Silvia Peris
Periodista
Coinciden casualmente en estas primeras semanas de abril dos hechos (uno histórico y otro cinéfilo) que, en apariencia no guardan relación, aunque mi cabeza se empeñe en hilvanar en forma de reflexiones, costurones caprichosos del alma, al tener como protagonista la isla infinita, la perla del Caribe, un lugar al que me encuentro unida desde hace años por obra y gracia del azar sentimental.
Nunca un apretón de manos tuvo tanto simbolismo, reflejó tantas ilusiones depositadas y anhelos incubados a golpe de sufrimiento y estrechez, privación y miseria durante más de cincuenta años. Los presidentes de Cuba y Estados Unidos, Raúl Castro y Barak Obama, ponían punto y final en la Cumbre de las Américas, en Panamá, y de manera simbólica, a uno de los capítulos más luctuosos de nuestra historia reciente. El pueblo cubano ha tenido que vivir en carne propia durante todo este tiempo el tour de force entre el gran imperio americano y el gobierno de los Castro, en un miserable bloqueo económico y de represión gubernamental que los ha tenido aislados y condenados a la más terrible de las desdichas humanas, aquella que te roba los sueños y te cercena la ilusión de una vida próspera y libre, aquella contra la que el pueblo cubano luchó y fue ejemplo para el resto de países de América Latina con su joven y victoriosa Revolución, y que ha acabado en este 2015 en “acto simbólico” de reconocimiento de inutilidad del bloqueo por parte del presidente Obama y una bajada de pantalones por parte de Castro. Así, sin más, con un apretón de manos. Y tratándose de un acto simbólico -repito-, porque de momento el cubano no ha visto mejora alguna en su existencia cotidiana, generaciones y generaciones solo han conocido y siguen conociendo que la vida es pura supervivencia y que la pelea rutinaria es “resolver” para tener un plato de arroz moro en la mesa todos los días.
Los protagonistas de la última película del francés Laurent Cantet, “Regreso a Itaca”, que se estrena esta semana en España y que cayó de cartel en el último momento en el reciente Festival Internacional de Cine de La Habana (¿por qué será?), saben mucho de esos sueños rotos y esperanzas truncadas y, es por esto, que los hechos que se narran en la cinta se relacionen en mi cabeza con el citado “acto simbólico” entre Obama y Castro. Una desvencijada azotea de un edificio habanero cualquiera y cinco amigos que se reúnen después de años para rememorar su infancia y juventud en común y el devenir posterior entre el exilio español y la penuria cubana, durante el periodo especial. Poco a poco cada uno de ellos va desnudando el alma y tejiendo un entramado de dramas humanos cada cual más descarnado y desesperanzador. Fuman nostalgia sin parar de manera compulsiva y se adormecen bajo los efectos del ron cubano en la cálida noche habanera y en un intento de olvidar que alguna vez quisieron ser un pintor de renombre o un escritor famoso. “Podrán robarnos los sueños pero no nos quitarán la vida”, dice Amadeo, exiliado en España y empeñado, pese a la negativa de sus amigos, en volver a su tierra, de afincarse de nuevo en la Habana miserable y carente de oportunidades pero que un día en su memoria fue y sigue siendo Itaca. Y yo lo entiendo, entiendo a todos aquellos que se ven obligados a marcharse de su tierra en busca de un futuro mejor, en busca de las oportunidades que no les brinda su país de origen por culpa de gobiernos ineptos, corruptos, alejados de su pueblo, pero que están deseando volver a su casa, con su familia y amigos, a esa tierra que desde fuera se convierte en una Itaca cualquiera merced a esos “actos simbólicos” con los que algunos mandatarios intentan inocularnos una esperanza que el tiempo diluye mientras realizamos el viaje de la vida, esa que no nos pueden quitar y que tan bien contó Cavafis.