Profesor de Literatura.
El día 28 de junio de 2012 un pequeño fragmento de piedra se desprendió del campanario de la iglesia del Carmen, de la Parroquia de la Santa Cruz, y fue a caer en el claustro del Museo aledaño, el antiguo convento del Carmen. Afortunadamente, nadie resultó herido. Aquello fue simplemente un aviso. El campanario emblema de nuestro barrio necesitaba sin duda una restauración adecuada: no sólo para evitar su ruina y potenciales peligros para los transeúntes, sino también para que volviera a lucir en todo su esplendor y a presidir las vidas del vecindario.
Los bomberos fueron avisados por la Dirección del Museo, se presentaron con diligencia y ante el posible riesgo de nuevos desprendimientos dispusieron una malla protectora que cubrió la torre. Desde entonces, oculta tras un velo, ya no preside nada, ni nuestras vidas ni nada. Y nosotros, los vecinos del barrio, ya no podemos ver su inconfundible fisonomía, emblema íntimo de nuestro vecindario. Reconozco que durante algún tiempo pensé que esa malla anunciaba el inminente inicio de las obras: nada más lejos de la realidad. Bien al contrario, el Ayuntamiento de Valencia, el día 9 de abril de 2014 se dirigió al párroco para pedirle que corriera con los gastos de la instalación de la malla. En concreto le reclamó la cantidad de 8492,55 €. Insisto: estamos en 2012 y 2014, son años de la muy devota Rita Barberá en el poder, la de “qué bonita está Valencia”, la que presidía con su vara de mando procesiones diversas y veía caer complacida sobre su cabeza innumerables pétalos de rosas. Esa. Precisamente esa.
Desde entonces, nada ha pasado. Aquella Valencia en la que algunos habían hecho negocio a costa, por ejemplo, de la visita del Papa, no encontró un dinerito por ahí para sanear, conservar y proteger nuestro patrimonio, para recuperar para el skyline de Valencia nuestro campanario. Ya sabemos que habían sido más urgentes los grandes altares efímeros, las pantallas de plasma enormes, las filas interminables de urinarios y los rugidos de la fórmula uno.
La malla del campanario del Carmen es, hoy, un símbolo de la desvergüenza y la hipocresía de aquellos años. Iban a poner a Valencia en el mapa sin demostrar el menor interés por evitar la degradación de nuestro patrimonio artístico. O, como en el caso de las Torres de Quart o del puente de la Trinidad, al parecer sólo interesaba su restauración en el caso de que se pudiera meter la mano y una parte del dinero se perdiera por el camino.
No tengo muy claro a quién corresponde la iniciativa de la restauración, si al gobierno valenciano, al estado español, tan lejano y arrogante, o a la Santa Madre Iglesia. Lo que sí tengo claro es que algo debe hacerse, acaso a partir de la colaboración entre unos y otros. Porque la importancia del campanario del Carmen va más allá de su carácter religioso: es patrimonio de todos los vecinos del barrio y de la ciudad, de todos los que amamos sus calles, es un signo central de nuestra identidad. Por ello, es responsabilidad de todas las instituciones su salvaguardia. Por ello las instituciones públicas deberían implicarse sin duda alguna en realizar un adecuado proyecto, en aportar fondos, y también en buscar las fuentes de financiación complementarias donde sea posible: en mecenas privados o en instituciones europeas. Pero también por ello, esta tarea, claro, incluye al Arzobispado, tan preocupado últimamente en clamar contra los homosexuales, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y los refugiados sirios, que además por cierto no paga el IBI por sus inmuebles y después en cada campaña de la declaración de la renta no duda en sacar a pasear la utilidad social de la iglesia y el valor cultural y artístico de su patrimonio.
Este julio las fiestas de la Virgen del Carmen volvieron a celebrarse bajo un campanario velado. También las actividades de la descentralizada y brillante Gran Fira de València que tuvieron la plaza por escenario. Que sea el último año que esto suceda. Esperemos que el año próximo la torre vuelva a presidir nuestro barrio, nos salude cuando salgamos de casa por la mañana y nos vea regresar dándonos la bienvenida de regreso a casa; que sea el testigo de nuestra vida cotidiana y de nuestras fiestas; que vuelva a ser el campanario de ese pueblo encajado en el centro de la ciudad que es nuestro querido Barrio del Carmen. O al menos que se hayan iniciado ya las obras de su restauración definitiva. Y creo que no vale que unos se escuden en los otros. Esa malla de la vergüenza debe desaparecer. Ese símbolo de la hipocresía debe quedar sumido en el pasado para no volver más.
Hasta entonces sentiremos tristemente actuales los versos que escribió Ricard Sanmartín para el Pensat i Fet de 1958, cuando se cernía sobre nuestro barrio el peligro de su completa desaparición, víctima de corruptos y especuladores que aprovechaban los estragos de la reciente riada para lanzar sobre él las piquetas:
“I perqué acabe eixe blasme,
seguint nostre viure franc,
Senyor, al barri del Carme
lliura dels corbs i del fang”.
A ver si es verdad.