Sociólogo e historiador.
Profesor Titular del Departament de Sociologia i Antropologia Social de la Universitat de València.
Vivimos en una sociedad capitalista globalizada dirigida por un modelo económico neoliberal que no cesa de generar desigualdad y pobreza. Un perverso modelo que promueve un ambiente de creciente insolidaridad, incertidumbre generalizada, precariedad laboral, temor al diferente y cada vez más trufado de patologías de todo signo que derivan de un modo de vida cada vez más individualista e insensible.
Como resultado de todo ello, en nuestras sociedades las grandes ciudades son como enormes monstruos que buscan desesperadamente, mediante una feroz competencia entre ellas, un lugar en la implacable jungla del mercado planetario. En este proceso desaparecen paisajes entrañables, maneras amables de relacionarse, tesoros de la cultura popular, y el mismo tiempo para hacer cosas creativas se esfuma entre la vida mecanizada, acelerada, vertiginosa e inhumana. De este modo las grandes ciudades se convierten en contenedores de cultura-espectáculo que solo se piensan como negocios en el corto plazo, a mayor beneficio de una clase dominante voraz y sin escrúpulos. Importa solo la ganancia, la expectativa del mercado en expansión, la huida hacia adelante sin reflexión, todo ello en nombre del “progreso” y el “desarrollo”. Y con estos mimbres las urbes del mundo “avanzado” se erigen como entornos hostiles y gélidos donde, pese a los engañosos fulgores de las luces de la publicidad, proliferan la incomprensión, la incomunicación y la soledad. Vivimos, pues, en unas ciudades en las que la vida es cada vez más fría, distante, atomizada, virtual y reglamentada. Una vida competitiva y masificada, librada al consumo compulsivo y a un trabajo alienante.
Sin embargo, muchas de esas ciudades golpeadas por una retorcida concepción de la modernidad cuentan con algo que les proporciona una vía de liberación, una puerta a la expresión de la alegría, del baile en la calle, de la confraternización desinhibida, del gozo del aquí y ahora. Una energía que solo se manifiesta con la fiesta, y toda su amplia gama de manifestaciones, que especialmente en las ciudades mediterráneas, pero no solo en ellas, se hayan respaldadas por toda una red de asociaciones festivas en las que los ciudadanos pueden dar rienda suelta a su creatividad y ganas de expresarse, una red que promueve las relaciones cálidas y presenciales, que funciona con sentimientos de pertenencia compartida, de ceremoniales aglutinadores que unifican y funcionan como marcadores de la memoria colectiva, de la memoria vecinal, grupal y de barrio. En suma, un auténtico tesoro que habría que proteger a toda costa.
Pues en un mundo tan frío como el que nos invade, afortunadamente las fiestas nos aportan un espacio de calidez, de amistad, de camaradería, de cosmovisiones concelebradas, de rituales llenos de simbolismo. Un espacio para soñar y decir haciendo, que es la performance inherente a todo ritual, pero también para un hacer diciendo que nada nos importa tanto como ese tiempo fuera del tiempo que hace que el propio tiempo se viva intensamente, como si todo fuera posible cuando los guardianes del orden nos dicen que no hay alternativa. Tampoco hay que pecar de ingenuidad, pues en el mundo festivo las cosas no son ni siempre idílicas ni siempre armónicas, pero al menos proporcionan un universo pleno de sentido y significado, con esa transcendencia tan singular que aporta la fiesta, que permite que uno pueda sentirse parte de algo mucho más grande que él, pues los vínculos con los otros son muy importantes y lo esencial es mantenerse consciente de las raíces que uno ha echado en su tierra.
En una sociedad desquiciada que se desencanta a la carrera, que enloquece con tanta prisa sin motivo razonable, que degrada a la naturaleza, que olvida sus mitos, que pierde su misterio, las fiestas son absolutamente necesarias porque aportan una magia especial para sentirnos más personas, para sabernos reconocidos, para fundirnos en una pasión común, para saber que la utopía se construye creyendo en ella y poniéndola en movimiento con cada fiesta celebrada.