José Carlos Morenilla
Analista literario
Sé lo que tengo que hacer. Cada mañana repaso mis obligaciones del día y hago planes que estoy convencido que llevaré a cabo durante la jornada. Que algún inconveniente me obligue a modificar mis previsiones no es algo que me preocupe demasiado, pues de inmediato sabría lo que debo, me conviene, o tengo que hacer para resolver el contratiempo. Sé que hay accidentes y que, a veces, las cosas se tuercen, pero no temo que eso me vaya a pasar a mí hoy. Soy, además, un persona prudente, pago lo que debo, procuro no gastar, llevo suficiente dinero en la cartera, tengo seguro y espero recibir algún día mi pensión de jubilación con buena salud después de muchos años de cotización.
Cuando he de comprar algo, decido sin dificultad. Creo en la Democracia. Vivo en un país libre. Y siempre he sabido a quién debía votar en las elecciones.
Con una formación humanista, Filosofía y Letras, no albergo demasiadas dudas a la hora de tomar partido, debatir una idea, o valorar una propuesta ajena.
Siempre he creído saber distinguir entre el Bien y el Mal; la verdad y la mentira; la honestidad y la indecencia.
No creo, por último, que sea especial. Pienso que una mayoría inmensa de ciudadanos, creen lo que yo y se consideran a sí mismos como yo lo hago.
Ha habido en mi vida momentos más difíciles y asistí sin demasiada inquietud a la transición a la Democracia cuando murió el dictador Franco.
Parados ha habido siempre, pero a lo largo de mi vida profesional, siempre que lo he necesitado he encontrado una ocupación mejor o peor remunerada. Hubo ocasiones que salí a la calle con apenas unas pesetas en el bolsillo y no me podía permitir caprichos, pero no he sentido la angustia de no poder dar de comer a mis hijos o de no tener un techo donde cobijarme. Mi salud y la de los míos ha estado a salvo y los servicios sanitarios públicos me han resultado suficientes y eficaces.
Soy un superviviente del cáncer, operado en la Seguridad Social con éxito, amabilidad, eficacia y gratis. Y creo, además, que muchos, la mayoría de mis conciudadanos, han tenido buena suerte en su vida.
Hace unos años, sin embargo, las cosas en España empezaron a cambiar dramáticamente. El paro empezó a crecer de forma aterradora y personas preparadas, cumplidoras y con hijos, no encontraban trabajo en ningún sitio, ni por ningún salario. Las pequeñas empresas, los talleres, las imprentas, los comercios y tantos otros negocios familiares donde refugiarse con un sueldo sin pretensiones cerraron las puertas. Las medidas políticas que adoptaban nuestros gobernantes “democráticos” resultaban ineficaces cuando no disparatadas. Y a nuestro alrededor las noticias del sufrimiento y la desesperación empezaron a ser cada vez más próximas.
En plena crisis económica, iniciado el siglo XX, volvieron a oírse con una acritud creciente, reproches, acusaciones, insultos, y, lo que es más preocupante, el intento de resurrección de las dos Españas irreconciliables, enfrentadas y amenazantes. Y lo más curioso es que quienes tales rencores enarbolan, de nuevo, son gentes que desconocen la profundidad del dolor sufrido en estos enfrentamientos pasados. Parece que basta con echar la culpa al otro de lo que pasó o haya de pasar, para no hacer nada por evitarlo.
Deudas, paro, embargos, desahucios, falta de esperanza, suicidios, niños con hambre, familias que cambian su casa por una maleta y vuelven a casa de sus padres, si tienen…, y la pensión de jubilación que no llegaba casi, ahora han de alcanzar para todos.
Nuestros gobernantes “democráticos”, travestidos de políticos vividores, insensibles y trincones, empiezan a mostrar un rostro inesperado. Y las gentes, orgullosas hasta hoy de su transición “democrática”, empiezan a pensar que la fórmula debió tener algún defecto. La indignación crece, las manifestaciones se hacen más reivindicativas y violentas, y quienes no se manifiestan también reclaman, más quedamente pero con urgencia, soluciones a quienes nos gobiernan.
Promesas de los políticos, sacrificio de ciudadanos, nuevas promesas para mañana, nuevos esfuerzos para hoy. Y la desconfianza, la falta de esperanza y la preocupación se instalan en nuestra sociedad y amenazan con derrumbar su bienestar como si de un castillo de naipes se tratara.
Ya no vamos cómodamente en nuestros asientos dejando que el conductor-gobernante nos lleve. Ahora demandamos saber, queremos decidir la ruta y no nos fiamos ni un pelo de quien conduce.
A lo largo de esta singladura que relato, España ha entrado en la Unión Europea y nos hemos acogido a la Moneda Única, el Euro. Parecía que nos encaminábamos a una unión pacífica que superaría diferencias entre ciudadanos y países que antaño nos enfrentaron dramáticamente. Pero la diversidad exige mayores dosis de tolerancia y mayor esfuerzo por adoptar un comportamiento que nos haga soportables los unos a los otros. En esta Europa de todos, hemos aceptado, sin tener en cuenta diferencias, a cigarras y hormigas.
Tenemos una economía común, una moneda común, una responsabilidad solidaria y mancomunada frente a las deudas y necesidades de cada uno de los estados de la eurozona. Pero no gobernantes comunes. Cada estado mantiene una casi absoluta independencia soberana. Los compromisos e instituciones comunes son aceptados y respetados “mientras” permanecemos en la Unión, pero esta “permanencia” parece “voluntaria” y provisional.
Mientras tanto, el devenir económico de los estados es dispar, con diferencias a veces provocadas por políticas equivocadas de gobernantes estatales incompetentes, pero, en otras ocasiones, estas diferencias sólo pueden explicarse por la injusta estructura y distribución de los núcleos de producción y empleo dentro de la Unión. Se distribuyen cuotas de producción de patatas o de leche, pero no de bienes de consumo, electrodomésticos, maquinaria industrial, etc… para la producción de estos últimos nos confiamos a la “productividad”. Es decir, si un granjero gallego es capaz de producir mil litros al día de leche más barata que un holandés, le recortamos la cuota y sólo le dejamos ordeñar 300. Pero si los alemanes, por ejemplo, pueden hacer las lavadoras un poco más baratas que en España no le ponemos ninguna cuota, las hacen todas ellos y nuestros trabajadores al paro o a trabajar a Alemania. Eso es la competitividad. Esto hace que en muchas zonas de la Unión el desempleo sea creciente, estructural e insostenible.
En el último año, nuevas fuerzas políticas han irrumpido en nuestras vidas fruto de la indignación y la falta de esperanza de muchos. Un cambio parece necesario y la Democracia, tiene eso, puedes cambiar… de gobernantes por lo menos. Ante una angustia tan próxima, el sueño de futuro se diluye y el horizonte de bienestar europeo parece inalcanzable.
Los viajeros del autobús común se remueven inquietos en sus asientos. Los griegos, parece que han roto negligentemente el cristal de la ventanilla de su lado y ahora reclaman otro sitio más confortable y calentito. Otros dicen que siempre los sentaron en el peor y que tienen derechos como todos en el futuro común. Además, el cobrador quiere echarlos porque resulta que no pueden pagar el billete. Algunos los señalan y sentencian que las cigarras no pueden vivir a costa de las hormigas. Que su futuro, como dice el cuento, es morir de frío en el invierno por su mala previsión y holgazanería.
Así que para los que no teníamos dudas, las cosas empiezan a no estar claras.
No se trata ya de elegir entre el Bien y el Mal. Eso sería muy sencillo. Hay que decidir entre la Justicia y la Solidaridad. Entre la Libertad y la Paz. Entre la Fe y la Tolerancia. Y estas elecciones no son nada fáciles. Y los Derechos Humanos, tan teóricos y altruistas ellos, empiezan a costarnos carísimos. Tanto, que resulta que ya hay que empezar a plantearse repartirlos, es decir, renunciar a derechos propios, para preservar derechos ajenos.
No parecía que fuesen valores enfrentados. Parecía que podíamos quedarnos con los nuestros y propiciar los ajenos, pero no podemos. Es uno u otro. Y las consecuencias de un error en la decisión se manifiestan aterradoras. La filosofía, la ética, la moral, las buenas costumbres asemejan haberse quedado obsoletas y ayudan poco.
Para empeorar las cosas, vocingleros, predicadores, gurús, sabelotodo y gentes sin escrúpulos parecen haber encontrado en esta incertidumbre el momento de hacer caja a nuestra costa.
Y los griegos…
El presidente Obama, el de los EEUU, que parece ver el mundo como el que mira una bola de cristal, nos advierte: tenéis a “Venezuela” en Grecia. Es una visión global de la manzana podrida. Del Mundo y sus trozos llenos de gusanos. Como dijo recientemente el Papa Francisco, esto no va bien. El Mundo no se cura, al contrario, cada vez está más enfermo. Y, por si no nos habíamos dado cuenta, la llaga griega empieza a ser crónica, incurable. Ya tenemos la plaga en Europa. Obama teme que Grecia se convierta en un satélite de Rusia y nos plante a “la cubana” una base de misiles en alguna de sus mil islas. Las idas y venidas a Moscú no le dan buena espina.
En los países democráticos, Europa y Norteamérica principalmente, siempre hubo “glasnost y perestroika”, es decir, transparencia y libertad de prensa, de una parte, y voluntad de reformas y reestructuración, para acrecentar la eficacia en el funcionamiento de la sociedad. Pero cuando la crisis y la mala gestión institucional, crea grandes masas de ciudadanos empobrecidos, sin empleo ni posibilidades personales para salir de su situación, los riesgos de revolución y violencia son evidentes. Alguien puede ver en el descontento la ocasión para subvertir la situación de paz social y, revolviendo el río, recoger una pesca furtiva que nunca hubieran alcanzado en una situación de estabilidad social. No crean que los terroristas y los enemigos de la democracia son analfabetos o fanáticos.
Lo cierto es que los pobres, los desesperados, los menesterosos, los postrados involuntariamente, las victimas injustas de un capitalismo desbocado, las madres que no pueden dar de comer a sus hijos, los jóvenes que fracasaron en la escuela y los que con su licenciatura ya han perdido la esperanza de un empleo…, es decir, todos esos, ciudadanos marginados o al borde de estarlo, aún conservan su derecho al voto. En democracia, los pobres votan. Y, sorprendentemente en este mundo cada vez más mercantilista, su voto vale tanto como el de los que no son pobres. Esta maravillosa característica democrática nos debería llevar a adoptar medidas que paliaran las desigualdades, que mejoraran los programas de cohesión social; medidas que evitaran el sufrimiento injusto de una buena parte de nuestra población.
Pero no ha sido así. Durante lustros, los gobernantes nacionales de algunos países han sido incompetentes, cuanto menos, para lograrlo.
Y, al final, los indignados han utilizado su última bengala de auxilio: a punto de zozobrar, han alzado a partidos como Siritza o Podemos al poder político.
Y la respuesta de estos no puede ser más descorazonadora. En vez de luchar por el bienestar de sus votantes, en vez de tratar de reintegrar a aquellos que les votaron a un status injustamente perdido, lo que pretenden es destruir el sistema.
Aprovechándose de las debilidades del Primer Mundo, tratan de reinstaurar lo que fue el Segundo Mundo, la “dictadura del proletariado”, la economía socialista, el mayor fracaso de la Historia de la Humanidad.
Tsipras podría haber pedido el SÍ a Europa. Podría haber pedido aquiescencia para aceptar el ajuste duro y largo exigido por las instituciones europeas. Podría haber recorrido Europa entera, país por país, explicando a sus ciudadanos su plan “distinto” pero viable. O, por último, podría haber pedido permiso abiertamente para abandonar la eurozona e iniciar la incierta travesía, inmersos en una economía autárquica. Pero no ha hecho nada de eso. Ha engañado al pueblo griego pidiéndole un NO a todo, sin dejarles comprender lo terrible de su decisión: No a Europa, No a la democracia, No a la economía de mercado, No a la honradez institucional, No al cumplimiento de la palabra dada…, No al futuro común, No al bienestar sostenible. No ha permitido el debate público. No ha dado tiempo a que la oposición política pudiera oponerse eficazmente. No ha permitido la libertad de información con una televisión pública manipulada. No ha sido una consulta limpia. Ha sido un plebiscito bolivariano.
Ahora, altanero, espera el portazo de Europa, para así tener la coartada perfecta para sumir a Grecia en la época más oscura de su milenaria historia.
La escasez ha comenzado, la desolación, la falta de libertad y la ignominia vendrán después.
Por ahora, a los europeos, a los que hasta hace poco éramos conciudadanos solidarios de los griegos, nos queda la DECEPCIÓN.
Pronto, si nadie lo remedia, vendrá el espanto.