El Ventorro, el restaurante donde Mazón comió mientras la provincia se inundaba, retira su cartel para recuperar la paz perdida. Lo que parecía una oportunidad publicitaria de oro, se convirtió en una carga mediática.


Valencia, 30 de marzo de 2025 – Si algo nos ha enseñado este episodio es que en la era de la hiperconexión, cualquier rincón, por más reservado y “selecto” que pretenda ser, puede convertirse de la noche a la mañana en símbolo de un drama nacional. Esto es exactamente lo que le ha ocurrido al restaurante El Ventorro, ubicado en una calle que antes solo frecuentaban clientes fieles y discretos, y que ahora se ha transformado en una especie de atracción política-gastronómica involuntaria.
¿El motivo? Una comida, un presidente, una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos), y un cartel. Aunque este último ya no está.
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¿Quién pidió la fama? Nadie. ¿Quién la tuvo? El Ventorro
Todo empezó, como empiezan todas las historias que no se pueden inventar: con un plato de comida y una decisión política. El presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, decidió almorzar en El Ventorro el mismo día en que la riada provocada por la DANA sumergía buena parte de la provincia. A su lado, la periodista Maribel Vilaplana. El menú no trascendió, pero el simbolismo sí. La imagen del presidente comiendo mientras miles lidiaban con el agua generó una tormenta perfecta que se propagó con la fuerza de una gota fría mediática.
Y como si fuera poco, en un arrebato de sarcasmo, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, bautizó el acuerdo entre PP y Vox como “el Pacto del Ventorro”, elevando el restaurante a categoría de mito político. Una joya para los tuiteros, una pesadilla para quienes solo querían servir un buen arroz sin ser el escenario de la pugna ideológica del país.
Un rincón reservado que ya no lo es
Retirar el cartel del restaurante de la fachada puede parecer una decisión menor. Pero no lo es. Es una declaración de intenciones. Una forma silenciosa de gritar: “¡Basta!”. El establecimiento, que se enorgullecía de su discreción y de no necesitar rótulo luminoso para llenar sus mesas, ha pasado a ser destino de curiosos, turistas y reporteros buscando una exclusiva. El Ventorro no es ya solo un sitio donde se come bien: es un hito, una metáfora, un meme andante. Y eso, amigos, no siempre es rentable.
Porque si algo no quiere el comensal que paga por privacidad, es tener un objetivo apuntando a su copa de vino. En los últimos meses, el restaurante ha visto cómo su clientela de perfil bajo huía del foco, dejando paso a móviles en alto, selfies en la puerta, e incluso algún espontáneo preguntando “¿Aquí se vendió Mazón a Vox o solo fue una tapa?”
Lo pintoresco no siempre es bueno para el negocio
Valencia, siempre tan dada a convertir lo anecdótico en postal, ha sumado otro punto de interés en su ruta alternativa para el visitante moderno: tras la Lonja, el Oceanogràfic y las naranjas de rigor, ahora está el “Ventorro sin nombre”, una especie de taberna de Schrödinger que está y no está. Los guías turísticos improvisados señalan la fachada con un “ahí comió Mazón, ahí empezó todo”, mientras los propietarios intentan, sin éxito, que el relato se disuelva entre platos de fideuà y copa de cava.
La contradicción es tan grande como evidente. Mientras los expertos en marketing suspiran por tener la atención gratuita que este local ha recibido, los dueños del restaurante ven cómo su esencia se diluye entre titulares y visitas indeseadas. Porque claro, ¿quién quiere ser famoso por error?
¿Publicidad gratuita o condena mediática?
El caso de El Ventorro abre el eterno debate: ¿es buena toda publicidad? En tiempos donde los algoritmos deciden qué es relevante, la atención mediática puede parecer un regalo. Pero no para todos. No para un restaurante cuya identidad se basaba en la tranquilidad, en la exclusividad silenciosa, en ser ese lugar que se recomienda con un susurro y no con un trending topic.
La frase “eso lo arregla una buena campaña de marketing” no aplica aquí. El Ventorro no quería ser tendencia, quería ser restaurante. Pero las circunstancias lo empujaron al epicentro de un terremoto político, comunicativo y emocional. Y cuando el ruido sube, algunos platos dejan de saberse igual.
La Confederación Hidrográfica del Júcar y los “medidores anticuados”
Y como si el ambiente no estuviera lo suficientemente caldeado, el Gobierno central ha salido a desmentir que los medidores de la Confederación Hidrográfica del Júcar sean anticuados. Una afirmación que, cómo no, vuelve a poner en el centro la gestión de la DANA y todo lo que se hizo –o no se hizo– aquel fatídico día. Un día en que un restaurante se llenó, mientras media provincia se vaciaba bajo el agua.
Este desmentido puede parecer alejado del tema gastronómico, pero en realidad vuelve a conectar los puntos entre lo institucional, lo personal y lo simbólico. Si los medidores fallaron, ¿de verdad era tan grave que el presidente comiera? ¿Y si no fallaron, pero simplemente no reaccionaron a tiempo? ¿Y si el cartel de El Ventorro es solo la primera víctima colateral de una historia mucho más grande?
Un lugar, mil interpretaciones
Como buen símbolo contemporáneo, El Ventorro ha sido reinterpretado por todos los bandos: para unos, es el salón privado donde se gestó la traición a la democracia; para otros, simplemente, un restaurante que estaba en el lugar equivocado, en el momento exacto. Lo único cierto es que su nombre ya no está en la puerta, pero permanece en boca de todos. Porque así funcionan los mitos modernos: no necesitan placas, solo titulares.
¿Y ahora qué?
Mientras tanto, la calle donde se encuentra el local se ha convertido en una especie de Santuario laico del morbo político. Los vecinos se quejan del ruido, de los flashes, de los chascarrillos. El restaurante sigue funcionando, aunque sin anunciarse. Porque quizás esa sea la última defensa posible frente al ruido exterior: el anonimato forzado como única vía de salvación.
Pero la pregunta que flota en el aire (y en las redes sociales) es inevitable: ¿puede un lugar volver a ser lo que era, una vez ha sido convertido en símbolo? ¿Puede una fachada sin cartel protegerse del peso de la historia?
¿Deberíamos empezar a dejar que los restaurantes sean solo eso: restaurantes?
O, en este caso, ¿volverá El Ventorro a ser un sitio donde lo más comentado sea la paella, y no los pactos políticos? ¿O estamos destinados a que cada gesto, cada comida, cada local con buena acústica y mantel de lino se convierta en escenario de la próxima batalla nacional?
¿Y tú qué piensas? ¿Es justo que un restaurante se convierta en campo de batalla político solo por estar en el sitio y el momento “equivocados”? ¿O es el precio que se paga hoy por estar en la línea de fuego mediática?
Si quieres, puedo pedir una imagen de la fachada sin cartel, con turistas haciéndose selfies, para acompañar esta historia con lo que de verdad importa: una buena foto para Instagram. ¿La pedimos?