Jesús Peris Llorca
Profesor de Literatura
Hace un par de meses que quiero dedicarle esta columna al bar de mi barrio, y siempre hay otro tema que al final me hace cambiar de opinión. Eso mismo ha estado a punto de pasar en este mes de enero, y por poco me pongo a escribir sobre los atentados de París, el peligro de los integrismos religiosos, y cómo a veces Francia se acuerda de que inventó la democracia moderna y que la estatua de la libertad la construyeron ellos. Pero se ha escrito mucho sobre ese tema ya en estos días. Y, al final, después de todo, lo que quiero contaros está relacionado en algún sentido.
…por poco me pongo a escribir sobre los atentados de París, el peligro de los integrismos religiosos, y cómo a veces Francia se acuerda de que inventó la democracia moderna y que la estatua de la libertad la construyeron ellos…
No sé si os he dicho alguna vez que yo vivo en el centro de Valencia. Y desde hace algunos meses vuelvo a ser parroquiano de un bar. Y de eso quiero hablaros hoy: de mi bar, como se decía antes. No porque sea mío, que obviamente no lo es, sino porque es raro el día en el que no hago una paradita en él: para tomarme un café por la mañana, para almorzar el “almuerzo popular” (3,30 euros el medio bocadillo con bebida y café, cualquier día de la semana, incluido domingo), para tomarme un aperitivo los fines de semana, o hacer un afterwork y beberme una jarra de cerveza helada. Últimamente he cenado varias veces en él, e incluso he llevado a amigos y lo he recomendado. Es mi bar de referencia, una prolongación del salón de mi casa o de mi mesa de despacho. Uno de los placeres del semestre pasado largamente acariciado durante la semana era bajar a almorzar el viernes y seguir trabajando allí un rato después (es lo que tiene ser profesor de literatura, una parte del trabajo habitual es siempre leer, libros en el mejor de los casos, exámenes y trabajos en el peor) sentado en la terraza al solecito.
Es mi bar de referencia, una prolongación del salón de mi casa o de mi mesa de despacho.
Los camareros de este bar son encantadores. Comedidamente simpáticos, pero atentos y efectivos. La clientela está formada por turistas, por personas de paso y también por algunos habituales. Por ejemplo, siempre hay personas que vienen del cercano Centro de Día de la calle Portal de Valldigna. Hay un hombre, bastante anciano, vecino por cierto del barrio, que está casi todas las mañanas. Viene en silla de ruedas y con un grado de discapacidad bastante importante. Tiene un ingenioso sistema que le sujeta el cigarro justo a la altura de la boca para poder fumar. Los camareros ya le conocen y le ayudan a cambiar el cigarro cuando lo solicita. Alguna vez he mirado disimuladamente la operación y me ha conmovido la naturalidad resolutiva no exenta de cariño con que es realizada.
Los camareros ya me conocen. “¿Un bocadillo de tortilla de patatas?”, me preguntan a veces antes de que lo pida yo. En realidad, como hay que hacer en el bar habitual, siempre pido lo mismo con tres o cuatro variaciones: tortilla de patatas, chipirones, sepia a la plancha. Alguna vez, cuando voy a cenar, chivito o brascada: los grandes clásicos.
Los dueños son una pareja encantadora y están habitualmente en el bar, tras la barra o atendiendo a las mesas. Tienen dos niños pequeños. Alguna vez los he visto jugar con el dueño del quiosco de prensa justo enfrente: escenas de la vida de barrio recuperadas en el corazón mismo de la ciudad, dentro incluso de los límites de la primigenia ciudad romana.
El bar del que soy parroquiano está en la calle Navellos. Y se llama como se llamó siempre, desde que yo tengo memoria y puedo recordarlo: Generalife. Sin embargo, hace algunos años cambió de dueños. Ahora son chinos. Y desde entonces mejoró notablemente. Dejó de ser un bar decadente para turistas y volvió a ser un bar de barrio, con almuerzos populares a buen precio: un bar de barrio en ese no-barrio en que se ha convertido el Barri de la Seu o el Barri del Carme, tomados por franquicias, por bares impersonales con camareros de paso para clientes de paso, bares de diseño caros y simulacros de bares de toda la vida que se revelan como simulacros en el momento de pagar. Hay honrosas excepciones, claro está. Pero un bar de barrio con precios de bar de barrio y abierto siete días a la semana es el Generalife de la calle Navellos. Un bar para volver.
Bar de barrio, escenas de barrio junto a la Catedral: atisbos de la Valencia perdida que conoció mi abuela…
Bar de barrio, escenas de barrio junto a la Catedral: atisbos de la Valencia perdida que conoció mi abuela, vecina de la cercana calle de Mare Vella. Y, sin embargo, sus protagonistas llegaron de muy lejos para quedarse y cambiar la fisonomía de la ciudad. Gracias a ellos es más habitable, más diversa y más cosmopolita. Y, curiosamente, a la vez, es más ella misma. Rincones como el viejo Generalife nos redimen de tanto nuevorriquismo, de tanta picaresca… De tanta tontería, que hubiera dicho mi madre.
Pues eso. Os lo quería contar. Y este mes es un mes perfecto para hacerlo. Porque cuando estoy sentado al sol invernal con mi jarra de cerveza helada la inhumanidad de personajes como Jorge Fernández Díaz y sus devoluciones en caliente o la xenofobia cotidiana que a veces amenaza la convivencia, o la hipocresía de los que solo defienden la libertad de expresión para atizar el enfrentamiento entre pueblos mientras la persiguen fronteras adentro, todo eso junto, me parece tan miserable como estúpido.
Valencia es mucho más diversa ahora que cuando yo era un niño. Y es una inmensa suerte cargada de posibilidades que así sea.