Sociòleg i historiador i Professor Titular del Departament de Sociologia i Antropologia
Social de la Universitat de València.
Ganaron una guerra que ellos provocaron y acto seguido instauraron la paz totalitaria de los cementerios. Después vinieron cuarenta años de sangre sellados con algo que es como el hilo conductor que se ha prolongado por cuarenta años más: la corrupción. Esa es la línea definitoria, el santo y seña, la marca de identidad de esos “nacionales” que un día se alzaron contra la democracia y ahora dicen defenderla, a fuerza de corromperla y hacerla añicos.
Los nacionales siguen entre nosotros, tomando la forma de sus hijos, o de sus nietos biológicos o ideológicos. Controlan la sartén por el mango, dispuestos a freír en ella, con todo el sadismo y cinismo posibles, a quien se atreva a cuestionar que solo ellos son los únicos amos de ese cortijo al que llaman España, una España una, grande y libre de todo pensamiento crítico. Los nacionales ocupan los mismos palacios, propiedades y ministerios que siempre ocuparon, miran con la misma superioridad de quién se sabe a salvo de tribunales y condenas. Los nacionales afirman ahora que nunca han sido ni son nacionalistas, que su España es algo natural que no admite codificación política alguna, porque es eterna y divina, porque al fin y al cabo es su guarida, su banco y su fortaleza.
Asoman su rostro todos los días meándonos en la cara mientras se escudan en mil marañas legales que impiden todo progreso del progreso de verdad, de aquel que los arrancaría de sus tronos curtidos a base de atrocidades y rapiñas. Por eso no pueden permitir ni el más mínimo atisbo de apertura. Y como ya no pueden sacar los tanques a la calle ni montar un partido único, pues por alguna razón la Unión Europea sigue garantizando sus nauseabundos negocios, sus golpes de Estado han de sutiles, discretos, externalizados, disfrazados de “regeneración democrática”, de “lucha contra la corrupción”, de “responsabilidad de Estado”, de “estabilidad que tranquilice a los mercados”. Por eso siguen a la suya, con esa sucia y obscena concepción de la patria que los encubre a costa de cubrir al resto de ignomínia y pobreza.
Les gusta intimidar, él “ordeno y mando” y la amenaza de la autoridad, al fin y al cabo por algo tuvieron que montar y ganar una guerra, y prolongarla con un genocidio que nunca reconocerán porque para ellos, los nacionales, ese genocidio fue una necesaria limpieza de toda la escoria que jamás mereció tener voz en sus enormes dominios. Y ahí siguen, repartiendo certificados de democracia y españolidad que se mezclan con los negros sobres de la podredumbre. Porque ellos no se reconocen como nacionalistas, tan solo son los “garantes del orden constitucional”. Y ahí los tenemos, encaramados en las más altas instituciones, como sus padres y abuelos, llenos de satisfacción y mirándonos con esa repugnante condescendencia de los que saben impunes. Porque mandan mucho, y lo saben, y jamás van a ceder. A no ser que alguien les obligue.