13 de noviembre de 2025
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Las niñas de las ostras: infancia rota en Alabama, 1911

Las niñas de las ostras: infancia rota en Alabama, 1911

Alabama, 1911. En una fábrica de conservas levantada junto al Bayou La Batre, dos niñas con las manos agrietadas por el agua salada empiezan a trabajar cuando todavía no ha salido el sol. Se llaman Millie y Mary John. Tienen siete y ocho años. Su trabajo no figura en ningún libro de contabilidad, pero sin ellas la cadena de producción se detendría.

Abren ostras con cuchillos que cortan más que el tiempo. Sus dedos hinchados y fríos separan la carne del molusco una y otra vez, durante horas, mientras el aire huele a sal, a metal y a cansancio. En la fotografía que sobrevivirá al siglo, Mary sostiene a un bebé en un brazo y una ostra en el otro. Cuando alguien le pregunta, contesta sin dramatismo, como si hablara del clima: “Si no tengo al bebé, desgrano seis ollas; si lo tengo, dos”.

En esa frase sencilla, atrapada por la cámara de Lewis Hine, cabe todo un sistema económico construido sobre la infancia rota.

Un día cualquiera en la fábrica de ostras

Para Millie y Mary no hay campana del colegio, ni recreo, ni cuadernos. Su horario lo marca la marea y el ritmo de la fábrica. Cuando las barcas llegan cargadas, el trabajo se alarga hasta que la última ostra queda abierta. La jornada puede rozar las doce o catorce horas.

Las niñas demasiado pequeñas para mantenerse de pie todo el día cuidan de los bebés en un rincón, sobre cajas y sacos. Cuando sus manos se rinden, otros pequeños ocupan su lugar en la mesa, en un relevo silencioso. Los adultos trabajan junto a ellas, no por maldad, sino porque el salario de la familia depende de cada par de manos disponible, por diminutas que sean.

El suelo está húmedo, cubierto de conchas resbaladizas. El aire es frío y cortante, incluso en verano, porque las puertas se mantienen abiertas para ventilar el olor del mar y de los cuerpos. Los cuchillos se deslizan entre ostra y ostra, y cada corte errado deja una cicatriz nueva en dedos que todavía no han aprendido a escribir.

Estados Unidos y los niños que sostenían la industria

A comienzos del siglo XX, Estados Unidos se presentaba al mundo como la tierra de las fábricas, el acero y el progreso. Pero detrás de los grandes titulares sobre producción y modernidad había una realidad incómoda: miles de niños y niñas trabajaban en minas, fábricas textiles, talleres, campos y conserveras.

En muchos estados del sur, como Alabama, las leyes laborales eran laxas o casi inexistentes. La pobreza empujaba a las familias a aceptar lo inaceptable: la infancia como mano de obra barata. El salario de un niño podía ser la diferencia entre comer o no. Se justificaba diciendo que los pequeños “aprendían un oficio” o “ayudaban en casa”. En la práctica, perdían la escuela, la salud y la posibilidad de elegir su futuro.

Las jornadas eran largas, los descansos escasos y la peligrosidad del trabajo, evidente. En las fábricas de conservas, además de las heridas y las infecciones en la piel, eran habituales los accidentes con cuchillos, las enfermedades respiratorias y los problemas óseos causados por las largas horas de pie en suelos húmedos y fríos.

Lewis Hine: una cámara contra la explotación infantil

En este escenario aparece Lewis Wickes Hine, sociólogo y fotógrafo. Hine entendió pronto que la cámara podía ser un arma poderosa. Si la sociedad no quería mirar a los niños que sostenían su riqueza, él los llevaría hasta la portada de los periódicos.

Contratado por el National Child Labor Committee, Hine recorrió Estados Unidos entre 1908 y 1924 para documentar el trabajo infantil: minas de carbón, hilanderas, vendedores callejeros, limpiabotas, jornaleros del campo, y también las fábricas de conservas en la costa del golfo de México. En Bayou La Batre encontró a Millie y Mary John.

El fotógrafo anotaba nombres, edades aproximadas, horarios de trabajo, salarios y frases que escuchaba en el lugar. Anotó la frase de Mary sobre las ollas de ostras y el bebé. No la reinterpretó, no la adornó: la dejó tal cual, porque no necesitaba retoques para resultar devastadora.

Las imágenes de Hine, siempre directas, miran de frente. No hay sensacionalismo ni trucos de estudio. Solo niños enfrentados al objetivo con una mezcla de curiosidad, cansancio y una madurez que no debería pertenecerles. Su intención era clara: provocar indignación, forzar al público y a los legisladores a ver lo que preferían ignorar.

Una infancia contada en heridas y números

Detrás de la historia de Millie y Mary se esconden otras muchas que no quedaron registradas. Niñas que no aprendieron a leer porque sus manos estaban ocupadas con ostras, algodón o carbón. Niños que respiraron polvo, humo o sal antes que aire limpio. Infancias calculadas en términos de productividad, no de juego o aprendizaje.

Las fábricas de conservas de la costa del golfo solían pagar por volumen: por olla, por cubo, por caja. Eso convertía el tiempo en un enemigo feroz. Cada minuto perdido era una ostra menos, unas cuantas monedas menos. En esa lógica, los niños eran “útiles” porque sus manos pequeñas podían trabajar rápido y su estatura permitía adaptarse a espacios reducidos.

Para la economía de la época, eran cifras. Para sus cuerpos, eran horas de frío, cortes, posturas forzadas y cansancio acumulado. Para sus mentes, una educación robada.

El lento cambio de las leyes

Las fotografías de Lewis Hine no cambiaron el sistema de un día para otro, pero desempeñaron un papel crucial en la opinión pública. Sus imágenes se utilizaron en campañas, informes y exposiciones destinadas a denunciar la explotación infantil y a presionar al Congreso para que aprobara leyes más estrictas.

Durante las décadas siguientes, Estados Unidos aprobó normas federales que limitaban la edad mínima para trabajar, regulaban las jornadas y prohibían el empleo de menores en determinadas industrias peligrosas. Sin embargo, el proceso fue lento, desigual y lleno de resistencias. En muchos lugares, las leyes se incumplían o se encontraban formas de sortearlas mediante falsificación de edades o trabajos “familiares” no registrados.

No sabemos qué fue de Millie y Mary John. La historia oficial solo las recoge en una fotografía y unas pocas líneas de un cuaderno de campo. Pero sí sabemos que la presión social y política a raíz de casos como el suyo contribuyó a que, poco a poco, el trabajo infantil comenzara a considerarse inaceptable en una sociedad que se decía moderna.

Una imagen, una pregunta que sigue viva

Hoy, más de un siglo después, la imagen de las niñas de las ostras sigue circulando en libros, exposiciones y archivos digitales. En ella, el tiempo parece detenido: el cuchillo en la mano, el bebé en el otro brazo, los ojos serios de quien ha aprendido demasiado pronto el significado de la palabra responsabilidad.

Eran parte de los miles de niños trabajadores que sostuvieron la economía industrial de principios del siglo XX en Estados Unidos, invisibles para el progreso y esenciales para él. Su trabajo permitió abaratar costes, aumentar la producción y alimentar la narrativa del país que crecía sin límites.

En sus ojos aún se puede leer la pregunta que el siglo no supo responder del todo y que hoy sigue siendo incómodamente actual: ¿cuánto vale una infancia cuando se paga con trabajo?

Porque aunque aquellas fábricas concretas ya no existan, la explotación infantil no ha desaparecido. Solo ha cambiado de escenario. Suele esconderse lejos de las cámaras, en talleres clandestinos, campos remotos o cadenas de producción globales que preferimos no mirar demasiado de cerca. Cada vez que observamos la fotografía de Millie y Mary, la historia nos lanza un recordatorio: el progreso que se apoya en la infancia de otros no es progreso, es deuda.

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