Valencia Noticias | Redacción.- “Me propongo hacer reír, hacer llorar, y sobre todo no dejar que la gente se aburra ni un minuto. (…) Nada de latas”, escribió Vicente Blasco Ibáñez en una misiva de 1909. Se refería a las conferencias que impartiría en uno de sus viajes, pero podría haberse referido a los espectadores de su hipotético biopic. En algún punto a medio camino entre los retratos de sus novelas y la pragmática espontaneidad de sus cartas está la realidad de sus viajes por el mundo; historias en tonos sepia si se miran desde 2017, pero tan espectaculares a comienzos del siglo XX que se adelantaron al Technicolor con el que luego se adaptarían al cine.
El escritor valenciano era consciente del aire popular de sus textos, que, sumado a su éxito de ventas, le valió el desprecio de algunos literatos de la época. Estaba comprometido incluso políticamente con esa agitación folletinesca que también impregnó su vida. La exposición ‘Vicente Blasco Ibáñez. Un valenciano universal’, que puede visitarse hasta el 7 de mayo en el monasterio de Sant Miquel dels Reis (Valencia), recoge cartas como la citada, primeras ediciones, material audiovisual y un repaso minucioso por las aventuras de un autor que vivió más que imaginó buena parte de sus escritos, y también presumió de ello.
“En la novela de Blasco Ibáñez están presentes la mayoría de los escenarios que recorrió en su vida. Como escritor realista, una de las exigencias a las que tenía que responder era documentarse sobre el espacio antes de la redacción. Hay anécdotas muy curiosas: para escribir Cañas y barro, Blasco Ibáñez estuvo viviendo en la Albufera, había hecho su morada en una barca”, explica Emilio Sales, catedrático de instituto y comisario de la exposición junto con el secretario de la Fundación Blasco Ibáñez, Ángel López.
La muestra en el monasterio, antigua cárcel y hoy sede de la Biblioteca Valenciana, es una de las actividades en las que participa la Generalitat para celebrar que este año se cumplen 150 años del nacimiento del escritor. La exhibición, basada en fondos de la propia Biblioteca, está presidida por un enorme mapamundi en el que aparecen marcadas sus expediciones: Francia, Argentina, Estados Unidos, o una exhaustiva vuelta al mundo con parada en Hong Kong, Manila, Java, Bombay… “Recorrió el norte de África en busca de la memoria que se conservaba de Cervantes, toda Europa, hizo un viaje en el Orient Express con destino a Turquía en el que conoce al sultán…” enumera López.
Cuando tenía 23 años, Blasco encadenó por primera vez rebeldía política, viaje y literatura: las protestas que organizó con motivo de la visita a Valencia del carlista marqués de Cerralbo motivaron una persecución por la que huyó a Francia haciéndose pasar por pescador. Aunque en ese viaje estuvo allí solo unos meses, París fue uno de sus talismanes: allí se refugió, se codeó con élites políticas y culturales, presenció una guerra. El éxito en Francia en 1898 de su novela La Barraca, que en España había pasado desapercibida, fue el impulso definitivo a su carrera como novelista. G. Hérelle, quien sería en adelante su principal traductor al francés, encontró por casualidad el libro mientras esperaba el tren en la estación de San Sebastián y no cejó hasta conseguir los derechos de traducción: una mezcla de azar con ímpetu y fascinación constante en muchos episodios que rodean la vida del escritor valenciano.
Si a finales del siglo XIX la ciudad de la luz era el gran sueño, América era la gran aventura. Siendo ya una autoridad en Valencia como político y autor, Blasco se reinventa cruzando el océano. En 1910 escribió a su esposa María desde Buenos Aires: “ya me han concedido las tierras que había solicitado, de modo que ya tenemos la base de una enorme fortuna”. Cuenta Emilio Sales que el carácter impetuoso de este autor se refleja en su estilo, por lo que “hay una relación íntima entre la forma de escribir de sus cartas y la forma de escribir de sus novelas”.
La sed de acción implica, a veces, contradicciones: Blasco había atravesado el Atlántico como conferenciante y quería regresar como indiano rico, pero también como el altruista fundador de colonias al estilo de los socialistas utópicos. Para su proyecto colonial, llevó trabajadores de Sueca para iniciar cultivos de arroz en terrenos similares a los de la Albufera. En 2011, Sebastián Slobayen, presidente de la Asociación Nacional de Productores de Arroz de Argentina, viajó hasta Valencia siguiendo las huellas de Blasco para conocer los orígenes de esa actividad en el país.
Riachuelo (Corrientes) es el municipio donde permanecen los terrenos que el escritor bautizó como Nueva Valencia; en Cervantes (Río Negro) se conserva el topónimo y el trazado a escuadra y cartabón de las calles de la colonia. Allí se inauguró en 2010 el Museo del Centenario, un repaso a la historia del lugar con maquinaria y fotografías de sus primeros pobladores. Está situado en el antiguo edificio de la estación de un tren con el que Blasco estaba empeñado en conectar su Arcadia y los principales centros industriales del país.
El fin de las aventuras argentinas del valenciano fue un fracaso económico y una vuelta a Europa en un vapor donde el pasaje especulaba ya con el comienzo de la I Guerra Mundial. Parece un final amargo e incierto, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que ese regreso inspira el punto de partida del protagonista de Los cuatro jinetes del apocalipsis, el best-seller sobre la I Guerra Mundial que encumbró a Blasco y cuya adaptación cinematográfica llevaría por primera vez el tango a las pantallas de Hollywood. Rodolfo Valentino fue elegido para protagonizar la película, en parte por su parecido físico con Julio César, el hijo de Blasco fallecido en la veintena que guarda similitudes con el personaje principal del libro.
“Blasco es como un iceberg, solo conocemos la punta”, dice López. En España se le vincula a la denuncia y el costumbrismo de Cañas y barro, La barraca o Arroz y tartana, pero, aun pegado a la historia y a la geografía, a veces hay en sus líneas destellos de una sensibilidad universal. Y es que más allá del éxito de su etapa estadounidense, donde se adaptaron al cine algunas de sus novelas (Sangre y arena, Mare Nostrum), más allá del dinero de las conferencias o de la primera actuación de Greta Garbo en Hollywood en una adaptación de Entre naranjos, la fama mundial propició otras lecturas de su obra menos conocidas pero igualmente interesantes.
Por ejemplo, la historia que presentó el académico David George en un seminario en 2013, acerca de las adaptaciones cinematográficas japonesas de Blasco. Esos filmes se perdieron bajo las bombas de la Segunda Guerra Mundial, pero quedan críticas, reseñas y anuncios de periódico que hablan de películas como Osumi y su madre, basada en el relato corto La vieja del cine. Narra la historia de una madre que descubre a su hijo en un documental sobre la guerra después de haberlo perdido en la batalla.
El escritor visitó Japón (y China, y Cuba, y Hawai) en su gran viaje de madurez, recogido en los tres volúmenes de La vuelta al mundo de un novelista. “De niño había soñado con ser marino; desistió porque no se le daba bien la trigonometría”, dice López. Se cobró las ganas de hacerse al mar dando la vuelta al globo cuando ya era millonario. “Conservamos cartas en las que pregunta a amigos si debe cancelar el viaje por la agitación política en España, para implicarse en los acontecimientos”, cuenta López. A su vuelta se pronunció contra la recién instaurada dictadura de Primo de Rivera y se instaló en un exilio francés ya definitivo.
Durante uno de sus primeros viajes, a Italia, Blasco escribió sobre los pioneros “touristas ingleses”: “corren todo el mundo en busca de novedades, pasan como relámpagos por diversas naciones, viendo mucho y comprendiendo poco”. El escritor valenciano intentó abarcar los cinco continentes con una actitud diferente, aunque a veces fuera imponiendo su personalidad -sus convicciones políticas o sus ambiciones privadas- más que adaptándose a la de su lugar de destino. De ahí surgió el efecto mariposa que une los cultivos argentinos, el gran best-seller de la I Guerra Mundial, el celuloide japonés perdido o el debut de Greta Garbo con la vuelta al mundo de un agitador.