Francisco Javier Gómez Tarín.
Profesor Titular de Comunicación Audiovisual Universitat Jaume I. Castellón.
Un año más hemos pasado a duras penas el rubicón de las insoportables festividades navideñas, las celebraciones de fin de año y el empacho de regalos inservibles a mayor gloria de los comercios y en perjuicio de nuestros estómagos y carteras. Con la llegada de 2017 se prodigan las buenas intenciones y las autopromesas a sabiendas de su incumplimiento posterior. Sin embargo, en la cuerda floja del mundo en que vivimos tal parece que ese camino siempre pensado/deseado de ir hacia mejor se ha quebrado, como demuestran los ascensos de las ideologías de extrema derecha en Europa, la victoria de Trump, el Brexit, e incluso el apalancamiento de Rajoy al frente del gobierno con el apoyo de PSOE y Ciudadanos. Pero nada de esto era imprevisible, mal que nos pese: una vez más, nos estábamos engañando.
A cuenta de engaños, la aconsejable visión de la última película de François Ozon, Frantz (2016), con independencia de sus múltiples bondades estilísticas y su formidable reivindicación de la paz y la igualdad entre los seres humanos (casi propia de una militancia antibelicista), pone sobre la mesa el uso de la mentira orientado a la esperanza y, a otro nivel, a un cierto grado de felicidad, reivindicando así la fragilidad de ese concepto tan etéreo que nombramos como verdad (ibid realidad). Si los personajes del film se sacrifican a sí mismos para que una gran mentira pueda rentabilizarse a favor de la existencia esperanzada de otros, construyen en segundo plano una metáfora nada despreciable sobre el mundo en que vivimos, en el que el imperio de la falacia nos arrastra a promover falsos dioses y a certificar en las urnas lo peor de nosotros mismos, atrapados como estamos en una visión de mundo totalmente irreal pero que sirve sin ambages los intereses de los poderosos, de las élites bien denominadas extractivas.
Y, ciertamente, la verdad es un concepto ambiguo. A estas alturas a nadie se le escapa que hay un mundo real y “lo real” está ahí, ante nosotros; sin embargo, no somos capaces de atrapar ese “real” si no es a través de procesos de mediación (de los sentidos, de la interpretación) que lo convierten en lo que llamamos “la realidad”, y esta es diversa para cada uno, por mediada, de ahí que se diga en ocasiones que cada cual tiene su verdad. Esto explica ampliamente la fuerza de la falacia y la fragilidad de la verdad, pues es en su gestión donde se juega el destino de las sociedades. Así, el posicionamiento de izquierdas o de derechas no solamente obedece a criterios de colocación en la histórica lucha de clases, que hoy en día se pretende pervertir para dejarla en “otra cosa” (no está de moda), sino que implica conceptos de fondo éticos a la par que ideológicos, cuestión esta que voy a intentar desarrollar humildemente, pues no soy filósofo ni pretendo estar en posesión de verdad alguna.
Pienso que es evidente que las derechas, lejos de creer, como pregonan, en las libertades, son instrumentos de la clase dominante –siempre oculta– para legislar en favor de los poderosos (incluso de sí mismos, en tanto lacayos o, en ocasiones, miembros) y promover un estatus social desigual que les permita disfrutar de sus prebendas cual designio divino; con el paso de los tiempos han ido cediendo parcelas de poder, desde el despótico y absoluto hasta el representado, pero la esencia es la misma: la posesión de la riqueza y su acumulación. Esta orientación permite que se unan sin grandes esfuerzos, toda vez que su ideología está compactada siempre por el dinero. Pero hay algo fundamental que está en el propio ADN de esas derechas: el uso de la mentira como medio para conseguir sus objetivos, lo que hace que la falacia sea muy rentable pues es a través de ella que se transmite a los dominados una visión de mundo coincidente con la de los dominantes (ahí los aparatos de Estado, pero, sobre todo, los de convencimiento íntimo: familia, religión, moral cristiana, etc…) La falacia nutre el saber de los dominados para que estos den por supuestos axiomas falsos que les impidan actuar contra sus explotadores y/o rechazar su supuesta ideología (un ejemplo evidente: el fantasma del comunismo o, en la actualidad, de eso que se denomina populismo y que, en realidad, es más aplicable a las derechas que a los radicales de izquierdas)
El panorama no es mejor para las izquierdas, siempre desunidas por matices, toda vez que su compactación no proviene del dinero sino de un supuesto bien social al que se aspira, desde las diferentes perspectivas ideológicas, en nombre del también ambiguo concepto de “pueblo”. Esa división es lógica, toda vez que no se hallan instaladas en la mentira, como las derechas, sino en la búsqueda de la verdad, y, como hemos comentado, no existe una verdad exclusiva sino que esta siempre es interpretable. La fragilidad de la verdad proviene precisamente de su multiplicidad y de la extrema importancia que se le da desde las diferentes ideologías, hasta tal punto que, intentando un bien, en muchas ocasiones se consiguen resultados contrarios.
Estos últimos días hemos asistido a espectáculos bochornosos, tanto en un lado como en el otro, que se explican precisamente por esta dimensión interpretativa entre verdad y mentira: la acumulación de falsedades sobre el accidente del Yak-42, ya sabidas pero perpetuadas en el tiempo, no sonrojan a los responsables máximos del PP porque, en esa instalación en la falacia, el lema no puede ser otro que mentir hasta que la mentira parezca convertirse en verdad; otro tanto ocurre con los casos de corrupción, que ahora se venden como hechos aislados y que se dan por amortizados en la supuesta nueva dirección del partido que nadie puede creer pero que, a juzgar por los votos, sí ha calado en muchos ciudadanos. No se escapa de esta línea Ciudadanos, que reacomoda sus imposiciones para pactar a los designios de su hermano mayor: su vocerío ético se pierde en la timidez real de su cambiante reivindicación, cuando no claudicación.
En el otro lado, tanto PSOE como Podemos han brindado a los medios la sempiterna noticia de sus divisiones internas, muy bien alimentadas por los intereses de fondo, que ponen sobre la mesa un elemento peculiar en ese camino supuesto de búsqueda de la verdad: la lucha por el poder. Nadie se rasga las vestiduras cuando los clanes de derechas luchan entre ellos, de forma soterrada, ya que el poder, para obtener sus rentabilidades, se les supone como objetivo; pero es diferente en las izquierdas, que, en principio, deberían velar por el bien común; sin embargo, en ellas la humanidad y el egoísmo trascienden a esa voluntad colectiva de velar por los demás, desaparece el sacrifico y emerge la personalización y la construcción de clanes. El daño, pues, deviene irreparable y la prueba de ello es que su desgaste permite que el gobierno del PP se refuerce; Mariano Rajoy, sin hacer nada, como siempre, sale reforzado una vez más y puede reír a sus anchas (con razón); su socarronería en las intervenciones en el Parlamento dan fe de la nueva situación y el desprecio no disimulado por sus adversarios, presos ante la amenaza de nuevas elecciones.
Todos estos hechos han propiciado un desajuste histórico y establecido la decepción en la ciudadanía. Caídas las máscaras y sumados como derechas los escaños de PP, PSOE y Ciudadanos, pues sus políticas difícilmente van a diferenciarse, salvo matices de orden cultural y/o moral, ya sabemos que la izquierda real no llegará al poder nunca y que su influencia se verá desgastada paulatinamente por la fuerza de la falacia y la construcción de nuevas verdades al servicio de los poderosos (los medios ya se vuelcan en ello manifiestamente). Desde luego, no es alentador, pero, ¿sería mejor una mentira piadosa que nos mantuviera en el limbo del “todo es posible”?
A la vista de todo esto, igual la llegada de Trump al poder mundial puede desencadenar un revulsivo acompañado de un tsunami político de consecuencias imprevisibles; pero, no nos confundamos, siempre serán los mismos los beneficiados, así que no queda otra que el derecho al pataleo, siempre y cuando una nueva ley mordaza no nos lo impida, como es de temer, con el sacrosanto apoyo del PSOE (siempre en contra de la derecha, pero votando a favor).