armada) y trabamos rápidamente amistad. Cualquier homosexual de más 50 años podría explicar la facilidad con la que proscritos y clandestinos se reconocen, en un ambiente social represivo, cuando se encuentran. Yo iba a un colegio de curas que tenía en su currículum que los líderes de Fuerza Nueva y el FRAP en la Valencia de aquellos años fueran ex-alumnos suyos. Más centrismo, imposible, pensarán algunos. Todo un triunfo pedagógico, sin duda.
Pero, vamos, no era tan raro. Entre mis recuerdos de la época están juntarnos en el Tobarra –bar que no pasaría los estándares de higiene actuales ni en Bangladesh- los dos nazis del barrio, los ocho o diez rojos que representábamos a unos quince partidos, y otros drogatas sin filiación fumándonos todo a lo que se le pudiera prender fuego y bebiéndonos todo lo que se pudiera deslizar por el borde de un vaso o el cuello de una botella y encontrando soluciones para España y para el mundo. Aquel año, en las fiestas de mi muy-de-curas colegio actuaron Els Pavesos, y los alumnos de la pedagogía católica más extrema nos dejamos la garganta pidiendo L’estatut d’autonomia y ondeando cuatribarradas. Eso eran los 70. O al menos así los recuerda aquel antiguo adolescente. Cuántos de aquellos imberbes políticamente removidos y conmovidos estaban un lustro después en la heroína, y década y media más tarde en el sida, sería materia para otro artículo.
Yo duré en la militancia un par de añitos más. Muchos perdimos la fe en que la revolución fuera el camino, pero habíamos ganado una transgresiva fe en la vida. Ambas fes resultaron igual de locas. Ambas fes fueron y son motivo de orgullo. Se acercaban los 80 la época del desencanto, la risa y la heroína. A los 17 estaba harto de fines de semana de humareda en semi-zulos teniendo reuniones de célula y me decidí a reconocerme que me apetecía más correr detrás de las chicas. De los chicos, corría desde pequeñito porque nunca fui un portento físico y siempre me quedaba el último en las carreras machirulas del patio de mi muy curas colegio. El homenaje a Forrest Gump es inevitable, aunque en ese terreno de la deconstrucción sintáctica nuestro inefabable presidente del gobierno nos lleve siempre la delantera.
No tengo un mal recuerdo del 15J. ¿Cómo lo iba a tener? Fue un gran logro. Lo que no sé es de quién porque colocar “la sociedad española” como sujeto de ese proceso es de un idealismo que no puede soportar el marxismo que aún me corre por las venas. Lo que no soporto son las narrativas que articula el PP sobre ese proceso. Harto de Jarcha, muy harto estoy. No sé si cuando de aquí unas décadas se recuerde lo ímprobo de este presente se le pondrá el rostro de Rafael Hernando o el de Sergio Martín. A su lado Urdacci me parece un niño de teta.
En fin, hace un par de años y medio escribí una recensión de ese proceso de la transición menos lírico y personal que éste. Está aquí, por si alguien tiene curiosidad. Yo no tengo nostalgia del 15J porque exactamente 407 meses después hubo otro día 15, que aún considero vivo. Si en algo tengo fe es en el desencanto. Y de ése, la “sociedad española” (¿!?) está mucho mejor provista hoy como para dejarse engañar con tanta facilidad como en la Transición.