Jimmy Entraigües
Periodista y escritor
Director deEl Péndulo
A la edad de 17 años el joven Robertson inició su andadura como marino mercante. A los 26, la amplitud de sus viajes le brindaron una gran experiencia y disponer de un pequeño capital para hacer frente a otro tipo de aventuras. Decidido como era, buscó invertir algo de su dinero en el transporte ultramar, pero al ver que su negocio no prosperaba volvió a embarcarse para recorrer viejos horizontes y recuperar el patrimonio económico perdido.
En 1894 se enamora, locamente, de una joven estudiante neoyorquina y el curtido marinero abandona barcos, mares y puertos para echar anclas en la isla de Manhattan, donde abre una pequeña joyería entusiasmado ante la posibilidad de hacer un buen negocio (y obtener pingües beneficios) con el tráfico de joyas, perlas y piedras preciosas de los Mares del Sur y la misteriosa África.
Su segunda tentativa como empresario volvió a jugarle una mala pasada ya que topó con un mercado muy cerrado, lleno de tratantes buhoneros y hábiles empresarios judíos que se quedaban con las mejores piezas, con lo que el emprendedor Robertson descubrió que todo lo que tenía de veterano marinero lo tenía de pésimo comerciante. Junto a este hecho, tras dos años de infructuoso trabajo como traficante de joyas, su vista se vio mermada y tuvo que cerrar la tienda, comenzando una dura penuria económica que le acompañaría durante largos años de su vida.
Por aquellos meses Robertson solía visitar los ambientes marinos en busca de un trabajo o un negocio que le permitiera salir del dique seco financiero. Su amistad con un joven periodista, especializado en temas portuarios y mafias de muelles, le sirvió para aproximarse a la lectura de aventuras. El reportero le recomendó leer a Rudyard Kipling, otro hombre de mar, y le regaló varios ejemplares de la obra del autor indiobritánico que, al parecer, Robertson devoró en pocas semanas. Tal fue su pasión por Kipling que de forma inmediata el antiguo marino descubrió su nueva pasión: la literatura.
Su primera historia como escritor, un cuento no muy extenso pero sí intenso, lo bautizó con el título de ‘La destrucción del más débil’ y, tras insistir en varias revistas y periódicos, un viejo editor que controlaba varias publicaciones le compró el relato por el que recibió un bonito cheque de 25 dólares. Ahora, si nada lo impedía, estaba completamente decidido a vivir de la literatura. El pago por su texto le hizo entender que el mar, ese mar que ya no visitaba, le seguía dando lo que el comercio le había negado.
El pago por su texto le hizo entender que el mar, ese mar que ya no visitaba, le seguía dando lo que el comercio le había negado
Sin ser un gran escritor sus historias llamaban la atención de los lectores y, aunque la paga era exigua, al menos el techo y la comida quedaban garantizados. El ingenioso Robertson solía enviar sus historias a un amplio número de periódicos, lo que suponía una generosa inversión postal, y pipa en mano quedaba a la espera de la publicación y el cheque. Si los vientos soplaban a su favor su relato aparecería en distintos diarios y el dinero le permitiría seguir sobreviviendo unas semanas más; pero… si las respuestas eran negativas, las semanas podían convertirse en un pequeño infierno.
Tras un par de años mal viviendo de la escritura Robertson ya dudaba de su capacidad como narrador y comenzó a pensar en realizar una gran enciclopedia sobre el mar cuando, a mediados de 1898, tuvo una terrible pesadilla que los situaba a él como uno de los protagonistas principales. Tal fue la intensidad del sueño que esa misma madrugada tomó la decisión de escribir todo lo que había soñado.
Bajo el título de ‘Futilidad’ Morgan Robertson narró la historia de un gigantesco transatlántico llamado ‘Titán’ que, a pruebas de naufragios, chocaba contra un iceberg durante el cuarto día de su viaje inaugural y acababa hundiéndose en el fondo del mar dejando muy pocos supervivientes. Recordando los deshielos polares ubicó la acción a mediados de abril, cuando algunos bloques de hielo paseaban a sus anchas por el océano. El subtítulo de la obra también era muy elocuente, ‘El naufragio del Titán’.
En ‘Futilidad’ el capitán Smith, el alter ego del autor, debía gobernar un mole de acero que surcaba los mares con 243 metros de eslora, 7.500 toneladas de peso, tres hélices, 3.000 pasajeros, 2 zonas de lujo exclusivo, 2 de primera clase y 5 de pasaje sencillo.
En el momento de choque con el iceberg, en pleno Atlántico y bajo una noche cerrada, el ‘Titán’ iba a una velocidad de 23 nudos con el fin de llegar a su puerto de destino antes del horario previsto, algo que la fatalidad no quería ver cumplido ni en sueños.
La tragedia del ‘Titán’ se hace mayor cuando a la hora de disponer de los botes salvavidas se descubre que solo hay 25 para todos los pasajeros y aquello dispara la ingobernabilidad de la situación. Resultado final: una de las mayores catástrofes marinas contadas en literatura antes que la realidad mostrara que un hecho similar iba a ocurrir 14 años después.
Con su novela bajo el brazo, Robertson fue a una editorial y logró vender la obra. Los editores le dieron 50 dólares de adelanto y le concedieron un plazo de dos meses para conocer el efecto de ventas. ‘Futilidad’ no despertaba el interés de nadie y hacia finales del XIX la gente sentía más curiosidad por las maravillas que traía el nuevo siglo que por la hecatombe de un barco. Al ver que las ventas no prosperaban, el viejo marinero vendió los derechos del libro por 100 dólares y comenzó a preparar una nueva historia sobre una tragedia en alta mar con volcán incluido.
Así transcurrieron los días de Robertson, entre ficciones marinas y avatares económicos cuando, un 14 de abril de 1912, un hecho conmovería al mundo. El majestuoso RMS Titanic, el barco de pasajeros más grande y lujoso jamás construido caía hundido a 600 kilómetros de las costas de Terranova como consecuencia del choque contra un iceberg.
La gran bestia de los mares había partido del puerto de Southampton (Reino Unido), con destino a Nueva York, un 10 de abril. La noche del cuarto día de navegación, surcando el océano a una velocidad de 23 nudos con el fin de llegar a su destino antes del horario previsto, el ‘Titanic’ siente el frío corte del hielo sobre el acero de sus bodegas. Sus 66.000 toneladas pasaron a convertirse en chatarra para el fondo de mar que le esperaba, en su interior viajaban 2.207 pasajeros separados en cuatro clases. El ‘Titanic’ solo contaba con 20 botes salvavidas ante una hipotética desgracia, se le consideraba insumergible.
Tres semanas después de la desaparición del ‘Titanic’, la novela ‘Futilidad’ conocía una nueva reimpresión, esta vez con el título de ‘El naufragio del Titán’, donde el barco protagonista se asemejaba bastante a las características del ‘Titanic’ y los hechos guardaban enorme similitud con lo ocurrido la noche del 14 de abril. Su éxito fue inmediato y sus ventas se multiplicaron por mil. Los editores, propietarios de la obra, se frotaban las manos al ver como aquella novelilla que adquirieron por 100 dólares ahora era el buque insignia de la editorial.
Hasta el día de hoy no se sabe si Morgan Robertson participó en la reescritura. Ni siquiera él lo comentó en ningún círculo próximo, ni existe un documento que avale que intervino en la nueva versión de la novela. Solo su viejo amigo periodista recordó que compartiendo una charla por los muelles le dijo: “Yo hundí al Titanic hace 14 años”.
Entre 1996 y 1915 Morgan Robertson escribió cerca de doscientos relatos cortos y catorce libros, todos ellos vinculados y ambientados en el territorio de los viajes de ultramar y las aventuras marinas. Nunca gozó de una situación económica estable, ni siquiera con la venturosa coincidencia del ‘Titanic’. Murió en 1915 dejando varios cuentos por terminar sin que nadie se interesara por ellos. Actualmente su trabajo más conocido y más vendido sigue siendo ‘Futilidad’.
(Dedicado a mi hijo Guillem)