El sol todavía cantaba su presencia, aunque la brisa del mar refrescaba algo el ambiente. Se podían ver grupos de personas en los merenderos o a la sombra de un improvisado toldo a rayas azules y blancas. Era la hora de la comida.
Antes los niños habían jugado en la arena empapados de salitre y de un baño que les excitaba el apetito y la sed. Familias humildes se refugiaban en el interior de aquellos tenderetes que temblaban por la suave brisa. Aquella cazuela de barro donde el pollo con tomate frito competía con los macarrones atrapados en otro recipiente de cinc. Ambos platos se compartían. Dos matrimonios, dos familias amigas, cuatro niños y muchos sueños. Aún faltaba la sandía que tenía que refrescar esa felicidad.
La fotografía reproducida representa todo un ritual social en torno a la sandía en porciones que durarán hasta el momento de repetir. Unas vidas que también son repetición de otras muchas en torno al fruto de pulpa roja con pepitas negras revestido de piel verde.
Y todo ocurría en esa playa del Cabanyal al caer la tarde. Nuestros protagonistas marcharían hacia la noche con la piel herida por el sol, roja como la sandía. Faltaría tan sólo un año para que todo cambiara, se apagaran los sueños y quizá sus vidas.