Salimos a la noche de valencia y, como suele ocurrir a estas alturas del mes de julio, de la Feria de Julio o Fira de Juliol -al gusto-, nos recibe a la primera con un generoso revés ‘a cuello vuelto’, en forma de una sensación de sofocante calor que pronto, muy pronto, se te pega en la camisa, camiseta, blusa o lo que tenga uno/a a bien colocarse… Aún hay quien hace gala de un espléndido cuarto delantero y lo muestra al natural, pero como no es el caso, el sudor comienza a abrirse paso hasta que un termómetro de calle nos explica el porqué: 30 grados de temperatura, y es casi medianoche. Esta edición de la Gran Nit de Juliolpromete.
Cruzamos el Pont de Fusta -que ahora sí hace honor a su nombre, a pesar del gamberrismo popular que intenta despojarlo a menudo de sus lamas de madera- y ya nos recibe el ir y venir de gentes, las ansias de alargar la noche, como diría el poeta, a kilos de fiesta.
Dejando atrás la popular calle Navellos, nos adentramos en una plaza de la Virgen que esta noche esconde su faceta religiosa y su faceta social-reivindicativa, para acoger al flamenco más pasional, más carnal y gráfico…, vamos del ‘de toda la vida’. Es el grupo Temple, que traslada al gentío al arte más caluroso de nuestra ‘piel de toro’, y que anda haciendo pruebas para ver si de una vez, aquella luz ilumina donde debe y el muchacho de la mesa de mezclas acierta con los volúmenes… Aún no toca.
La calle del Micalet nos deja, tras un breve periplo por entre pedigüeños, joyeros de calle, artesanos, buscavidas y algún mimo, en la populosa Plaza de la Reina. Las aceras llenas, los restaurantes de comida rápida y los que prometen al turista las paellas a la hora que sea, así como las refrescantes heladerías -que haberlas haylas, lo prometo- haciendo el agosto casi como en Fallas. Las últimas más por arte y ensayo de las altas temperaturas, que hay que sufrirlas, Señor… Colas de hasta treinta esperando un cucurucho de chocolate y vainilla o tutti-frutti, que también…
Pero ni el calor ni las sugerentes ‘antorchas’ que me transportan a cuando chico me impiden pasar de largo para cazar lo que viene más adelante. Bueno, eso y que al acercarme un cartelito de ‘Pequeño, 2 euros’ le da un bofetón al autóctono más tonto. De normal, están a 1,50. Pero dejemos al maltratado sector hostelero recuperarse de la crisis.
Nos vamos calle de la Paz abajo -perdonen el palabro, pero aunque la calle sea más llana que su denominación, es la expresión de uso aquí- hasta la plaza del Patriarca. Allí finaliza el ‘Espectáculo de Fuego’ a cargo de Artesca. Les ví hace dos años también en la Gran Nit de Juliol, en aquella ocasión en la Plaza de la Merced, y ya me sorprendieron. Hoy, pese a la repetición, lo han vuelto a hacer. Algo de Manuel de Falla me cambia sin quererlo la banda sonora del arte flamígero de estos artistas por otra, en mi mente. Lo que tiene vivir la música clásica en los poros, supongo. Eso o la raigambre de las llamas en nuestro corazón valenciano cien por cien, como lo es, dicen, la lana pura de oveja.
De nuevo nos hallamos en la calle de la Paz observando que, tal como me temía, hemos llegado una ‘llamarada’ tarde al espectáculo de tambores y bombos de laFederación Valencia de Tambores y Bombos “Tricéfalo y Oceanía”;algo que me atraía mucho porque, dicen, los valencianos tenemos la percusión metida en la sangre y de ahí nuestra pasión por la máxima expresión de la pólvora percutida como la mascletà, pero vaya usted a saber. Así que, algo cabizbajo, me voy a tomar la calle de San Vicente para presenciar lo que me han prometido me lanzará sin compasión hacia al ‘Mardi Grass’ y a una buena dosis de Jazz en la plaza de la Merced.
Cuando llego al cruce de San Vicente con la plaza del Ayuntamiento y María Cristina me abofetea otro termómetro de calle con su “00:21” que, a los pocos segundos, deja paso a un lacerante “30º”. Hagamos como que no hemos visto nada, compañera, o la emblemática, mágica y acogedora plaza de la Merced nos va a parecer aún más calurosa.
Y más aún cuando logramos adentrarnos en su seno -qué recuerdos, qué familiar me resulta todo aunque haya cambiado tanto- y nos topamos con un auditorio lleno, repleto. No queda sitio más que al lado de un grupo de señoras que no charlan, braman, gritan, se desgañitan, como si quisieran radiar su delirante conversación a toda la plaza… Claro, por eso hay hueco: a todo lo que da la garganta, al estilo de las ‘llavanderes’ o las ‘peixcateres’ de algunos pueblos que me callo, de las de hace dos siglos. Yo creo que debe ser una tradición o algo así, porque las miradas furibundas y lamentos generalizados de quienes las rodean no solo no las hacen desistir en su griterío ‘gallináceo’, sino que actúan como gasolina que enciende aún más sus carcajadas, casi salvajes…, a todo lo que da la comisura de los labios, comiéndose cualquier sonido alrededor, y sus ‘che, nena’ que si no te dejan sordo es que no tienes oído… musical o del que sea.
Pero Dios, Alá, Jehová o Marx, es compasivo, y el caso es que el primer instrumento probando, probando…, un, dos, tres…, las hace callar en seco. Vaya, reconforta ver que hasta en cierto grado de ineptitud cabe la conciencia conciertística del ‘cállense, que va a empezar el espectáculo’. Y vaya comienzo: con los dos primeros compases ya estoy en el cementerio de Nueva Orleans, formando parte de una comitiva fúnebre de las tradicionales de la ciudad más francesa -al menos así era antes de la última catástrofe que el bueno de Brad Pitt ayudó a remediar- de los ‘United States of Obama’; una ciudad que, sepan, tiene el honor de ser la cuna, allá por los últimos estertores del XIX, de esta gran aventura llamada Jazz. Las cornetas de Sam Thomas, Louis Ned, o Robert Baker aparecen como por arte de magia. Esto es para quedarse, bajar la cámara, y quedarse un rato dejándose llevar. El banjo, la trompeta, el saxo y la tuba, por no hablar de la percusión y la voz…, todo parece completar en cada pieza un viaje por entre las ‘regiones’ del Jazz que este quinteto llamado con buen criterio ‘Hot Five Jazz Band Valencia‘ sabe bien pilotar.
La dosis de Jazz nos deja ya con ganas de llegar a casa -además, el calor aprieta de lo lindo- para prepararnos un ron con cola, apagar la luz y meterse entre oreja y oreja algo de Miles, Simone o Blay… incluso Benson. O eso, o el calor está comenzando ya a hacer mella en piernas, brazos, frente…
Pero la luz desde dentro de la eterna Lonja de los Mercaderes nos llama a visitarla. Otra gente no puede evitar pasar por la plaza de la Virgen sin entrar en la Basílica… A mí me pasa algo así con La Lonja, testigo de la grandeza del pueblo valenciano antes de que los castellanos o incluso el ‘rei en Jaume I’, pusieran sus zarpas aquí. Y claro, a uno la Historia le puede.
Entramos en la Lonja: repleta hasta la bandera -que por cierto, corona la Torre del Homenaje-, lo cual me imprime más temor que orgullo porque el ‘rebaño’ que por aquellas vetustas estancias pasan esta noche distan mucho de ser ‘ni un poquito’ conscientes de lo que están viendo, de la universalidad que se desprende de los suelos que pisan ni de los siglos que les contemplan. Como mucho, un ‘ponte ahí, cari, que verás qué foto más chula te saco’.
Como en el ejercicio más precognitivo de mi conciencia me tropiezo, espantado y sin poder remediarlo, con una visión espeluznante; una señora que sin pudor alguno agarra con ambas manos una de las cortinas de la sala de la planta baja del Consulat de Mar y comenta: ‘Mira, nena, qué monada para el salón’…, y termina estirando hacia los lados para comprobar ‘la resistencia de la tela’. No la busquen, mi cámara se negó a retratar tal atentado contra la inteligencia, dejando la denuncia social para otro día.
Con ganas de abofetear o al menos aleccionar a la atrevida ignorante, me subo a la Cámara Dorada y me emborracho de nuevo con el artesonado que Joan del Poyo realizó para la antigua Casa de la Ciudad y que fue literalmente encajado en la Cámara Dorada en 1921. Según la Wikipedia, el mismísimo rey castellano Alfonso el Magnánimo vino a inaugurar tamaña obra de arte en su ubicación primigenia… Sea como fuere, aquí la gente se procura un buen dolor de cuello al no poder evitar admirar las redes de la madera gótica policromada.
Es no solo comprensible, sino claramente predecible. Deberían poner cojines de esos que vende la Teletienda para las cervicales, al llegar a esta sala, porque mirar, hay que mirar para arriba.
Bajo despacio la magnífica escalera que me devuelve al Patio de los Naranjoscruzándolo igual de despacio -no pienso ahorrarme ni una sola de las sensaciones al pasar entre naranjos-, para entrar en la Sala Capitular que nos recibe con sus grandes palmeras, perdón por la metáfora.
Unas columnas helicoidales sin parangón en todo el Mediterráneo invierten el sentido lógico de la visión aparentando crecer desde el suelo para ‘desparramarse’ en el techo sembrado de una red de nervios ojivales del que tampoco es fácil separar la mirada. Más parece un bosque que el interior de un edificio medieval, de ahí que la imagen de las palmeras, tan de aquí, tan altas y esbeltas como estas columnas, se nos presente tan fácilmente.
Aquí lo suyo es sentarse, imaginarse si se puede una pieza de música medieval, y el lugar hace lo demás: las mesas, el murmullo de lo que hoy no dudaríamos en identificar como una Bolsa, y el sonido de maravedíes cayendo en uno y otro saco nos recuerda que, aquí, se cerraban los más importantes tratos comerciales mientras en otras latitudes apenas se salía del prehistórico gruñido, y además, esos tratos se cerraban y luego se transcribían en los cuatro idiomas en que era posible expresarse en el mundo mediterráneo entonces: latín, hebreo, árabe y algo que entonces era llamado ‘llengua romanç’, lengua de uso común en la calle -llámenla vulgar, si quieren- sobre todo entre los cristianos que sí, no se sorprendan, también bajo dominio musulmán vivían en Valencia y no eran precisamente mudos.
Ya con el empacho de Historia nuestra cumplido, cruzo por última vez el Patio para echar una útima mirada a la fuente central de piedra con forma de Estrella de David en la que una niña juguetea -como tantos niños hicieron en la Edad Media- y devolverme así una imagen alegre con que despedir a mi -nuestra- Lonja de la Seda o de los Mercaderes.
Es hora de volver a la idea de esa dosis de Jazz que se resiste a marcharse. Es hora, ahora sí, de disfrutar de los Temple a los que, recuerden, dejamos al principio de esta crónica probando, probando.
Aquí ya no se prueba nada. Se consume todo hasta el fondo, sentimiento, flamenco, baile, guitarra y todo junto en una caldera que de los calores de julio no deja escapar ni un solo grado.
Nos recibe una aún más repleta si cabe Plaza de la Virgen cuyo público ya está entregado sin remisión al ‘duende’ del flamenco de más profundas raíces, de entrañas encogidas. Nos quedamos lo justo para admirar la magia que, si a esta ciudad la dejaran, llenaría cada rincón de la Ciutat Vella con cantantes, músicos -como los que ennoblecen la plaza del Collado, por ejemplo, y sin casting-, mimos o malabaristas… Algún día será posible, porque arte, lo que se dice arte, es algo que aquí nace como la hierba… No hay quien lo pare.
VLC Noticias | Javier Furió