Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
Ayer, cuando vi el puñetazo que le dieron Rajoy, sentí como si me lo hubieran dado a mí personalmente. Vaya por delante mi absoluto rechazo moral y político a cualquier uso de la violencia. Pero no estoy hablando de eso, precisamente. Estoy hablando de la dimensión más banalmente semiótica y psicológica del hecho. Yo, que me las doy de listo y experimentado en el análisis (y por lo tanto en la capacidad de distanciarme) del discurso, me sentí automáticamente identificado con una víctima audiovisual, que tiene ganado mi absoluto desprecio y odio político por cómo ha usado él esa misma violencia política, policial, económica, bancaria y administrativa contra la sociedad que gobierna y a la que pertenezco. Imaginen lo que habrá sentido quien no tenga esos instrumentos de distanciamiento crítico.
Ayer estuve viendo unos segundos un programa de TVE en el que se estaba hablando del entierro de los policías asesinados en Afganistán. Los bestiales tertulianos de RTVE, que está más cavernaria ahora incluso que lo ha estado en la legislatura entera, estaban poniendo verde a Pablo Iglesias por asistir, cuando no ha ratificado el “pacto antiyihadista”. Sólo busca chupar cámara en campaña electoral, decían. Ocultan (porque, si son periodistas, no deberían ignorar) que una de las principales críticas que ha recibido Pablo Iglesias desde la izquierda, dentro y fuera de Podemos, es por sus muestras de simpatía hacia la policía y el ejército. Luego, que estuviera allí, es muy congruente con sus actos y declaraciones desde hace año y medio.
Si son capaces de manipular esa actitud de PIT de una forma tan abyecta, ¿qué no serán capaces de hacer con el puñetazo a Rajoy? El que dio ese puñetazo es un sujeto despreciable política y moralmente, pero estratégicamente es un genio, vamos. Y también los que están haciendo chanzas (Je suis Rajoy, he visto por ahí) e insinuando, dentro de la tradición más conspicua y clásica de la teoría de la conspiración, que ha sido el propio PP el que ha promovido el hecho. Es la vieja creencia burguesa de que uno es autor de aquello que le beneficia, esto es, que el sujeto es causa y no efecto del discurso. Y no es así. El PP va a rentabilizar el hecho y, estructuralmente, todos los partidos y medios de comunicación van a tener que seguirle el juego. No hay otra opción, son las normas del tablero y de su centralidad. Con lo cual ese ataque a Rajoy ha sido un ataque a la libertad de expresión. Y no precisamente a la suya y a la del PP, que son los que más rédito expresivo le van a sacar, sino a todos los que legítimamente rechazamos -¿por qué no, odiamos?- las políticas del Partido Popular incoadas por su jefe, que tanta violencia han ejercido sobre nosotros. Ahora, cada vez que intentemos esa denuncia de la violencia neoliberal se nos puede imputar que lo que estamos es incitando a la violencia y al odio personal.
El puñetazo a Rajoy sucedió en Pontevedra. Pero también sucedió en la pantalla de televisión, como el hallazgo del cadáver del niño Aylan o la patada de la cámara húngara al refugiado sirio. Yo ayer me sentí identificado con un anciano al que un hooligan atacó a traición y le rompió las gafas delante de todo el mundo. Yo ayer me sentí identificado, durante unos segundos, con la imagen desvalida de un pobre hombre golpeado arteramente, olvidando por un momento la de desahuciados, familias empobrecidas hasta la miseria, jóvenes expatriados, estudiantes expulsados del sistema educativo, emigrantes enjaulados y torturados, enfermos que han muerto sin atención por culpa de sus políticas. No le puedo perdonar al agresor pontevedrés ese puñetazo. Ha hecho un mal inmenso. El odio y el resentimiento pueden ser legítimos. La violencia jamás, excepto si es puramente defensiva. Y atacar a un señor por la espalda, o dinamitar una joya obra del arte arquitectónico, por ejemplo, o quemar una iglesia no son jamás interpretables como violencia legítima. Parar un desahucio o defenderse de la brutalidad policial, sí, claro está. Pero atacar a Rajoy ayer nada tuvo que ver con eso, sino con buscar un segundo de gloria ante las cámaras. El precio, un moratón y nuestra libertad de defendernos de la brutalidad neoliberal. Poca cosa parece ser. Un monstruo el tío.