Sociólogo e historiador.
Profesor Titular del Departament de Sociologia i Antropologia Social,
Universitat de València.
En las últimas décadas, y coincidiendo con la aceleración del los procesos de modernización y cambio social en España, las fiestas populares se han convertido en un fenómeno cultural de gran envergadura, especialmente asociado a la afirmación de las identidades autonómicas y locales, así como a un movimiento de revitalización de la tradición, que es también común al ámbito europeo. La fiesta moderna se constituye como una celebración reflexiva de la identidad, puerta de acceso a la trascendencia de la propia cotidianidad y emergencia de un tiempo especial para la recuperación del sentido en un contexto social secularizador y destradicionalizador. La fiesta, como manifestación que es de la llamada cultura popular, aglutina las más diversas formas de creatividad y se revela como un dispositivo simbólico-ritual con una extraordinaria capacidad para afirmar una realidad inaccesible a la descripción directa, que debe ser experimentada como tiempo especial y pleno.
Por ello podemos hablar de cultura festiva, que además de incluir innumerables manifestaciones de lo popular, también acoge en su seno elementos de la alta cultura, por lo que su carácter híbrido es un hecho a tener en cuenta. La cultura festiva incluye, asimismo, elementos históricos, artísticos y etnológicos reconocidos social e institucionalmente como patrimonio cultural, así como también elementos vivos, innovadores y creativos emanados del propio dinamismo cultural de la contemporaneidad. Tanto es así que bien se puede afirmar que la cultura festiva se convierte en una especie de condensador patrimonial, que agrupa bienes materiales e inmateriales, cultos y populares, muebles e inmuebles, tradicionales y modernos. La fiesta que produce la cultura festiva aparece como una celebración ritual, reflexiva e intensa del patrimonio, aspecto este que le confiere potencialidad y atractivo como posible recurso turístico.
En el caso español, la transición de la dictadura a la democracia y el desarrollo de un nuevo marco autonómico, conformaron un contexto ideal para la reivindicación y revitalización de los patrimonios culturales populares y festivos que hasta la fecha habían sido soslayados o tratados como meras curiosidades folklóricas. Como consecuencia de estos cambios se produjeron tres fenómenos: se comenzó a experimentar un gran resurgir de las fiestas, se evidenció un progresivo proceso de revitalización turístico-patrimonial de fiestas decadentes, y emergieron nuevos rituales festivos asociados a la celebración reflexiva de las identidades colectivas reconstituidas. Con ello apareció una auténtica política cultural festiva, que implicaba la emergencia de una nueva hornada de gestores culturales, dinamizadores socioculturales y expertos varios, en gran medida procedentes de las ciencias sociales o del mundo asociativo. Es lo que se llamó la «ingeniería festiva», diferente a las tradicionales mayordomías, mayoralías o comisiones municipales o eclesiásticas encargadas de organizar las viejas fiestas, pues la ingeniería festiva se traducía en la constitución y consolidación de nuevos aparatos institucionales especializados en fiestas y cultura popular, en concejalías, delegaciones, organismos autónomos y federaciones, incluso en empresas orientadas a la organización de eventos festivos. Los ayuntamientos se esforzaron en dinamizar la producción de fiestas, en aumentar los recursos a ellas destinados, en amplificar la trama institucional de las festividades, en crear museos de fiestas, en diversificar los programas de actividades en convertir las fiestas «de todos» en fiestas «para todos». De este modo la cultura festiva pasó a un primer plano de relevancia social hasta el punto de que hoy en día constituye un elemento esencial de las políticas culturales públicas.
La aprobación por la UNESCO, en 1989, de la Recomendación para la Salvaguarda de la Cultura Tradicional y Popular, la celebración de la Convención de la UNESCO para la Salvaguarda del Patrimonio Inmaterial (2003) y la puesta en marcha de una Lista oficial unificada de bienes inmateriales como Patrimonio de la Humanidad (2008) contribuyeron a ratificar, institucionalizar y dinamizar todo aquello relacionado con el patrimonio festivo, plenamente inserto dentro del patrimonio inmaterial. De hecho, en España existen ya unas cuantas fiestas declaradas como Patrimonio de la Humanidad, caso de la Patum de Berga, el Misteri d’Elx, la Festa de la Mare de Déu de la Salut d’Algemesí o la Fiesta de les Patios de Córdoba, mientras otras están a la espera de ser declaradas, como las Fallas de Valencia o la fiesta de los Caballos del Vino de Caravaca de la Cruz. Paralelamente, cada vez más fiestas buscan ser reconocidas como Bien de Interés Cultural o Bien de Relevancia Local, o como Fiestas de Interés Turístico nacional o internacional, lo que configura toda una escalada de la promoción turístico-patrimonial de las fiestas populares.
La participación de los agentes sociales y el carácter intensamente vivido de la fiesta hace que esta, en tanto que dinámico condensador patrimonial, se presente como una celebración cálida y vivencial del patrimonio. Así, y en la medida que la fiesta se transforma, se produce una continua reelaboración y actualización de la tradición, en gran parte destinada al consumo turístico o a la reafirmación identitaria, lo que a su vez implica la plasticidad y redefinición del patrimonio cultural.
En suma, actualmente las fiestas constituyen eventos culturales muy importantes a los que no solo cabe prestar atención desde todos los puntos de vista, especialmente desde la política cultural, sino que hay que considerar en términos de cultura festiva, que implica referirse a una cultura riquísima y viva que permea las sociedades y estimula una vida más plena y feliz entre la ciudadanía. Solo por ello deberíamos tener a las fiestas en la más alta consideración y trabajar duro para salvaguardar todas sus virtudes y potencialidades.