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Un niño nacido en una ciudad herida
Valencia, año 1350. El silencio en las calles todavía pesaba tras la terrible Peste Negra. La muerte había pasado por sus puertas, dejando familias deshechas y un futuro incierto. En ese ambiente nació Vicente Ferrer, en el seno de una familia acomodada, sin saber que el mundo conocería su nombre mucho más allá de las murallas de su ciudad.
Desde pequeño, Vicente destacó por su inteligencia. Pero no era un niño destinado a ser un noble de palacio o un comerciante próspero. Su camino estaba marcado por la fe, el estudio y, sobre todo, por la palabra.
El joven dominico que deslumbró a sus maestros
A los 17 años ingresó en el Convento de los Predicadores de Valencia. De ahí, su formación lo llevó a los principales centros de conocimiento: Barcelona, Lérida, Toulouse. No era un simple estudiante: era brillante. Escribió tratados filosóficos enfrentando las corrientes más polémicas de su tiempo, siempre fiel a la tradición de Santo Tomás de Aquino.
Pero había algo que superaba incluso su capacidad intelectual: su don de la palabra. Vicente Ferrer no solo enseñaba, conmovía.



En el corazón del Cisma de Occidente
El mundo cristiano vivía una de sus épocas más turbulentas. Desde 1378, la Iglesia estaba rota. Había dos papas enfrentados: uno en Roma, otro en Aviñón. Y en medio de esa guerra de obediencias y legitimidades, Vicente fue llamado a defender a Benedicto XIII, el Papa de Aviñón, conocido como el Papa Luna.
No solo predicó a su favor, sino que vivió en su corte, como confesor y consejero. Pero pronto, el destino de Vicente Ferrer tomaría un rumbo inesperado.
La visión que cambió su vida
Durante una grave enfermedad, Vicente vivió una experiencia mística. Aseguró que Cristo, junto a Santo Domingo y San Francisco, se le apareció para encargarle una misión: recorrer el mundo predicando el Evangelio.
Y así lo hizo.
Dejó la comodidad de la corte pontificia y se lanzó a los caminos de Europa. No era un predicador cualquiera. Era un fenómeno. Ciudades enteras salían a escucharle. Gente de todas las clases sociales lloraba y se convertía tras sus sermones.
Su fama cruzó fronteras. Francia, Italia, Castilla, Aragón… El valenciano se convirtió en un símbolo de unidad, paz y renovación.
El árbitro de un reino
En 1412, Vicente Ferrer fue una figura clave en uno de los episodios más importantes de la historia de la Corona de Aragón: el Compromiso de Caspe.
Tras la muerte sin herederos del rey Martín I, había que decidir quién gobernaría. Y allí estaba Vicente, como representante del Reino de Valencia. Fue él quien, con autoridad y solemnidad, proclamó a Fernando de Antequera como nuevo rey.
Su palabra no solo evangelizaba: decidía el destino de los reinos.
El final de un largo camino
Sus últimos años los pasó en tierras francesas, siempre predicando, siempre en movimiento. Falleció el 5 de abril de 1419 en Vannes (Bretaña), dejando tras de sí un legado inmenso.
Fue canonizado en 1455 por otro valenciano ilustre: el Papa Calixto III.
Un legado eterno
Hoy, San Vicente Ferrer es mucho más que un santo. Es parte de la identidad de Valencia y de Europa. Sus sermones, su pensamiento, sus escritos y sus milagros forman parte de la cultura popular y religiosa de muchos pueblos.
Cada altar, cada calle que lleva su nombre, cada representación de su figura recuerda a un hombre que, armado solo con la palabra, cambió el mundo.