Sociólogo e historiador y Profesor Titular del Departament de Sociologia i Antropologia Social de la Universitat de València.
Durante demasiado tiempo el origen se olvidó y las fallas infantiles han sido cualquier cosa menos infantiles. Resulta curioso como tantos falleros ahora adultos apenas recuerdan cuando hacían sus fallitas como un juego más, en la intimidad de sus casas, e incluso las quemaban rodeados de sus familiares admirados del fervor fallero de sus niños. Pero las inexorables reglas de la burocratización fallera hicieron que fuean desapareciendo las comisiones infantiles, que hasta los años cincuenta eran independientes en el cap-i-casal, para convertirse en simples extensiones de las comisiones adultas. Entonces fue cuando la falla dejó de ser un juego de niños en la calle, el tiempo que la antigua estoreta velleta fue retirada de la circulación.
Pese a ello muchos colegios e institutos han mantenido viva la llama de la falla infantil realmente infantil, sin pasar por los filtros de unos artistas a quien unos adultos han encargado unos monumentos que tienen muy poco que ver con el universo, fantasías y ilusiones de los más pequeños. Pero sobre todo parece que el juego fallero haya ido desapareciendo de las propias comisiones, que se conforman en llevar la chiquillería en el taller, con las pocas excepciones de las comisiones que se hacen ellas mismas la falla. Afortunadamente algunas iniciativas han propiciado la elaboración de talleres donde los pequeños han podido reencontrarse con la magia de hacer falla.
Porque aparte de la sus utilidad didáctica y pedagógica, la falla infantil es, esencialmente, un juego, en el que el pequeño no sólo imita el hacer falla de los adultos sino que reinterpreta los códigos falleros que está aprendiendo en función de su propia cosmovisión infantil. Entonces las cosas y personajes de la falleta ya no son lo que los adultos quieren que sea, sino que se abre aquí el territorio siempre fecundo y imprevisible de la creatividad, de confeccionar la falla por el puro placer de entregarse a la acción lúdica, porque, afortunadamente, todavía no se piensa en premios ni en recompensas, más allá del premio del propio juego.
A menudo no se cae en el hecho de que el juego es estar intensamente presente y en el presente. Luego llega la vida adulta con sus prisas, con sus obsesiones tanto por el pasado como el futuro, mientras la riqueza del momento, la intensidad del instante, se pierde entre las ansiedades de la responsabilidad, la competitividad y la jungla de la vida moderna. Por eso es tan importante ese juego infantil que no es un instrumento para algo sino la recompensa en sí mismo. Si además el juego consiste en pensar, componer, plantar y quemar la falla, ingresamos en un territorio donde el niño juega y aprende al mismo tiempo la tradición de la que va a terminar siendo un eslabón más, y sólo de esa manera vinculará muchos de los mejores recuerdos da la niñez a esa falla que junto a la de cada año se convertirá en su más preciada memoria sentimental, el fundamento emocional del compromiso de ese adulto que una vez fue un niño jugando a hacer fallas con una fiesta que siempre será para él mucho más que una fiesta. El juego desinteresado y pleno que, al final, conformará su identidad de fallero y valenciano. !Casi nada está en juego!