Anderson, Carolina del Sur, febrero de 2018.
Era un día soleado cuando Kaylee Muthart, de 19 años, caminó descalza hasta una iglesia baptista. Lo que ocurrió a continuación marcaría su vida para siempre y conmocionaría a todo Estados Unidos: presa de un brote psicótico, provocado por el consumo de metanfetamina adulterada, Kaylee se arrancó los ojos con sus propias manos, convencida de que ese sacrificio salvaría a la humanidad.



Su historia, por espantosa que parezca, no es solo un testimonio de los peligros de las drogas. Es también el relato desgarrador de una caída al abismo… y de una recuperación extraordinaria.

Una vida común, una lucha silenciosa
Kaylee Muthart era una joven sensible, inteligente y con inquietudes. Estaba a punto de ingresar en la universidad cuando su vida comenzó a torcerse. Como muchos adolescentes, atravesó etapas de inseguridad y ansiedad. En su intento por calmar el ruido interior, recurrió al consumo de sustancias. Primero fue marihuana. Luego, una mezcla que incluía metanfetamina cristalina.
La droga no solo alteró su percepción: desencadenó una psicosis tan severa que distorsionó por completo su sentido de la realidad.
El día del colapso
El 6 de febrero de 2018, Kaylee caminó sola hasta la entrada de una iglesia. No tenía zapatos. Creía, en su delirio, que el mundo estaba a punto de terminar, y que solo sacrificándose ella misma podría evitarlo. Y lo hizo de la forma más brutal imaginable: se arrodilló y comenzó a extirparse los ojos con los dedos, mientras testigos gritaban horrorizados sin poder comprender lo que estaban viendo.
“Cuando llegamos, tenía sangre en el rostro y las manos, y sus ojos… colgaban aún por los nervios ópticos”, relató uno de los primeros agentes en asistirla.
Los servicios médicos confirmaron que la ceguera era irreversible.
La oscuridad como punto de partida
Kaylee fue ingresada en una unidad psiquiátrica. Allí comenzó un proceso largo y doloroso de desintoxicación y reconstrucción. “Muchos creen que la metanfetamina solo destruye el cuerpo, pero en realidad pulveriza la mente”, declaró uno de los médicos que la trató.
Lo más sorprendente fue su lucidez una vez recuperada. Kaylee no se hundió en la culpa ni el rencor. Aceptó lo ocurrido como un punto de inflexión, y decidió transformar su experiencia en un mensaje de advertencia.
“Sabía que lo que había hecho no tenía marcha atrás. Pero decidí que no iba a vivir el resto de mi vida lamentándolo. Tenía que encontrarle un propósito”.
Una nueva vida sin luz, pero con sentido
Hoy, Kaylee ha aprendido a moverse con bastón, a leer en braille y a tocar la guitarra. Lleva ojos protésicos, no para recuperar la visión, sino para poder desenvolverse con mayor confianza en su entorno. Su relato ha sido compartido en medios y foros para concienciar sobre los efectos devastadores de las drogas psicoactivas.
“Me gusta dormir, porque en los sueños vuelvo a ver. En los sueños hay colores. Pero incluso en la oscuridad, ahora me siento más viva que nunca”.
Con una madurez que impresiona, Kaylee reconoce que su acto fue consecuencia de la locura, pero que su supervivencia fue el inicio de una segunda oportunidad.
“La oscuridad no es tan aterradora como la locura. Lo más terrible no fue quedarme ciega. Fue perder la mente”.
La historia de Kaylee Muthart es un testimonio brutal de los peligros del consumo de drogas adulteradas, pero también una lección de resiliencia. De la desesperación absoluta a la aceptación y el renacer, su caso continúa generando debate y reflexión sobre la salud mental, la juventud y los sistemas de prevención.