15 de diciembre de 2025
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El inventor croata que desafió a la ciencia desde Valencia: el motor que no consumía energía


El inventor croata que desafió a la ciencia desde Valencia

Bozidar Konjevic presentó un motor eléctrico que funcionaba sin consumo aparente y un dispositivo médico que prometía curaciones imposibles. Nunca fue refutado del todo. Tampoco aceptado.

Un ingeniero extranjero en la Valencia de finales del franquismo

A finales de los años sesenta, un ingeniero croata se instaló discretamente en Torrent, a las afueras de Valencia. Su nombre era Bozidar Konjevic, aunque muchos lo conocieron simplemente como Christian. Aparentemente, su historia no difería demasiado de la de otros emigrantes europeos que llegaron a España buscando estabilidad. Sin embargo, con el paso de los años, su nombre acabaría vinculado a uno de los episodios más desconcertantes de la ciencia no oficial en la Comunitat Valenciana.

Konjevic había nacido en 1941 en Prijeboj, en la actual Croacia. Su juventud estuvo marcada por la violencia política. En 1958, su padre y su hermano fueron asesinados, un hecho que lo empujó a abandonar su país en 1960. Austria fue su primer refugio. Alemania, su destino definitivo.

Allí trabajó como ingeniero para Siemens, se casó con una española de origen gallego y tuvo tres hijos. En 1968, la familia decidió trasladarse a Valencia. Lo que nadie podía imaginar entonces es que aquel ingeniero discreto acabaría enfrentándose, de forma directa, al conocimiento científico establecido.

El motor eléctrico que no consumía energía

A principios de los años setenta, Konjevic comenzó a presentar un invento que desafiaba abiertamente las leyes conocidas de la física: un motor eléctrico que, según afirmaba, no consumía energía. El aparato se conectaba a la red, arrancaba y funcionaba con normalidad. Sin embargo, el contador eléctrico intercalado permanecía inmóvil.

El motor fue mostrado en talleres privados, laboratorios independientes y finalmente en la Universidad Politécnica de Valencia. Allí, ante profesores e ingenieros, el experimento volvió a repetirse. El motor giraba. El contador no registraba consumo.

La universidad solicitó desmontar el dispositivo o quedárselo para realizar pruebas más exhaustivas. Konjevic se negó. Exigía que cualquier análisis se realizara en su presencia. Las partes no llegaron a un acuerdo y la investigación se cerró sin conclusión oficial.

Un catedrático llegó a declarar que, si aquello fuera cierto, habría que romper todos los títulos académicos. Pero el hecho persistía: nadie supo explicar de forma concluyente lo que estaba ocurriendo.

Laboratorios privados y una pregunta sin respuesta

Fuera del ámbito universitario, otros técnicos examinaron el motor. Sus conclusiones coincidían en un punto inquietante: los datos registrados por los instrumentos no se correspondían con el comportamiento observable del aparato. No parecía un simple truco. Tampoco encajaba en ningún modelo físico conocido.

Konjevic nunca logró que una institución científica certificara o refutara definitivamente su invento. Sin financiación ni apoyo oficial, continuó perfeccionándolo durante años mientras desarrollaba pequeños proyectos electrónicos para mantener a su familia.

Siempre se comparó con Nikola Tesla. Estaba convencido de que, como él, sería comprendido demasiado tarde.

De la energía a la medicina: el regenerador celular

Pero el mayor escándalo de su vida no llegó desde la ingeniería, sino desde la medicina. Desde la década de los sesenta, Konjevic padecía una artrosis reumatoide severa. En 1984, la enfermedad lo dejó prácticamente inmovilizado.

Fue entonces cuando aseguró haber desarrollado un sistema propio de electroterapia que probó sobre sí mismo. Según su testimonio, recuperó la movilidad y una calidad de vida que parecía perdida. Convencido de su éxito, decidió aplicar el tratamiento a otras personas.

Así nació el Regenerador Celular NTK-150.

La máquina que prometía curar el sida

Konjevic patentó el dispositivo y comenzó a comercializarlo. En un primer momento se presentó como una terapia contra el reuma. Poco después, afirmó que sus efectos eran mucho más amplios y que incluso podía curar el VIH.

Para demostrarlo, presentó informes propios y en 1991 publicó anuncios en prensa solicitando personas seropositivas con fines científicos. Aquella iniciativa lo situó en el centro de la polémica.

Un periodista se hizo pasar por enfermo y probó el tratamiento. Según el propio Konjevic, el dispositivo elevaba la temperatura corporal hasta los 46 grados mediante impactos controlados, lo que supuestamente eliminaba el virus sin coagular la sangre.

Veinte clínicas y millones de pesetas

Pese a las dudas, Konjevic abrió alrededor de veinte clínicas en toda España. Madrid, Jaén, Cuenca, Lugo y otras ciudades contaron con centros que aplicaban el tratamiento. Cada sesión costaba 4.000 pesetas y la facturación anual se situaba entre 100 y 250 millones.

La popularidad del inventor creció rápidamente, al igual que la atención de las autoridades sanitarias. El Ministerio de Sanidad confirmó que el regenerador celular no había sido homologado y que no se habían cumplido los protocolos exigidos para experimentar con seres humanos.

Desencanto, aislamiento y regreso al motor imposible

Desilusionado y bajo una creciente presión administrativa, Konjevic fue retirándose del foco mediático. Regresó a su antigua obsesión: la energía. En sus últimos años, desde su despacho en Torrent, siguió reclamando ayudas privadas para desarrollar un motor que, según aseguraba, rendía hasta un 400 por ciento más que cualquier otro sin consumir kilovatios.

Nunca obtuvo el respaldo que buscaba.

Un enigma que sigue abierto

Bozidar Konjevic murió sin ver reconocido ninguno de sus grandes proyectos. Nunca se demostró científicamente que tuviera razón. Pero tampoco se logró explicar de forma definitiva aquello que tantos testigos vieron funcionar ante sus ojos.

Sus hijos han manifestado su intención de continuar su legado, no para repetir promesas, sino para resolver el misterio que su padre dejó sin respuesta.

Décadas después, la pregunta sigue siendo la misma: ¿visionario incomprendido o ilusionista tecnológico? Valencia fue el escenario donde el enigma tomó forma. Y allí continúa.

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