Profesor Titular de Comunicación Audiovisual Universitat Jaume I. Castellón.
He dejado pasar un tiempo –el de llegar a los resultados de las nuevas elecciones– para aportar una nueva colaboración a estas páginas. Así me había comprometido y, pese a que las cosas no han ido por caminos de agrado y los ánimos decaigan ante un resultado que rubrica la desigualdad y el imperio de los poderes reales de nuestra sociedad (ya se sabe: grandes empresas y sistemas financieros, con lo que ahora la bolsa subirá y Rajoy será felicitado por su buen hacer), es de rigor cumplir lo prometido.
Vaya por delante que en estos últimos días he tenido ocasión de ver un film que, pese a estar en la línea de los tiempos de ciertos efectos especiales y trama apocalíptica, constituye un ejercicio notable de buen hacer y vehicula un sentido profundo de alta graduación. Me refiero a Midnight Special (Jeff Nichols, 2016). De este autor ya habíamos podido ver las más que notables Mud (2012) y Take Shelter (2011), por lo que los vericuetos de su trama y las lecturas aportadas no pueden extrañarnos. Es más, vienen como anillo al dedo para ilustrar lo que ocurre en nuestro país y –me atrevería a decir– en la misma Europa. La película nos habla de una huida desaforada de padre e hijo para evitar que este sea capturado o eliminado por los servicios del aparato de Estado (FBI o agencias del mismo calibre), ya que, al poseer ciertos poderes que no se pueden calibrar fácilmente, se ha dictaminado que es una amenaza para la seguridad nacional. En manos de otro realizador tendríamos un film de acción y punto; pero con Nichols la cosa cambia y lo que se nos presenta es un alegato contra la intolerancia, el odio irracional a lo desconocido y a favor de la reivindicación de la diferencia. En suma, un discurso más bien poético y solidario.
Tal argumento viene a conectar con lo sucedido en Gran Bretaña con el Brexit, donde el odio irracional al otro como amenaza invisible ha propiciado la salida de la Comunidad Europea y posiblemente toda una sucesión de problemas con los que el votante no contaba cuando depositó en la urna, con las vísceras, su papeleta. Al día siguiente ya proliferaron los arrepentidos. Pero, seamos sinceros, los ingleses tendrán lo que merecen y ellos mismos lo habrán escogido. ¿A qué vienen las lamentaciones? Los que padecieron en carne propia el racismo nazi, han venido considerándose a sí mismos un pueblo diferente, por encima del resto del continente: los resultados, obviamente, les encaminan hacia un terreno desconocido pese a que votaron para encerrarse en su burbuja de comodidad interna y desigualdad (en el fondo, nunca fueron europeos).
Acto seguido, tres días después, han tenido lugar las elecciones (segundas) en España. La primera constatación inequívoca es que las empresas de sondeos y encuestas han hecho el mayor de los ridículos, tanto antes como a pie de urna, desvelando así su inutilidad y, en el peor de los casos, poniendo de manifiesto que los avances pueden constituir armas para encaminar la elección hacia objetivos deseados por las élites y poco representativos de la voluntad popular.
La segunda constatación es que la campaña del miedo ha funcionado. Uno se pregunta: “¿miedo a qué?”, pero es evidente que eso desconocido, la otredad, es una ecuación que el votante intenta dejar de lado, pese a que lo conocido, con toda evidencia, le lleve no solamente a aguas turbulentas sino a un auténtico suicidio. Eso desconocido es la mentira impuesta por la derecha sobre el comunismo (vade retro), Venezuela, “los malos” o la amenaza nada encubierta de los mercados y las grandes empresas, e incluso de la jerarquía eclesiástica. La lectura de estas falacias debiera ser de una claridad abrumadora: lo que no gusta a las grandes empresas ni a los mercados, habría de afianzarnos en nuestra elección por el cambio, ya que el partido en el poder durante estos años ha actuado en su beneficio (más riqueza para los ricos, más pobreza para los pobres). Sin embargo, la elección ha sido apretarse la cuerda al cuello y darle a los de siempre la posibilidad de seguir acabando con lo poco que nos queda de bienestar. Puestas así las cosas, igual acaba ganando Trump en Estados Unidos y nos vamos todos al garete.
Una tercera constatación es que el Partido Popular (PP) ha ganado las elecciones a costa de Ciudadanos, su franquicia, con el añadido de algunos escaños sueltos rascados al PSOE. El bipartidismo no solamente no se ha resquebrajado sino que tiende a hacer residual a Ciudadanos y a constituir dos grandes bloques en los que el “divide y vencerás” será la mejor garantía de perpetuación de la derecha (a lo que la izquierda colabora de forma entusiasta). Ninguno de ambos bloques suma suficientes escaños para gobernar con mayoría absoluta, lo que hace pensar que Rajoy seguirá en su poltrona al menos dos años más, si nadie lo remedia.
Por último, una constatación final es que el PP se ha impuesto en todas las regiones y provincias españolas a excepción de País Vasco y Cataluña, lo cual es un síntoma de una enfermedad vírica de consecuencias inauditas para nuestra sociedad. Efectivamente, España es un país enfermo, habitado por ciudadanos masoquistas que aplican el lema aquel de que “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Y esto sería muy respetable, e incluso comprensible, si no fuera por lo evidente de la manipulación social del poder (ese ministerio del interior moviendo “hilos” desde las cloacas, esas leyes que atentan contras el bienestar social, tipo mordaza o laborales, para generar salarios de miseria en aras de la competitividad) y por el imperio de la desigualdad en alza, pero, sobre todo, por lo absurdo que es el hecho de que la corrupción no pase factura. Y un ejemplo bastará: ¿cómo puede entenderse que en la Comunidad Valenciana el PP haya sido la fuerza más votada e incluso subiendo con respecto a las elecciones anteriores? Este es un misterio que solamente tiene una explicación: que los políticos sí nos representan, que nuestra sociedad está enferma y propaga el virus de forma horizontal y vertical. Así que, insisto, sí nos representan. Y, como alguien ha dicho, aunque yo no quiero llegar a ser tan radical en la expresión porque me repele su significado: “quien vota a corruptos, corrupto es”. Recuerde el lector que, al ganar por enésima vez las elecciones en Castellón, hace algunos años, el mismísimo Carlos Fabra dijo –quedándose más ancho que largo– que el pueblo le había absuelto al elegirle.
¿Y ahora qué? El respeto a los resultados y a las diferencias en votos que se han establecido indica a todas luces que debiera gobernar el PP (es demasiada la diferencia para no aceptar su victoria: el juego limpio debe imponerse y nadie puede cuestionar los resultados democráticos, sean cuales sean y mal que nos pese a muchos). Lógicamente, un gobierno del PP tendrá que ser en minoría, lo que lo hace problemático y es más que probable que solamente dure media legislatura, si bien en ese tiempo podrá ir limando límites e ir dejando en la cuneta a Ciudadanos a la vez que se puede desinflar Unidos Podemos (UP) en beneficio de un PSOE renovado que a uno le cuesta creer vaya a llegar algún día (el problema de la izquierda es que siempre piensa que las cosas cambiarán y que ese cambio se puede hacer “desde dentro”, es decir, que no se aprende la lección por muchas veces que tropiece en la misma piedra).
O bien una coalición contra natura entre PSOE, Ciudadanos y UP con el objetivo esencial de desalojar al PP del gobierno. Es evidente que esta apuesta sería todavía menos duradera y, además, ¿cómo podrían acordar una política económica común si UP y Ciudadanos son polos opuestos?
O bien unas terceras elecciones, algo impresentable que daría al traste con cualquier atisbo de renovación en nuestra sociedad y reventaría a los nuevos partidos en beneficio de los de siempre. Esta vía es, una vez más, suicida. Sin embargo, el voto suicida se ha impuesto, así que a nadie le puede extrañar nada a estas alturas.