Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
Traumas y tabúes
Llevo ya muchos días dándole vueltas a este artículo. De hecho, su embrión estaba pensado para la semana pasada, antes del siniestro Comité Federal, ya tristemente histórico. La idea venía con un toque sarcástico. Me preguntaba qué extraño designio de los dioses podía estar detrás de que un ser humano acabara encarnando el destino de ser un (o una) barón (o –esa) del PSOE. Hacía unos cuantos chistes a cuenta de las iniciales de nuestro “molt honorable president” (XP) -el primer baroncito que teníamos después de aquel Lerma que vendió nuestro nombre y dignidad como País al consenso (léase garras del PP, como mostraron los 20 años posteriores)- aduciendo, a cuenta de su alineamiento con los barones más ranciamente monolingües, que a los valencianos nos habían instalado un sistema operativo obsoleto que ya no disponía de actualizaciones.
Lo que sucede es que, tras el bochornoso espectáculo del comité invisible (asistimos, casi en tiempo real a través de los medios, a un espectáculo que no se nos permitió ver), el sarcasmo dio paso a una inexplicable melancolía. Inexplicable, sobre todo, porque como institución y estructura, a mí el PSOE nunca me ha importado un comino. ¿Por qué la tristeza, entonces, en vez de la simple vergüenza o indignación como la inmensa mayoría de los españoles? Pues probablemente la cuestión sea explicable desde la teoría freudiana del trauma. Para Freud el trauma siempre tiene dos momentos. El primero, que deviene reprimido e inconsciente, y un segundo en el que ese trauma se revela a través de un encuentro doliente que lo es, precisamente, porque provoca una reminiscencia del anterior. Y eso me debió pasar a mí. Fue volver a recordar que con el PSOE, nunca hay sorpresas. Lo sé desde el 86. Hasta ese momento hubo varias, todas negativas. Pero desde ahí, ni Borrell, ni el bluf de Zapatero, ni nada. En realidad, en un régimen neoliberal -en una democracia emplazada, que decían Vattimo y Zabala, cuya única misión es “evitar las urgencias”, los cambios no controlados o programados- nunca deberíamos esperar una sorpresa de un partido político. Siempre ganan las élites. Y son élites las que determinan los poderes económicos. Urge buscar otra cosa, muy diferente a la forma partido. Con el Comité Federal del PSOE reviví una vieja sensación: siempre, siempre, ganan los malos porque los han puesto ahí los dueños del tablero.
Probablemente, para entender lo que pasó en el cónclave de Ferraz del día 1, lo mejor es ahondar en las raíces en las que se ancla esa curiosa estirpe de los llamados “barones” del PSOE. Habría que irse hasta la misma Transición para refutar a la segunda Escuela de Frankfurt y afirmar que en todo consenso anida un profundo poso de irracionalidad, porque ceder a las pretensiones del otro siempre implica ser tolerante con sus demonios familiares. De tal modo, la Transición hubo de lidiar con todos los traumas del pueblo español, cristalizados en los tabúes del franquismo. El primero, por supuesto, era el pánico a la guerra y el caos, inminencia reiterada por el dictador para cuando él faltara. De ese miedo cerval se liberó España con el 23F y con los sucesivos gobiernos del PSOE. Quedó claro que las instituciones internacionales (UE, OTAN, etc.) no iban a permitir ningún cambio drástico en España que pudiera acabar en una tragedia colectiva.
El siguiente tabú, claro, era el católico. Si en las legislaturas de Zapatero, el gran caballo de batalla de la derecha fue la AVT, los que tengan más edad recordarán que con Felipe González era la CONCAPA (Confederación Católica Nacional de Padres de Familia y padres de Alumnos), la que se oponía a los avances de la educación pública y a cualquier atisbo de laicismo y democratización de la enseñanza privada o concertada. Pues bien, Gallardón fue el último encargado de experimentar hasta dónde llegaba este tabú y si aún podía usarse como tal en la contienda política y pagó con su carrera el intento de aprobar una ley del aborto híper-reaccionaria e híper-restrictiva. Eso, más Rajoy acudiendo como invitado a la boda de Maroto, dieron por finiquitado el tabú porque se mostró que, como tal, ya no era efectivo aunque pudiera seguir utilizándose como arma política bajo otros semblantes.
De tal modo, que el único tabú que queda -todo lo debilitado que se quiera, pero aún un gran instrumento contra el progreso y la radicalización democrática- es el de la unidad de España. Los otros pueden ser armas de la derecha, pero ya no son tabúes, ya no dan un miedo supersticioso y, por lo tanto, su capacidad de atrapar subjetividades en un consenso dogmático e inapelable es menor. Veamos. La exigencia de un estatuto de autonomía fue irrenunciable para la resistencia antifranquista en todos los territorios con una identidad específica distinta del castellanismo monolingüe. De hecho, este nacionalismo y la reivindicación de la oficialidad de las lenguas propias fue un caballo de batalla esencial en la lucha antifranquista. Y además fue algo que nació de la tierra, de la oposición interior y no del exilio republicano, al menos de una forma generalizada, esto es, en territorios distintos del País Vasco y Catalunya que ya habían presentado sus prerrogativas en la Segunda República. De hecho, las reivindicaciones territoriales fueron, curiosamente, las que unieron a la oposición antifranquista española. Y esto es indudable pese a que algún ideólogo de Podemos se haya referido a ellas recientemente, con todo el desprecio, como nacionalismos postmodernos, porque no avienen a su idea del pueblo español unificado, que parece ser posposmoderna.
Ante esta demanda de autonomía y descentralización, la respuesta del restauracionismo borbónico ya sabemos cuál fue: café para todos. Se trataba de desactivar las reivindicaciones más específicamente populare insertándolas en un marco homogeneizador donde las diferencias dejaran de ser nacionales y pasaran a ser puramente administrativas. Y es ahí donde nace esa figura cuasi folclórica propia de ese ese Estado de las Autonomías: los barones territoriales de los dos partidos mayoritarios de implantación estatal. Es una herramienta esencial del sistema para neutralizar a las llamadas “nacionalidades históricas”, donde el nacionalismo populista burgués gobierna, pero a su vez el sentimiento identitario es transversal, adquiriendo diversas tonalidades según se vaya más a la derecha o más a la izquierda. Así ha sido desde hace cuarenta años en Catalunya y en Euskadi.
Los barones se convirtieron, pues, en la forma de controlar ese Estado, insuflando en sus territorios una especie de igualitarismo constitucionalista, vertebrando España en torno al pánico a las reivindicaciones de las nacionalidades históricas y consolidando el tabú de la unidad de España como una superstición irrebasable. Tan significativo es que Rafael Escuredo amenazara poco menos que con inmolarse para que Andalucía fuera una autonomía de primera como Catalunya, Galicia y Euskadi, como que Joan Lerma cediera con nula resistencia a que el País Valencià lo fuera de segunda. Era una fórmula homogeneizadora necesaria para constituir un falso antagonismo sobre la fórmula del patriotismo constitucional.
España como Significante Amo
Esto no es algo nuevo, lo llevo diciendo meses: por orden de relevancia, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí. En el nuevo panorama político español, con el advenimiento de Ciudadanos y Podemos, el verdadero antagonismo en este país es el de los que no condenan el franquismo contra los que sí: eso es lo único que en este momento vertebra España. Los primeros tienen 170 diputados (PP/CS). El resto, prácticamente todos los demás, 180. Cuando los chicos de Rivera dicen que jamás podrían entenderse con la formación de Iglesias, hay que recordar que el gran tabú es la unidad indivisible de la soberanía española, no Podemos en sí mismo. Lo son los pactos de Podemos con fuerzas que no tienen duda alguna sobre la legitimidad del derecho a decidir de las naciones de España y la exigencia de contar con los votos, “a más, a más” de ERC y CDC.
Por eso, si alguien pudiera pro-ducir ese significante amo tendríamos mucho ganado. Al menos, que los españoles estuvieran más cerca de saber qué están eligiendo cuando votan, esto es, que tengan una noticia menos incierta de su deseo. Pro-ducirlo no es pro-nunciarlo –eso ya lo estoy haciendo yo ahora-, es traerlo ante sí en su función incoativa del discurso, es sacarlo de la impostora trama pública para restituirle su valor inconsciente, que es el que establece su enorme potencia como tabú, como línea roja. En efecto, la producción es el lugar en el que el Discurso del Analista coloca a los significantes amos que esclavizan al sujeto (una pequeña recensión del concepto de Discurso en Lacan puede verse en esta entrada de mi blog y en las dos cuyos enlaces aparecen al final de la misma). Recordemos la etimología pro-ducir: Producir, h. 1440, lato producere ‘hacer salir’, (Corominas). Llevar a la producción ese Ideal inconsciente que hasta ese momento comanda el proceso es darle al sinsentido su valor de causa. Dicho de otra manera, es lo más emancipador que existe. La técnica analítica consiste en eso: en conducir los significantes amo ante el sujeto para que pueda darles su lugar en la trama del Inconsciente, por eso los pro-duce.
Prefiero hablar ahora de franquismo -antes que de oligarquía, por ejemplo- porque me interesa más el proceso discursivo y me parece más pertinente utilizar un significante que nombre una ideología (un sistema de creencias) que uno que nombre a una clase social. Mantener la cuestión en el terreno discursivo es mantenerla en ámbito democrático porque será el electorado quien tendrá que tomar partido (sobre todo, en este caso, los votantes y militantes del PSOE) y un votante vota siempre desde una opinión, es decir, desde su adhesión a un sistema de creencias. La opinión es cosa de discurso y la opinión pública es la posición reservada al sujeto en el Discurso del Capitalista.
Yo no soy psicoanalista. Podría denominárseme, en todo caso, semiólogo, en sentido amplio, esto es, quien estudia los procesos de significación, a cuyo campo pertenece de pleno derecho el sinsentido. Y por tanto, estoy convencido que los procesos discursivos son determinantes de las posiciones subjetivas. Una posición crítica puede desbordarlos, atravesarlos, nunca dominarlos o superarlos. El problema es que el árbitro, el amo, en una democracia parlamentaria no es Dios como en la Edad Media, ni el destino o la fortuna mediados por la técnica y la estrategia como en Maquiavelo, sino el electorado, la opinión pública, que es un sujeto que ha devenido Otro para sí mismo. Todos votamos preguntándonos qué se votará, quién ganará si estamos decidiendo nos-otros. Las victorias del PP son efecto de ello. El Inconsciente político toma una forma radicalmente distinta si la división subjetiva se manifiesta de este modo concreto.
Los barones “socialistas”, maestros de la transversalidad
El PSOE ha intentado sacar partido de esta división ofreciendo una imagen de unicidad alternativa al unitarismo neoliberal sin matices del PP. Los barones del PSOE asumen así una función esencial en el régimen del 78: que el PP no sea percibido abiertamente como el enemigo de la democracia, esto es, como una pervivencia de la herencia del franquismo para poder así repartirse entre ellos el pastel del falso antagonismo constitucionalista. Y con este fin han creado estructuras administrativas clientelares con el fin de fomentar el españolismo. Les ha interesado mantener la precariedad para enarbolar la bandera del subsidio contra cualquier intento progresista.
Fue Felipe González quien organizó el sistema de baronías, porque se dio cuenta que en regiones deprimidas (Andalucía, Castilla-La Mancha, Extremadura) el PSOE es mucho más eficaz para el dominio del pueblo que el PP. Y para ello blandieron españolismo como arma principal. Pero el caso es que el sistema se ha extendido y la casuística es variada. Todas las cesiones de Lerma, en su momento, y el apoyo de Ximo Puig a las tesis de Susana Díaz pueden ser leídas en esta dirección: la intención de recuperar el voto españolista para poder sostenerse frente a Compromís y Podemos. De hecho, en el territorio valenciano se probaron las dos fórmulas, la baronía “popular” y la socialista. En Galicia la cosa ha funcionado de otra manera. En Madrid, tras las últimas elecciones, se ha revelado un antagonismo ciudad / comunidad después de un dominio abrumador del PP con un barón y una baronesa repartiéndose el pastel del poder, de la corrupción y del gasto. Como se ve, la casuística es variada.
En cuanto a los gobiernos formados por el PSOE en los feudos nacionalistas y los formados por el PP en las baronías tradicionalmente socialistas, pueden ser reputadas de un error del sistema rápidamente corregido. Lo que los periodistas bautizaron como “feudos” –sin esconder, pues, su componente caciquil- tienden a su sagrada homeostasis. Pensemos que mientras los presidentes socialistas de España han sido sometidos a procesos de caza y derribo, los medios de la derecha han mostrado una manga mucho más ancha para los presidentes autonómicos (Chaves, Ibarra, Bono y sus respectivos sucesores) que se pegan usualmente decenios en la poltrona. La pésima gestión de Cospedal no es casualidad. No interesaba mantenerla mucho tiempo en el poder porque el dispositivo sólo funciona con un PSOE en él. No hay más que ver que todos los barones que apoyaban a Pedro Sánchez están en la oposición (entonces igual ya no son barones sino simples baroncitos), excepto el caso de Francina, mientras que los partidarios de Díaz están todos en el poder, aunque sea en minoría.
Los barones socialistas, pues, son los grandes maestros de la transversalidad que, traducido al lenguaje cotidiano, significa: hacer políticas que no acojonen a los fachas (perdón por el, tal vez, excesivo carácter técnico de la expresión). Pueden enfadarlos un poquito, pero nada más. Hasta a alguno de estos fachas le han hecho creer, sobre todo en las tres baronías históricas del sur peninsular, que era socialista. La transversalidad, pues, no es un invento de Errejón, sino que es de siempre patrimonio de los barones socialistas.
Es obvio que el 99% de los votantes del PP votan contra sus intereses objetivos. Pero igual de inefectivo que es el objetivismo marxista de la conciencia (a distinguir del materialismo, que es otra cosa) lo es la transversalidad incoada desde una máquina electoral en un entorno mediático. A esos votantes es a los que hubiera podido atraer una multitud militante, heteróclita y activa, no unos líderes desde la tele. Pero la cuestión de la unidad de España está tan arraigada en el Inconsciente de tantos españolitos monolingües que siempre puede reforzar a quien la sostiene como opinión. La opinión es siempre el pensamiento del Otro, y ante esa amenaza angustiante no queda más salida que la mímesis. Las identidades, en ese sentido, son siempre represivas. No se las puede poner en cuestión simplemente oponiéndoles otra opinión en el fárrago del polemos informativo, excepto que quien la vaya a adquirir no tenga otra representación en el discurso. Eso, la narrativización antagónica, tuvo éxito en las luchas feministas, las de los afroamericanos o las LGBT porque su lucha era por la visibilidad, por la representación, por el orgullo. Pero no puede tenerlo masivamente entre un electorado que ya goza de una representación, que ya se siente articulado en una comunidad de goce. Eso no va a funcionar con los votantes convictos del PP, por eso Podemos sólo le ha robado votos a la izquierda.
El PSOE lo que hizo fue pasarse al bando contrario, aceptando el nacionalismo español (llamado fríamente constitucionalismo) como base de su ideario para poder disputarle votos al PP. De ahí, que todos los Secretarios Generales gobernantes se hayan posicionado con el PP y contra Pedro Sánchez con la excusa de que hubiera tenido que contar con los independentistas. Y de ahí también, que los opositores perdedores no le hagan tantos ascos a entenderse con todo lo que se oponga al franquismo socio-ideológico residual. La ideología es cuestión de significantes, no de coherencia lógica, sintáctica o cognitiva. En eso le doy la razón a Laclau sin ambages. Por eso, el populismo tiene su razón y no se puede reducir al sentimentalismo mediático ni la hegemonía se gana en realities o talk shows.
Podemos y de la crisis del régimen del 78
No deja de ser aleccionadora en medio de todo este proceso la deriva de Podemos. Primero, se iba a ganar al PP. Luego, viendo que su estrategia no atraía votos de la derecha, pasaron al objetivo del sorpasso. Tampoco, porque habían generado tal odio en la izquierda a la que acosaron por las redes y a través de sus intelectuales orgánicos, que hubo un millón que se quedaron en casa. Ahora, parece que su objetivo son de nuevo “los que faltan”. Probablemente, nos hubiera ido a todos mejor si no se hubieran ensañado con técnicas de mobbing, acoso y derribo con “los que les sobraron” en una herramienta tan poderosa para el desbordamiento como hubiera podido ser Podemos, si Vistalegre hubiera salido de otra manera. Pero no, había que expulsar a la militancia crítica: nada de círculos empoderados, hala al ágora voting a perder, que vosotros no tenéis acceso a los grandes grupos mediáticos como nosotros.
De hecho, aliarse con las fuerzas periféricas es el único gesto de radicalidad democrática que ha tenido Podemos tras Vistalegre, ahogados todos los demás por el márketing transversal que ha llevado a un modelo organizativo ferozmente autoritario y jerárquico y a programas de corte tímidamente social-demócrata. Nunca voy a darle la razón a la cúpula de Podemos –ellos siempre han dicho que ni la quieren ni la necesitan, ¿para qué si con sus algoritmos tecno-emotivos transversales ya parecen tener bastante?- pero ello no quita que les pueda reconocer sus éxitos o aciertos. El unirse con fuerzas periféricas en las generales es el mayor de ellos. El 26J demostró que la estrategia de la máquina de guerra y la transversalidad tenía un evidente techo electoral, pero solos mucho lo hubieran tenido mucho peor. No obstante, una cosa es evidente: el desbordamiento del bipartidismo se está produciendo, sólo que no ha sido a través del sorpasso, sino de la crisis interna de un partido esencial del régimen cuando se ha visto reducido su papel al de mero partido bisagra. Ahora, de lo que se trata es de ver quién recoge los restos de los votantes del PSOE.
Mi diferencia con la cúpula de Podemos (y con el neoliberalismo en general, del que el populismo transversalita-cupular no es más que una variante) es que no creo que el éxito sea prueba universal que pueda sustituir a la razón. Tal vez, la victoria. Pero el éxito de una persona y de una empresa sólo implica haber sabido sacar el máximo provecho de las reglas de juego impuestas por el amo. Y estas reglas, en lo político, lo económico y lo social suelen ser bastante irracionales. Como no tengo porque creer en la verdad de quien gana una justa o un Juicio de Dios, tampoco me parece garantía de veracidad hacerse rico o tener un buen resultado electoral. Evidentemente, tontos no son: eligen la distancia más corta entre dos puntos. El problema es de marco teórico: ven el mundo como un tablero, pero el mundo tiene tres dimensiones (por abreviar) y se olvidan de la altura… y también del tiempo.
Yo, por mi parte, sigo creyendo en la noción de Sistema, porque me es rentable para entender los procesos que observo. El gran error del populismo es haber descartado esta noción en sus análisis sobre la hegemonía. Para el hegemono-populismo, todo es antagonismo entre ontológica y discursivamente iguales. La condición material es accidental: cuando tomemos el poder cambiamos esas condiciones y ya está, piensan. Si Podemos hubiera querido ser “el gran intérprete de España” lo hubiera podido ser. Lo tuvo a huevo. Pero de su cúpula prefirió ser magíster que hermeneuta, prefirieron el dogma exegético a la temible anarquía de las interpretaciones y así cayeron en todas las perversiones de la forma partido, que hemos podido ver en su máxima expresión en el Comité Federal del PSOE del sábado pasado.
La política no se acaba en el poder, pienso. Éste es una parte muy importante, pero no sólo: el Inconsciente es la política, decía Lacan. Y lo que vertebra el Inconsciente no es sólo el Poder, hay ahí también el deseo, el deseo del Otro que es el único lugar desde el que fundar lo común. Concebir la política exclusivamente como disputa del poder es un reduccionismo que lleva siempre a la derrota. El capitalismo lo sabe y por eso fundó la biopolítica neoliberal. Evidentemente, coincido con el discurso contemporáneo que habla de lo imposible de una sociedad sin política porque es lo político lo que la funda. Pero sí es concebible una sociedad en la que la distribución del poder no se dirima exclusivamente en la lucha antagónica ¿Por qué no? El único modo de pensar la emancipación de forma radical es en este horizonte. Todo lo demás es reformismo más o menos progresista. ¿Cómo sería esa sociedad post-hegemónica, post-antagónica? No hay una respuesta a esa pregunta. Pero lo que sí es seguro es que si no nos la hacemos nunca habrá emancipación. Creo que debemos de aprender a no rehuir las preguntas sólo porque no tengan respuesta. La de encontrar una respuesta es sólo una función entre otras de las preguntas. Y nunca la más importante, si es que estamos hablando de libertad.
No tengo, pues, ningún problema en apoyar a Podemos cuando acierta y conviene como no la he tenido en defender la semana pasada a alguien que me ha despertado siempre más bien poca admiración como Pedro Sánchez (o a Zapatero, en su momento). Estamos en el paradigma del éxito y no en el de la razón, insisto: de la táctica y no de la Política con mayúsculas. Pero igual que no estamos en el paradigma de la razón también me niego que se me exija ninguna pasión en esa defensa. Me sentí propenso a defender a Pedro Sánchez por razones que competen puramente a la racionalidad estratégica e instrumental, no por sentimiento alguno de empatía, no por pasión ni por razón, que son los paradigmas de la Política. Con mayúsculas.
“Pasión errejoniana” es un ejemplo perfecto de oxímoron, pues. Errejón sin Pablo Iglesias no es nadie y supongo que él lo sabe, aunque igual su prepotencia y sus algoritmos laclauianos se lo impiden ver. Se daría un batacazo considerable si es así. Eso en Podemos lo sabíamos todos, hasta los más críticos disidentes (cuando los había en Podemos), podíamos cuestionar el modelo organizativo, la estrategia o los fines políticos de Podemos, pero jamás quién había de ser el líder. Cuando la información se convierte en campo único de enunciación, y por tanto en puro espectáculo –agonístico, en el caso de la política- el branding es vital.
Las cloacas del Estado
La función de los barones del PSOE es, pues, en exclusiva, mantener a salvo el núcleo del nacionalismo hispano-franquista y borbónico de los embates de la izquierda, porque saben que es el operador discursivo esencial para sostener las estructuras de domino oligárquicas y neoliberales del régimen del 78. La excusa es que si no, el voto huiría, como se han cansado de repetir Vara y Page (“nuestros votantes nos matarían” creo recordar que dijo el presiente extremeño). O sea, que en realidad nos están diciendo que hay que agradecerles que retengan un voto cautivo y cautivador (la paralización es bidireccional) que naturalmente debería de ir al PP. Con eso, se han postulado durante cuatro décadas como defensores del progreso y la democracia en una España que, si no fuera por ellos, votaría naturalmente al PP. Eso dicen.
Y por eso, llevo diciendo meses que ganar esa batalla es primordial. Se trata de evacuar el miedo a lo extraño, a lo otro. Es una labor emancipadora ineludible en el siglo XXI. Y el nacionalismo español, a diferencia de otros, es básicamente xenófobo. Y al primer extranjero que odian es al interior. Es, claro, el que más siniestro y angustiante les resulta y la única solución la ven en enfrentarse con el diferente periférico y bilingüe imponiéndose como amos (a través de la lengua y del BOE). Su gran terror, porque equiparan otros nacionalismos al suyo, es a sentirse extranjeros en lo que ellos consideran, en exclusiva, su tierra en propiedad: España.
En fin, el golpe de Estado blando se ha revelado en los últimos tiempos como la estrategia neoliberal por excelencia. Esta prisa (lo he escrito con minúscula, ¿eh?) por derribar a cualquier precio a Pedro Sánchez resulta muy golpista. El impeachment, el cortocircuito entre la dirección y las bases por el poder legislativo (los cuadros intermedios, para entendernos) parece ser que es el gran descubrimiento del neoliberalismo para desarticular cualquier tipo de avance popular. Sea en Brasil o sea en Ferraz. Casi me pareció oír al final del sábado pasado ¡Si éste hasta para morir tuvo problemas!, sólo que con acento sevillano, en vez de chileno. No es raro, pues, que la gran batalla entre los dos bandos (el franco-españolista y el demócrata) se haya tenido que dar en el seno mismo del PSOE que, por estructura, se ha convertido en el gran territorio bélico para ambas comunidades de goce: el antifranquismo y el españolismo constitucionalista de tradición pre-democrática.
Supongo que todos estamos resignados. Ya sabemos que cuando el PSOE decide traicionar a la izquierda y sus principios, los españoles no tenemos más que resignarnos ante nuestra impotencia. Fíjense que he dicho “a la izquierda” y no “a sus votantes” porque no tengo ni la más mínima idea de por qué votaban al PSOE, si por una cosa o por la otra. Ahora, en todo caso, es cuando lo vamos a saber. Ellos están convencidos de que su voto era sociológicamente franquista, por eso temen como al diablo la posibilidad de que unas terceras elecciones, porque están seguros de le darían una mayoría absoluta al PP.
De momento, este sainete ha tenido la gran utilidad de servir para que todos los españoles conociéramos a Verónica Pérez, la más rutilante estrella warholiana de la política española. La burocracia es el ritual por el que acceden los mediocres al goce del poder. Desconfío mucho de quien disfruta con ella. A mí me da igual el futuro del PSOE. Completamente. En el sur de Europa es el único partido socialista histórico que sigue en pie. No se trata de nuestra débil democracia, como se le escapó a Pedro Sánchez el día anterior. Las democracias occidentales han demostrado ser a prueba de bombas no por su fortaleza, sino por su emplazamiento, porque han conseguido una espuria alianza global entre el poder y las pretensiones de verdad.