José Antonio Palao.
Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
Parece que Donald Trump está consiguiendo algo impensable. Y no me refiero a poner a todas las élites mediáticas y políticas, a la izquierda y a la derecha, a tirios y a troyanos, de acuerdo en descalificarle y declararle persona non grata. Ha conseguido algo todavía más difícil: poner a USA en el mapa de la etnografía neocolonial. Me explico. Los Estados Unidos en particular y el mundo anglosajón en general han sido los suministradores de teoría, epistemología e ideología para el resto del mundo, convirtiéndose en la subjetividad dominante y convirtiendo a todo el resto del mundo en objeto de sus prácticas y sus discursos. Por el lado neoliberal la cosa es conocida mundialmente: los grandes organismos económicos, con el FMI a la cabeza, pero también la grandes agencias de rating que dicen qué sí y qué no. Y por ende, toda la elaboración intelectual y académica, que está siendo engullida por el discurso neoliberal, también depende de forma directa de estas agencias que te dicen dónde publicar y dónde no y que sacralizan el inglés, el vehículo ideológico esencial del neoliberalismo, como única lengua científica. Si quieres acceder a la dignidad de sujeto e incoar un discurso sobre el mundo ha de ser en la koiné que impone el amo. Puedes decir lo que quieras, pero en inglés. Así, la ciencia, el arte, la política y el conocimiento social pasan por aro de la evaluación por pares ciegos y los anglo-parlantes nativos tienen una ventaja indudable. De ahí, que el sujeto sea anglo y el mundo no anglo sea el objeto.
Parece que la clave del conocimiento neoliberal sea la practicidad, una especie de neo-utilitarismo que reputa como marginal toda investigación no aplicada, no abocada a ese campo mítico que es la transferencia del conocimiento al mercado, esto es, a la factoría del bien ciudadano. Pero no es así. A lo que teme más que nada la cosmovisión neoliberal es a la aporía, al callejón sin salida del conocimiento. Esto es, el mayor horror del neopositivista neoliberal es quedarse parado, no poder seguir produciendo jotacerres como churros. El único índice de éxito del neoliberalismo es el crecimiento sostenido, la posibilidad de auto-reproducirse sin tregua.
Evidentemente, si buscas ideas geniales, transformadoras, si buscas el conocimiento como exageración, como relación entre la totalidad y los hechos, este es un mal camino. Sin ruptura y sin impropiedad “no hay conocimiento que aspire a ser algo más que una repetición ordenadora”, que decía TW. Adorno. Pues bien, el ideal del conocimiento científico neoliberal no es otro que la repetición ordenadora. Todo lo novedoso, todo lo que desestabilice el paradigma estable dominante, resulta peligroso. Y la forma que tiene el neoliberalismo de recusar lo peligroso es tratarlo de inútil. Así, si el criterio es el bucle, la auto-reproducción ad infinitum de la receta, es mucho más fácil el muestreo y la estadística, la demostración sometida a los cánones convencionales, que la creatividad intelectual, o con otras palabras, la seriedad heurística. Es mucho más rentable –desde el punto de vista del mínimo esfuerzo y del mínimo tiempo- el enfoque algorítmico que el heurístico. De tal modo que puedes hacer un ensayo clínico o un estudio sociológico (kind of) con una encuesta y una estadística y publicar y republicar el mismo artículo ad infinitum, con el impacto de las agencias garantizado por el beneplácito ciego de tus pares. Cambias un poco la muestra y maquillas tus resultados y ya está. No tiene importancia ninguna si eso provoca transferencias de conocimiento a la sociedad, o si te pasas décadas sacando conclusiones erróneas porque no has sido mínimamente crítico con tus datos. Lo importante es ser bendecido por las agencias y publicado. Es el único índice de éxito que los Estados reconocen en la carrera académica. Y es de una profunda perversidad neoliberal, reprivatizadora, porque son las universidades y las administraciones las que ponen la pasta y son los grandes portales de revistas, en connivencia con las agencias de rating, los que cobran por los artículos –el autor no ve un dólar, excepto si es suyo y tiene que entregarlo a las multinacionales del conocimiento que encima te cobran por publicar- y sacan un beneficio limpísimo de polvo y paja. Por supuesto, si no va a colar en el proceso de revisión de una revista jotacerre, es cuando te reputan tu trabajo como inútil, despreciable, etc. Eso no vale para nada (-Defíname “nada”, por favor… -Es usted un metafísico de mierda, y un teórico deleznable. Etc.,etc.,etc.)
Por esa vía, no cabe duda de que los discursos de la izquierda y también están alimentados por el granero ideológico anglosajón y par-cegado. Qué sería de la izquierda mundial sin Jameson, Butler, Eagleton, y en general los estudios culturales, que han teorizado las identidades (raciales, étnicas, de género) y la narrativa como formas de activismo social “performativo”. Pero no sólo por anglosajones de nacimiento, también por los de adopción. Pensemos en Slavoj Zizek emigrando a USA (con su defensa levo-populista de Trump, ¿nadie ve la clarísima conspiración eslovena que está tramando con Melania para adueñarse del mundo, empezando por la Casa Blanca?). Pero también pensemos en Ernesto Laclau, el gran ideólogo de la hegemonía y el populismo, que por mucho que lo veamos como legitimador del perono-kirscherismo argentino y, en general, de los populismos de izquierda, lo que fue es profesor de la Universidad de Essex y sus grandes libros han sido pensados originalmente en inglés, por más que su pensamiento sea un enjambre de lo que los neopositivistas británicos denominan pensamiento (o filosofía) continental. El pensamiento político de esa Europa (de Negri a Badiou, pasando por Rancière o Vattimo) y el de Latinoamérica (de Dussel a todos los ideólogos del Socialismo del Siglo XXI) corren el riesgo de quedar sepultados por las amañadas estadísticas patrocinadas por el establishment y sus “modelos de negocio” (otro sintagma ciertamente hilarante, por cierto).
Sé que estoy siendo, tal vez, sarcástico en exceso. Tengo compañeros y amigos que escriben artículos muy dignos y del mayor interés, que luego se los publican en revistas JCR y similares. Yo mismo tengo alguno de ese tenor, aunque el “paper científico” –que es algo muy específico por estructura y por requisitos, a no confundir con el artículo en sentido general- sea un género que me echa para atrás, como la égloga, el himno o la novela bizantina por ejemplo, y que me costaría mucho cultivar motu propio.
La cuestión es que hay que tener claro cuál es la causa (la calidad del artículo) y cuál el efecto (su publicación en una u otra revista) y no intentar invertir el proceso. El problema viene cuando un sistema se convierte en totalitario y en excluyente. Una vez un científico me espetó que los papers eran esenciales y que Einstein los escribía. Ya y tú eres como Einstein, ¿a que sí? Hasta los propios científicos experimentales tienen que aceptar multitud de veces que sus proyectos y los papers que generan no valen en muchas ocasiones para otra cosa que para perpetuar los sistemas de evaluación e intentar medrar en ellos, y que no tienen la más mínima relevancia social, de transferencia de conocimiento al tejido productivo o de avance del conocimiento. Incluso, que los criterios de aceptación de estos papers son muy arbitrarios y pueden incurrir en errores de mucho bulto porque nadie se toma el tiempo de comprobar los datos y sus interpretaciones. Que en las áreas de ciencias humanas y sociales las agencias de evaluación y acreditación estén valorando más o un articulillo de 7000 palabras, que lleva a cabo un estudio de caso intranscendente, que un tratado o un ensayo de amplio alcance es un auténtico dislate del talibanismo cuantitativista que pretende clonar las pautas de difusión de la ciencia experimental. Es una forma de cercenar cualquier relación entre el hecho y la totalidad que es la verdadera fuente de conocimiento, como dejó dicho Adorno.
Por cierto, esta columna se supone que iba sobre Trump: se me ha ido el demonio al infierno. Digo bien, porque si junto Trump, santo y cielo en la misma frase, me espero llamadas del Pentágono, la CIA, la Comisión Europea, el Elíseo, la Bundeskanzleramt, y hasta del gobierno ucraniano (ojo, que en el Ayuntamiento de Kiev está Vitali Klitchsko; poca broma) acusándome de populista, demagogo y blasfemo. Decía que Trump había conseguido algo inédito: colocar a los USA en la platina del microscopio neo-colonial. Y, para ver la relevancia de este hecho, era importante dar unas pinceladas, al menos, sobre el funcionamiento de esta óptica del dominio. Como profesor de comunicación recibo con frecuencia convocatorias (call for papers, en perfecto jotacerriano) de congresos y revistas internacionales pidiendo textos y colaboraciones (que serán revisados por pares ciegos y tal y tal…). Si estos vienen de los países del primer mundo, y sobre todo del mundo anglo-sajón, suelen preocuparse tanto de las novedades tecnológicas como de sus consecuencias económicas, culturales (socio-comunicativas) y estéticas. Pero también es una línea constante la preocupación por el flujo de estas dinámicas sobre los países emergentes (árabes, asiáticos, latinoamericanos, etc.) bajo la perspectiva teleológica de la modernización.
Si los cfp llegan de universidades ubicadas en estos mismos países emergentes, la temática suele ser parecida (los social media en China, las nuevas tendencias del cine coreano, el uso de Twitter en las Primaveras Árabes, etc). Por supuesto, la lengua de publicación es el inglés, con lo cual vemos la clara intención de apropiarse de esa mirada entomológica anglo-céntrica sobre ellos mismos, con el fin de colocarse en la posición de sujeto (aquí, sinónimo de tomar conciencia) de esos mismos procesos y de no ser puramente objeto de ellos, puros actantes inconscientes y pasivos.
Pues bien, Trump ha conseguido que estén llegándome convocatorias para estudiar el exótico panorama ¡de los Estados Unidos! desde fuera de los Estados Unidos. Vamos, que hemos pasado de los estudios post-coloniales a los estudios retro-coloniales transimperialistas: ahora los USA (y, a ratos, también UK con el Brexit) se han colocado en la mira del dispositivo, como el México zapatista, la España de Podemos, el Singapur de la especulación, o la China del neocapitalismo dengxiaopiniano.
Ahora bien, el fascismo es claridad, transparencia, auto-evidencia. Nadie intenta entender a Trump porque a Trump ya se le entiende. La presencia de un líder carismático en el entorno neoliberal implica, para los aceptan identificarse con ese carisma, que no hay exigencia de coherencia discursiva. La conciencia ilustrada no está intentando, pues, entender a Trump, sino entender a su electorado. Es una mirada de repugnancia hacia lo exótico que tiene mucho de etnográfico y colonial. Es el colonialismo ilustrado –eurocéntrico- que trata todo lo que no se aviene a su ideario racionalista como una aberración. Así, votar a Trump (y, lo más terrible) o a Chávez viene a ser tratado del mismo modo que lo sería un rito caníbal. Evidentemente, para la máquina trituradora de respetos y diferencias que es el iluminismo racional-cientifista neoliberal, todo lo que se oponga a las normas de la élite es tratado como variantes del sacrificio humano a los dioses y de cualquier otra práctica ritual aberrante. No hay diferencia para estas élites entre vulgo, masa, tribu y pueblo.
Se trata la eterna querella del imperio de la auto-evidencia consciente y de la transparencia de las prácticas y los discursos que Trump comparte, dicho sea de paso, con las de los activistas anti-globalización desde los años 90, bajo la égida de la epistemología informativa, la épica hacker y la teoría de la conspiración. Muchos activistas no suelen tener tiempo para pensar y suelen acabar implementando un totalitarismo moralista profundamente amargo bajo el imperialismo de la conciencia y el soslayo de la sensibilidad. Hay que sentir lo que mi método de la conciencia universal prescriba. Y si el establishment está atacando a Trump –y es obvio que lo está haciendo- mi obligación moral es defenderlo porque el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Anda que no son infinitamente más complejas las cosas y anda que el sistema no tiene mil recetas para inventarse enemigos, cada vez con un sesgo distinto, para hacer naufragar a los activistas extremos cada vez que sea necesario, dado que su dogmatismo les impide ver diferencia alguna, percibir sutilidad alguna.
Señores, la sensibilidad a veces manda y no puede haber un solo progresista que no sienta repugnancia por Trump, por su machismo, por su aspecto baboso, por su soberbia wasp y racista. Extremismo, fundamentalismo y radicalismo son cosas absolutamente distintas, que las élites están empeñadas en confundir. Yo gusto de definirme como todo la radical que puedo, pero me repugna cualquier fundamentalismo, cualquier impostura que pretenda confundir la pulsión de muerte con la plenitud del sentido. Un radical se pregunta qué hay en la raíz, en qué se sustenta el pensamiento, y llega sistemáticamente a una conclusión: en nada. Ahora bien, eso no lo convierte en un nihilista simple, ni en un cínico, ni en un relativista estúpido, porque esa nada no es un vacío apacible y uniforme: es un imposible ontológico. Y sobre todo, no predecible. No hay ciencia de lo radical. Pensar es darse una y otra vez de bruces con la nada, no dejar que una doctrina la oculte. Ese ocultamiento de la nada, de la contingencia, bajo el peso ontológico de lo doctrinal es el origen de todo totalitarismo. Y luchar contra ello, el germen de toda emancipación. Ningún radical puede ser un fundamentalista, porque su tarea consiste en socavar todo fundamento cuando éste se convierte en final, esto es, en dogma. La radicalidad no tiene que ver con la claridad, sino con no intentar soslayar las sombras.
Completamente cierto que Obama y Clinton son culpables de actos genocidas en Siria o en Libia o en tantos sitios. Y son en buena medida culpables por financiación o connivencia con muchos de los crímenes del Isis en Siria, en Turquía, en Irak. Pero aceptemos que si Trump está siendo objeto de críticas y de protestas no es –o no solamente- porque el establishment se la tenga jurada, sino por su petulancia racial, étnica, plutocrática, por su repugnante vulgaridad machista y retrógrada. Obama y Clinton no hubieran sufrido nunca ese linchamiento mediático. Cierto. Entre otras cosas, porque la sensibilidad pública ya no admite que se haga eso con una mujer o con un afro-americano, allá donde el wasp no concita ninguna piedad. En algunas cosas, hemos progresado mucho y el cambio de mentalidad es evidente.
Sé que este artículo me ha quedado muy rarito. No se sabe muy bien cuál es su tema, me temo. Pero es que romper la agenda, romper la censura neo-liberal, es un proceso íntimamente ligado a romper la tópica, el “tema”, como aherrojamiento discursivo. Si te vas a poner a rebufo de un trending topic, lo menos es aspirar a que éste no te sepulte en su tsunami de opinión teledirigida. Y reflexionar sobre los criterios de veracidad y credibilidad hegemónicos en este momento me parecía mucho más perentorio que ir directamente a verter una opinión más sobre el zafio Donald ¿Qué estoy haciendo yo respecto al ítem mediático denotado Trump? Algo que me parece mucho más subversivo. Estoy haciendo colección de los memes que se le dedican. Como ya hice hace unos meses con las patochadas de los barones del Psoe contra Pedro Sánchez. Al menos, me río y al menos no fomento la solemnidad, que es la cualidad más pro-sistema de todas.
Acabo, pues, con una de las citas que más cito:
“Literalidad y precisión no son lo mismo; antes bien hay que decir que van separadas. Sin ruptura, sin impropiedad, no hay conocimiento que aspire a ser algo más que una repetición ordenadora. Que dicho conocimiento no renuncie a pesar de ello a la idea de la verdad, como por el contrario está mucho más cerca de ocurrir en los más consecuentes representantes del positivismo, no deja de constituir una contradicción esencial: el conocimiento es, y no per accidens, exageración. Porque de igual modo a como ningún particular es «verdadero », sino que en virtud de su estar-mediado es siempre su propio otro, tampoco el todo es verdadero. El hecho de que permanezca irreconciliado con lo particular no es sino la expresión de su propia negatividad. La verdad es la articulación de esta relación”. (p. 46)
Bueno, no. Mejor acabar con esto:
He firmado la petición: “Pide a Donald Trump que le encargue el muro a Calatrava”.
— José Antonio (@vergeles69) 27 de enero de 2017
¿Verdad?
*Trumpografía: dícese de todo aquello que se escriba sobre Tump.