Carles-Andreu Fernández Piñero.
Economista.
Muchos alcaldes españoles han recibido en su buzón cartas que no son precisamente de amor, lo que consuela por una parte porque el remitente es bastante feo, pero por otro tocan las narices porque el susodicho es Montoro, ministro de Hacienda en funciones por la gracia de Rajoy. En ellas se insta a que los consistorios cierren las empresas públicas que han perdido dinero dos años seguidos, lo que no ha hecho gracia a alcaldes como el de Valencia, Joan Ribó, que ha visto cómo le pedían el cierre de la EMT, o sea, dejar Valencia sin autobuses urbanos.
La petición de Hacienda, como no tenía ni pies ni cabeza, se echó atrás. Y es que las empresas se crean, en principio, para ganar dinero, porque para complicarse uno la vida invirtiendo un pastón y contratando gente para perder, se queda en casa viendo películas del Gordo y el Flaco, que es más rentable y además te ríes un poco. Pero las empresas públicas son un mundo aparte.
En efecto, cuando una entidad pública (ayuntamiento, diputación, comunidad autónoma, estado, etcétera, etcétera) crea una empresa, puede tener fundamentalmente uno de estos motivos: primero, como negociete gestionando un recurso turístico o una librería donde venda sus publicaciones, por ejemplo, donde efectivamente se quiera un beneficio económico; o segundo, como una manera de organizar sus servicios y de paso escapar escapen un poco (no del todo) del Derecho Administrativo, ese tan “burocrático” que se aplica a las administraciones públicas. Este último caso es lo más habitual, y como se puede suponer, el objetivo del mismo no es conseguir beneficios, aunque claro, tampoco es derrochar porque en el supuesto de que tengan pérdidas, quien deben compensarlas somos los españolitos con nuestros impuestos. Muchas empresas públicas se crean, entonces, por lo que técnicamente se llama “potencial de servicio”, es decir, su servicio a la sociedad, algo que en muchas ocasiones resulta deficitario porque si fuera rentable, alguna empresa privada ya habría metido las narices para cubrirlo sin poner pegas ni necesitar subvenciones.
Pues este principio que es tan básico para los organismos oficiales se lo saltó a la torera el Ministerio de Hacienda, pidiendo cierres de empresas públicas con pérdidas pero que dan servicios básicos. Si cierran la Empresa Municipal de Transportes de Valencia, ¿quién lleva a los valencianos al trabajo, a los centros comerciales, a tostarnos en la playa de las Arenas…? ¿Funcionarios de Hacienda en coches oficiales? Los criterios económicos van bien para muchas cosas, pero si nos quejamos de que las empresas privadas generalmente se ciñen a ellos si tener en cuenta criterios sociales (el bienestar de sus trabajadores, medio ambiente, etc.), más grave es si Hacienda hace lo mismo. La economía es una ciencia social, y como tal no debe olvidar que detrás de ella hay personas. La EMT pierde dinero, efectivamente, pero si subiera los billetes para que no lo hiciera, se dispararían las ventas de zapatillas de deporte y de bebidas isotónicas porque mucha menos gente iría en autobús. Sería más lógico que esta empresa recibiera una subvención del Estado al transporte público como ocurre en Madrid y Barcelona, pero no hay manera: ni Rita Barberá lo consiguió, ni lo consigue Ribó de momento. Así que a seguir con las cuentas en la cuerda floja, pero sin dejar aparcados los autobuses.