Profesor de Literatura.
Hace algún tiempo, en una comida de esas académico-literarias en las que uno a veces anda metido, escuché a un señor, de notable inanidad por cierto, ponderar la figura de una mujer, catedrática de la Universitat de València, una de las (y los) intelectuales más brillantes de su generación, recientemente fallecida en ese momento. ¿Cuáles fueron los términos de esa ponderación? ¿Aludió a sus libros, a sus artículos, a sus clases magistrales e iluminadoras que enseñaron a leer críticamente a tantas promociones de estudiantes? Evidentemente, no. Aquel señor lo que recordaba eran sus piernas y la altura de sus tacones. Eso era lo único que tenía que decir.
Uno podría imaginar que decía estas cosas mientras masticaba un palillo, sostenía una copa de Veterano con una mano y con la otra se rascaba los testículos. Sin embargo, este señor es de lo más fino y desgranaba sus evocaciones machirulas esgrimiendo con elegancia su copa de tinto, y las combinaba con esos hilados de referencias culturales -a veces malévolos, a veces simplemente exhibicionistas- que algunos despistados toman por conversaciones profundas. Yo recuerdo que me sentí incómodo, y que llegué a formular una protesta, y a mencionar la excelencia académica y docente que sostenía aquel par de piernas. Sin embargo, lo recuerdo ahora y lamento mi cobardía o mi timidez. Debería haber estado más enérgico, aun a riesgo de cortar el rollo. Porque a veces cuando alguien se atreve a romper esos consensos de silencio lo que descubre es que no está solo.
Lo vengo a decir porque estos días he estado leyendo algunos artículos sobre cuál es el lugar de los hombres respecto al feminismo. Y evidentemente aunque es muy guay expresarles a las feministas nuestro apoyo, o felicitarlas en el día de la mujer, o incluso participar en las manifestaciones, hay que tener cuidado con no reproducir inadvertidamente un gesto paternalista -condescendiente- al realizar esas adhesiones. Yo, que he tenido la fortuna de ser discípulo de una intelectual feminista, creo humildemente que nuestro lugar está en otra parte. Y está precisamente en el trabajo sobre la masculinidad, sobre cómo nos interpelan machismos más o menos espontáneos como el que acabo de relatar, sobre en qué lugar nos colocan.
Es decir: el machismo -como el capitalismo- no es sólo una ideología, sino una máquina productora de sujetos, interiorizadora de roles sociales y culturales. Por eso que un tipo mediocre hable con condescendencia de una intelectual brillante amparado en su entrepierna no es sólo una anécdota ni retrata solamente a ese personaje. Y ahí es dónde está la lucha, la toma de conciencia.
Cambio de registro: creo que la falla que ganó el primer premio de la sección especial de este año -y también el primer premio de Ingenio y Gracia- era profundamente machista: se basaba en la reproducción hiperbólica de viejos chistes y de piropos apolillados, y el diálogo entre los textos y la caricatura de los ninots producía un efecto de descarnado sexismo digno de Pajares y Esteso. El jurado que la juzgó y la encontró graciosísima estaba formado por siete hombres. Imaginarlos desternillados de risa mientras rodaban el monumento me produce una incomodidad de algún modo semejante al de aquella comida. Una pregunta sería si hubiera cambiado el veredicto en el caso de que hubiera habido alguna mujer entre los jurados. Supongo que depende de qué mujer. Porque, insisto, el machismo produce sujetos y roles. El feminismo consiste en rebelarse respecto a la subalternidad naturalizada, y señalar sus marcas allí donde se producen. Lo cierto, en cualquier caso, es que eran siete hombres los que, evidentemente, se identificaron con ese tipo de humor tan complaciente con su imaginaria superioridad fálica.
Creo que se equivocan los hombres que andan criticando no poder participar en la carrera de las mujeres, o que quieren protagonismo en la lucha feminista. Obviamente. No se trata de hacerse el guay en esos espacios para que nos alegren el día, porque eso no deja de reproducir desplazada la diferencia. Pero eso no significa que no podamos hacer cosas. Lo que sucede es que nuestro espacio discursivo está en este lado, en este mundo masculino al cual la anatomía y nuestro ingreso en lo simbólico nos destinaron. Precisamente porque los contertulios y los jurados, y los que piensan los chistes sexistas creen que porque somos hombres somos de los suyos.
Y ahí está la tarea. Primero en no bajar la guardia ante uno mismo. Yo también creo que el hombre que se considera más allá del machismo está condenado a incurrir en gestos machistas, porque a menudo valores interiorizados -naturalizados- forman parte de ese reparto de roles y reaparecen aquí y allá cuando uno está distraído. Pero también -y sobre todo- la tarea consiste en proclamar ante otros hombres, por muchas copas de cognac que esgriman, por muchos autores impronunciables que hayan leído -o por mucho poder que tengan en cualquier esfera- la incomodidad que nos producen sus asunciones. Porque los discursos (y las prácticas) que escarnecen a la mujer, que la objetualizan, por el otro lado crean un sujeto masculino burdo, primario, sobreactuadamente insensible, sin más afectos que la construcción autorrefencial de su semblante fálico. Quien ofende o desprecia a las mujeres, quien las mira con condescendencia, quien se arroga el monopolio de la subjetividad occidental y reduce a las mujeres a periferia menor, nos ofende también a nosotros al hacernos solidarios de su machismo. Y el silencio, entonces, nos hace cómplices, extiende y confirma la idea de que ser hombre es ser eso.
Y no, nosotros no somos de ese mundo.
Pues que se note.