JAVIER FURIÓ. Diseñador gráfico y periodista.
Uno pasea por el centro de la ciudad y da gloria… casi siempre. Arbolitos, palomas, edificios neoclásicos bien conservados… casi siempre. Y digo casi siempre porque siempre queda un Colegio del Arte Mayor de la Seda, una línea 2 del Metro -que ya la podemos apodar la ‘Escorial’ por la duración de su construcción- y otros vericuetos urbanísticos que, de vez en cuando, afean un paisaje que, de no existir éstos, sería la envidia de media Europa.
Pero ese paisaje, digno ciertamente del anuncio de aquel calvo del Gordo de Navidad, se acaba cuando nos vamos acercando, ya sea vía avenida de Burjassot, ya sea vía calle Sagunto, a la zona Norte de la ciudad. Desde Benimaclet hasta Benicalap, pasando por Orriols y Torrefiel, el panorama es bien distinto. Y uno, lo primero que piensa ante lo que se le presenta a la vista, es que está en otro sitio, que eso no es Valencia… Que por alguna broma del ordenamiento urbano, nos hemos salido de los límites del término municipal… Pero no.
Y entonces tomamos, por poner un ejemplo que me ha llamado la atención recientemente, el camino de Moncada en dirección a la avenida Doctor Peset Aleixandre. A izquierda y derecha nos reciben sendos monumentos al abandono urbanístico: la alquería Falcó y una gasolinera en desuso abandonada a su suerte. En otra ocasión me ocuparé de sendos ‘adornos’ que todo ciudadano quisiera para su entorno cotidiano -entiéndase el tono sarcástico- pero la cosa cobra tintes dramáticos cuando se adentra en el barrio de Torrefiel y se encuentra con una de las plazas más concurridas, concretamente la del Obispo Laguarda.
La plaza la flanquean dos supermercados, la mayor concentración de comercio grande, mediano y pequeño de todo el barrio un parque y varios bares de esos con terraza -de hecho, rezuma vida de barrio por todos lados- hasta que, en uno de sus extremos, el olor a barrio se transforma en hedor, el aspecto pasa de frugal a realmente lamentable y la magia se destruye en un segundo.
Un solar que no ha cambiado de aspecto durante al menos los doce años que vengo viviendo en este barrio -las ‘malas lenguas’ aseguran que va para 25-, luce en su seno miles de excrementos de toda clase de mascotas -les juro que he llegado a ver hasta un cerdo de pelaje negro al que pasean con su preceptiva correa-, hierbas de las que no se fuman -o eso creo- y podredumbre a más no poder, además de enseres botelloniles de lo más variopinto y granado.
Y ahora viene lo bueno: tras doce años intentando no cruzar esta plaza leyendo el periódico -más de uno ha ido a dar con sus mocasines en hermoso regalo de la naturaleza canina al uso-, de evitar a toda costa que los niños jueguen en él, de taparme las narices al acercarme en agosto para no fenecer víctima del tufo a muerto, nunca había visto la más mínima señal de desaprobación de nadie. Ni una palabra, ni un pasquín, ni una noticia en ningún periódico, programa de radio ni televisión -ni de una ni de otra, ni de otra tendencia-.
Pero estamos en la época de la indignación -ojo, ni se me ocurriría sugerir que sin razón-. Y ahora, tras años de silencio, el Año Nuevo nos ha traído unas bonitas pancartas de color negro que ‘adornan’ el ya de por sí lamentable paisaje, enarbolando una reivindicación que ya habría entendido y apoyado con todas las de la ley hace doce años. Un poco tarde, ¿no? Pero bueno, más vale tarde que nunca… Sólo que, al ritmo que van actualmente las inversiones -y pagos- públicos, si lo hubieran reivindicado hace doce años, a lo mejor ahora el Ayuntamiento estaba ya poniendo la primera piedra. De este modo, a lo mejor el nieto de Amadeu Sanchis, de Leire Pajín o de Serafín Castellano aprueba el jardín para el solar de la plaza Obispo Laguarda.