No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.
(…)
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.
Fragmento de “Ciudad sin sueño” (Federico García Lorca)
Una de las rutas del Museo del Silencio que más llama la atención es la que se realiza en la noche esperando el alba, cuando aún no han despertado los ecos de la mañana, cuando la luz intenta abrirse paso despejando los sonidos apagados de la oscuridad. Las flores y las voces, como las puertas, no están abiertas y el silencio permanece en la eternidad de un cementerio que se vislumbra de blanco y negro. Una tenue luz se adivina. Es el farol de bombilla que alumbra la entrada. Pasamos hacia ese universo de historia y vidas.
Ésta serviría como introducción para la visita nocturna, la que se realiza cuando aún reina la noche en la antigua necrópolis. La ruta se lleva a cabo por la parte de las primeras secciones, las que corresponden a los siglos XIX y principios del XX. Sus nichos, sus tumbas y los esbeltos panteones van apareciendo a los ojos del visitante. A unos metros se adivinan, luego se contemplan. La luz de las linternas acompañan el recorrido, un paseo en la aún noche que va descubriendo, metro a metro, todo el arte, la historia y las biografías, una sucesión de ilustres valencianos que perduran en la memoria. Escultores, arquitectos, maestros de obras o personajes destacados en diversos campos de la sociedad.
Los 80 primeros nichos taparon en su día los viejos muros de la entrada. Allí podemos ver desde epitafios curiosos a aquella persona “asesinada alevosamente una noche”, como consta en su erosionada lápida de piedra gris. O a los arquitectos Cristóbal Sales y Manuel Blasco, autores del proyecto de construcción del cementerio. También una inscripción muestra uno de los últimos inquisidores de la ciudad: Rodríguez Laso ¡Qué descanse en paz con su conciencia!
En el pasillo central y su entorno hay celebridades. En su época se les destinó ese lugar principal como homenaje y reconocimiento. El marqués de Cruïlles, Félix Pizcueta, el músico Salvador Giner, el pintor Genaro Lahuerta… entre otros, hasta llegar a la tumba de la Policía Local, donde permanecen los restos de aquellos agentes que murieron en acto de servicio y de los que siempre se guarda el recuerdo y la admiración.
Al final de este pasillo central, junto a la capilla, se halla la bellísima escultura del panteón de la familia Burriel. Es obra del artista Pellicer. Un ángel que, con su dedo en los labios, nos suplica respeto y silencio. Es el ícono del Museo del Silencio. A uno y otro lado de la capilla, adosados, permanecen los panteones de ilustres ciudadanos, el marqués de Campo y la familia Caro, que tanto tuvieron que ver con la historia de la ciudad.
Dejamos el pasillo para adentrarnos en un espacio cercado por tumbas y panteones. Aquí las sombras permanecen más tiempo. Las esculturas se suceden, rodean y aprisionan la ruta, impiden ver el panteón más cercano. Sigue la oscuridad pero ya se adivinan las primeras luces cuando se llega a la tumba del gran pintor Joaquín Sorolla. Las gárgolas del panteón vecino, neogótico, nos vigilan. Del gris oscuro pasamos a los reflejos que surgen de los mármoles de Carrara y el granito. Unos querubines leen libros de piedra antes de llegar a una de las más bellas esculturas del cementerio: el panteón de la familia Moroder. Es un ángel que nos abre la puerta invitándonos a pasar. Así la concibió el gran escultor Mariano Benlliure, un espacio abierto, libre, rodeado de flores de adormidera en bronce, las que recuerdan que el alma no está muerta, tan sólo duerme.
Llega el cementerio con sus misterios. La tumba-panteón de la familia Risueño Ortiz representa en bella y simbólica escultura el día del Juicio Final. Este conjunto no deja indiferente al visitante, los fallecidos saliendo de la tumba, sean niños o figuras cadavéricas, provocan cierto sobresalto al visitante. Pero el misterio no es ese. Se señala un farol de luz eléctrica. El único que hay en todo el cementerio en un panteón particular. ¿Porqué se puso si por la noche nadie puede visitar el cementerio? ¿O sí? Misterio, es como una especie de fuego fatuo que alumbra el mármol tallado, una instalación difícil de explicar.
Pasamos a la sección 3ª derecha para enseñar la parte superior de la galería, aquella que contiene el más grande osario de todo el cementerio. No se puede visitar pero los comentarios son continuos. Allí permanecen en bolsas los restos óseos de las exhumaciones no reclamadas. Faltarán unos años para que sean enterrados, definitivamente, en una fosa común que haga perder su recuerdo para siempre.
Nos dirigimos de nuevo a la entrada. Los cipreses nos guían, señalan el cielo con la luz de la mañana que se abre a nuestro paso. Es entonces cuando leemos los rostros, las piedras, los epitafios y los árboles. Ha acabado el recorrido en blanco y negro, la ruta acompañada por la sombras. Camino de historia, vidas y arte, todo visto con otros ojos, con otra luz. Se acaba el sueño y la noche. Se rompe el alba. El sol aparece.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.