José Antonio Palao.
Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló.
Creo que, si alguien podía tener aún alguna duda de que el Régimen del 78 está periclitado, la absolución fáctica de Urdangarín, permitiéndole no sólo no entrar en prisión, sino vivir fuera de España, debería bastarle como prueba definitiva. No queda ni pacto, ni decencia, ni vergüenza torera ni decoro que maquille el purulento aspecto de lo viejo que no acaba de morir. Hoy, que hay mucha gente mesándose los cabellos por la decisión judicial sobre la elusión de la prisión por parte del ex-duque, creo que es un buen momento para que reflexionemos sobre la auténtica significación de este hecho en su contexto histórico. Veamos.
El régimen constitucional postfranquista fue cuidadosamente diseñado por las élites en un proceso que lideró fundamentalmente Felipe González. El proceso tiene muchas caras y aristas, pero una de las esenciales es la territorial, que -más allá de sus aspectos burocráticos, administrativos y jurídicos- tuvo una enorme importancia en el plano simbólico. Era perentorio recrear una patria constitucional que domara a los díscolos pueblos periféricos. Por eso, las dos primeras legislaturas y media de paseo triunfal del felipismo giraron en torno a la construcción de un gran imaginario nacional que había que erigir, necesariamente, sobre las ruinas del imperialismo de los Austrias para que sustituyera a su rapaz (por el águila, digo) caricatura franquista. Así que se constituyó un horizonte temporal pleno de hechizo histórico: el 92, emblema de una España constituida en una unidad del evento en lo universal. Y se trazó un eje vertebral entre Barcelona (Olimpiadas), Madrid (Capital Europea de la Cultura) y Sevilla (Expo), que ejercían más de sí mismas, en su neo-españolidad, que de capitales de sus territorios, pero que se confiaba arrastraran a andaluces, catalanes y madrileños a constituir de grado un proyecto nacional conjunto que, de paso que incluía a éstos, dejaba algo perjudicados a todos los demás: gallegos, vascos, valencianos, asturianos, navarros, aragoneses, murcianos (ay, Murcia, me dueles), baleares, riojanos, extremeños y canarios, melillenses y ceutíes y que Dios me perdone si me he olvidado de alguno. Oye, que ya está bien, que una cosa es construir España y que café hubo para todos en el 78 pero catorce años después ya, cócteles y tal, eran menos los que se podían repartir. Bueno, todo hay que decirlo, incluía a madrileños, andaluces y catalanes y también a los castellanos. Porque los castellanos, cosa muy curiosa, tienden a sentirse incluidos siempre en los planes imperiales de las cortes de Madrid aunque ésta pase de ellos olímpicamente. Esta vez pasaron de ellos, además, expo-universalmente y capitalino-culturalmente. Ellos, haciendo gala de esa ancestral sabiduría que Larra glosó como nadie, siempre piensan “mientras nos expolian, nos despoblamos y nos consumimos, nosotros a pitarle a Piqué cuando juega con la Selección, a ver si se entera ya de lo glorioso que es ser español, hombre. Aunque no quieras”.
Bueno, pues a este esquema simbólico se sumó, como no podía ser de otra manera, la Corona que redobló el croquis diagonal sobre la piel de toro imprimiéndole su propia marca. Y lo con una solvente política de matrimonios como hacen inveteradamente los buenos monarcas cuando se ponen a jugar a los tronos. Aprende Tywin Lannister allá donde estés, que eres un aficionao. Mucho mejor que te pillen cazando elefantes que que te pillen cagando, hombre. En el primer caso, el arma la llevas tú y eso es una auténtica ventaja. Así pues, la familia real y su jefe a la cabeza decidieron casar a cada uno de sus vástagos en cada una de las tres ciudades antedichas para que la fiesta no decayera. Y de paso que hacemos eventos, hacemos metáforas, y prolongamos el espectáculo de la unidad hispánica unos añitos más. A la mayor, pues hombre, mucho no había dónde elegir así que le buscaron como marido a un noble de vieja cuna, con pálido y afilado semblante, que despertaba el vislumbre de cierta depravación distinguida y ese leve reflejo de alguna tara de alta alcurnia efecto de una consanguineidad muy aristocrática. Y le adjudicaron Sevilla, porque a la imagen majista que se le pretendía dar le venía muy bien, con la Duquesa de Alba por allí y todo.
Al heredero, le tocaba la chulapa capital del reino borbónico, como no podía ser de otra manera, y no entraremos en más comentarios. Aznar, cuyo principal rasgo de carácter ha sido siempre la envidia, se le ocurrió que no podía ser menos y decidió casar a su hija con el mismo boato en El mismo Escorial, para reivindicarse, escoltado por el trío de las Azones, como auténtico albacea del esplendor de los Austrias, y llenando el convite de auténticos proto-presidiarios como patio de Monipodio. No hay mal que por bien no venga: con ello ha salvado a tantos y tantos servicios de documentación televisivos cuando tienen que sacar imágenes de archivo de los reos de la Gürtel. Nada, que una Corte española siempre acaba siendo la de los milagros. Y aquella boda acabó por ser una magnífica representación esperpéntica que como una pesadilla vuelve y vuelve a nuestras pantallas televisivas. Si de aquí unos decenios algún investigador decide revisitar los telediarios de principios del Siglo XXI sus más enigmáticos interrogantes serán: ¿cómo acabó la corrupción siendo una sección fija en la escaleta, como los deportes y el tiempo? y, ya puestos, ¿cómo es que le dedicaban tanto tiempo al Real Madrid? (Lo de la contabilidad de la violencia machista, entenderán, merece un artículo aparte y en un tono completamente distinto del de éste).
Pues bien, la hija pequeña se convirtió en una pieza esencial de los planes regios para asentar la restauración borbónica sobre la precaria roca del Estado Autonómico. Bien pronto decidieron enviarla a vivir a Barcelona. Si hubiera sido un Felipe del II al IV la hubieran enviado de virreina, pero D. Juan Carlos I, en cuyos reinos sí se ponía el sol (incluso salía algunas veces, cosa que está más cercana al portento que que se pusiera) pues la tuvo que enviar de becaria de la Caixa. Menos da una piedra, tú. Pero es que, además, ella va y se busca un novio que lo tiene todo. Deportista de élite de un deporte minoritario pero lo suficientemente conocido para que tuviera repercusión mediática. A la familia real le encantan los deportes minoritarios, como la vela y la hípica o el esquí (al primo que se murió, si recuerdan). A mí de hecho me sonaba que Marichalar tenía algo que ver con estos últimos porque le fascinaban el mundo del caballo y/o el de la nieve, pero la Wikipedia no dice nada y si tuviera que hacer indagaciones biográficas a estas horas, pues las haría sobre Julio César, Alejandro de Macedonia o el Cardenal Richelieu, así que asumo que será un lapsus de memoria.
Pero a lo que íbamos: oigan, el deportista en cuestión era nada menos jugador del Barça y olímpico, con lo cual el otro extremo de la cadena nacional quedaba también atado en el plano de lo simbólico marital. Y, colmo de los colmos de la fortuna, además ¡era vasco con padre militante del PNV! Un partidazo desde el punto de vista de la vertiente mediático-simbólica del rol que la corona jugaba en la democracia española. Boda en Barcelona con un vasco. Todos, al fin, unidos en el patriotismo constitucional. A los vascos, también se les abría una puerta que la izquierda abertzale parecía enconada en querer cerrar.
Claro, luego pasó lo que pasó. El yerno estaba acostumbrado, por un lado, a la tierra (herria) donde nació que los vascos ven, a fuer de estar rodeados siempre de montañas, por encima de sus cabezas. Y, por otro, al País de Lluís Llach, que es tan pequeño que cuando el sol se va a dormir no está seguro de haberlo visto. Por ello, debió quedar impactado al acreditar que en los reinos de su familia política, aunque como hemos oportunamente observado anteriormente –lo fundamental para que un texto ostente coherencia es que todo lo que se diga en él parezca repetido más que dicho- sí se pone el sol, estamos seguros de que éste sí que lo ha visto antes de ponerse. Vamos, que Castilla le pareció anchísima y pallá que se fue al que consideró cortijo del suegro, dirigiéndose a todo aquel que controlaba algo de presupuesto público con una coletilla variante de la típica española: ¡Oiga, usted sí sabe con quién está hablando! Le dijeron que la frase normal era con no y no con sí, pero el chico era periférico y, oye, peras al olmo tampoco.
O sea, que Urdangarín en el banquillo es mucho más que un cuñado en el banquillo. Era emblema de la integración de todas las Españas, vehículo de una metáfora buro-patriótica que debía haber sido una ineludible tela de araña simbólica que atrapara a todos los habitantes de La Piel de Toro bajo el manto protector, arbitral y ecuánime de la Monarquía. Que haya sido condenado y perdonado a la vez, es una metáfora también. El “hijo en la ley” y “hermano en la ley” (acéptenseme los dos anglicismos semánticos), haciendo burla de la ley. Es la evidencia visual que demuestra que, más allá de todas las urdimbres anteriores, la España actual sólo tiene un dueño: el Partido Popular, que nombra y desnombra a los fiscales según sus “méritos”. Ya no está reservado papel tutelar alguno para una Corona que creo, honestamente, que queda todavía más dañada con la libertad sin fianza del yerno que con la absolución de la hermana.
España es el PP sostenido por C’s y Psoe. No hay más. Un tropo consumado de la corrupción más allá de toda legalidad posible. La Monarquía ha perdido su semblante paterno, y su función nuclear y estructurante -por encima de la querella política- ha quedado reputada como una simple impostura. Y es terrible porque el hijo más salvaje del Pater Familias institucional se ha hecho con el poder todo, con la representación toda. ¿Hasta cuándo abusará de nuestra paciencia el Partido Popular? Pues hasta que queramos, evidentemente. Pero es tan difícil querer lo que se desea, que el pronóstico es muy poco halagüeño. Más, fíjense, en un país que entró en la época contemporánea con una tan extemporánea consigna como ¡Vivan las caenas!