Profesor de Literatura.
Hace muchos años que dejé de ir a la Procesión Cívica del 9 d’octubre. Cuando era niño, iba con mi madre. Después, a medida que me iba haciendo mayor y consciente del significado concreto de gestos y signos, me iba resultando incómoda e inhabitable. Recuerdo exactamente la penúltima a la que asistí. Fui, entre otros, con un joven Pere Fuset, en la época en que estaba en Joventut Valencianista. Porque Pere, por mucho que le busquen y le rastreen, siempre fue un adelantado de la tercera vía, un convencido de que había que tender puentes, y la bandera que siempre le emocionó llevaba una franja azul; y, por cierto, en el lado correcto. Lo digo por unas fotos que han circulado estos días en que presuntos defensores de las señas de identidad valenciana posan con una senyera valenciana puesta al revés. Como cuando gritan “caloret” y “dejeim” las huestes del Partido Popular son incapaces de disimular el desprecio profundo que sienten hacia las “señas de identidad” y hacia la lengua del pueblo, útiles tan solo para agitar los populismos que les auparon al poder y con los que alzaron cortinas de humo tras las que ocultar sus trapicheos.
De aquella Procesión Cívica recuerdo que nunca me han insultado tanto, con rima o sin ella. Creo que ha sido la única vez en mi vida que un cordón policial me protegía. Por algún motivo conservo nítida la imagen de una abuelita entrañable -debía de serlo en otras circunstancias- que masticaba pipas con cáscara y todo y nos las escupía. Una vez me escupió directamente a mí. Creo que nunca nadie me ha mirado con tanto odio como aquella pobre mujer enajenada por los discursos de la división entre valencianos. Desde entonces, desengañado, dando cosas por imposibles -otro día me extenderé por ahí- pasé militantemente el 9 d’octubre fuera de Valencia, de puente, de excursión, pero fuera.
La penúltima vez fue hace dos años. De repente me di cuenta de que mis hijos nunca habían visto la Procesión Cívica, así que los llevé. Y renové el horror con toda la intensidad. Me sorprendió que las cosas habían cambiado a peor en los años que me la había perdido, y parecía difícil. Ahora no sólo el GAV paseaba a sus anchas su odio y su ignorancia sino que un partido de ultraderecha desfilaba vestido de negro, en formación cuasimilitar, con banderas españolas y simbología fascista. Me dieron miedo. Más miedo me dio la indiferencia con que eran acogidos por el público, escaso por cierto. Mi hija pequeña me apretó la mano cuando pasaban. “¿Cuándo nos vamos, papá?”, acertó a preguntarme. Era obvia para ella la agresividad, la violencia de aquellos gestos de malos de película ultraviolenta de serie B. Y, en efecto, nos fuimos. El año pasado calculé mal el horario y crucé en mal momento la calle de la Paz. Pude escuchar a aquellos fascistas gritar “Sieg Heil!” mientras levantaban el brazo. Alguien del público se había atrevido a cuestionar su presencia. Me impresionó también la indiferencia de la policía. Imposible no recordar la saña con que ese mismo cuerpo de antidisturbios apaleaba estudiantes a las puertas del Luís Vives.
Este año, sin embargo, volveré. Aunque llueva, volveré. Y pienso hacer todo el recorrido. Aunque viejecitas estupidizadas -y desinformadas- me escupan cáscaras de pipas. Y lo haré porque es un deber civil de los valencianos recuperar la Procesión Cívica como un lugar de encuentro, como un momento de celebración colectiva y de reivindicación. Porque la senyera coronada es uno de los símbolos históricos de nuestro pueblo y no se merece haber sido secuestrada por quienes ni la comprenden, ni la valoran, ni la respetan. Porque el 9 d’octubre es el día de todos los valencianos. No es el día para que campen en la ciudad los odios, las herencias emulsionadas del franquismo, y los niños aprieten aterrorizados la mano de sus padres y les pidan marchar.
Este 9 d’octubre, el primero del nuevo ayuntamiento, democráticamente elegido, debe reinar la alegría en la calle. Es muy importante que así sea. Y para eso, debemos ser más los alegres que los que odian, más los orgullosos de nuestra lengua y de ser lo que somos que los que, bajo pretexto de defenderla, ponen la lengua bajo sospecha y la estigmatizan. Solo así pasaremos página y comenzará de verdad un nuevo tiempo para los valencianos.
“Diguem no”, cantaba Raimon, por fin reconocido por la Generalitat Valenciana con su Alta Distinción. Parafraseando hoy también a Mario Benedetti, digamos no para defender la alegría.
Nos vemos en la calle.