José Carlos Morenilla.
Analista literario.
Confieso que no fui buen alumno de Derecho. Mi vocación juvenil se vio frustrada por muchas cosas que entonces me parecían más urgentes y mi vida se encaminó a otros menesteres que consideré más productivos. Conservo, sin embargo, como libro de referencia para mi vida el “Curso de Derecho Natural”, cuarta edición, Madrid 1970, del profesor Corts Grau y en mi corazón sus lecciones.
Decía Corts Grau: “La Justicia suele tomarse en dos sentidos: uno como compendio de todas las virtudes, y el otro, estricto, que implica dar a cada cual lo suyo”.
La Humanidad después de un periplo convulso de lucha por la supervivencia, de transformaciones sociales y económicas, pareció encontrar su verdadero destino en la Revolución Francesa de 1789 y su proclamación de los Derechos Humanos. El resto ha sido la lucha, a veces violenta, para conquistarlos. Hoy en los países “civilizados”, en el llamado “primer mundo” vivimos en una sociedad llena de derechos. Su lista es casi interminable, el derecho a la Vida, la Libertad, la Igualdad, etc… Y cuando alguno de ellos entra en conflicto, tenemos la solución mágica, la Democracia. La decisión de la mayoría tiene la última palabra.
Y ¿qué hay de la Justicia?
En la crisis que ha planteado el Gobierno de la Generalidad al proclamar (en suspenso) la independencia de Cataluña, andamos todos intranquilos y preocupados porque todo se ha hecho al amparo y grito de ¡Democracia! Para unos, los independentistas, el asunto está claro: tienen mayoría en las urnas y lo refrendaría un referéndum libre; para los otros, los no independentistas, eso no es cierto y proponen unas nuevas elecciones con garantías democráticas en las que la mayoría rechazaría las tesis independentistas. Es decir, todos acuden a la fórmula mágica, Democracia.
Y vuelvo a preguntarme ¿qué hay de la Justicia?
Durante milenios los hombres han resuelto sus cuitas empleando la fuerza. El más fuerte imponía su criterio, arrebataba lo que quería a su congénere al que podía esclavizar, violar o matar. Cuando se organizó en tribu, el más fuerte mandaba en ella y la tribu más fuerte se imponía a las demás. Cuando las sociedades se hicieron más complejas, los conflictos dentro de ellas los resolvía de manera autoritaria el líder, con el tiempo el Rey. No sé cuántas excepciones históricas a esta norma podrán encontrarse en la Historia, pero hay una que tiene enorme influencia para nosotros: la Roma de antes del imperio. No era el más fuerte quien decidía, era un Senado el que elegía a los cónsules, que eran siempre dos, quienes gobernaban en nombre del pueblo, entendiéndose éste como el conjunto de la sociedad romana. Los romanos así, alcanzaron el concepto de derechos y una forma de defenderlos no basada en la fuerza sino en adopción del concepto de Justicia como rector de la vida humana. Es el primer y genuino elemento que hace del hombre un ser diferente al resto de los seres vivos. Si la olvidamos, a la Justicia, volveremos a la caverna.
Para facilitar la administración de la Justicia se escribieron las leyes. Simplificándolo, tal vez en demasía, la Ley es la relación de aquello que te pertenece y que podrás reclamar a la Justicia si te es arrebatado, sean quienes sean y cuantos sean quienes te lo arrebaten. Así, aunque nos parezca herético hoy, la Justicia está antes que los derechos y, por supuesto, antes que la Democracia. Eso significa “el compendio de todas las virtudes” que decía el viejo profesor.
Todo debe sacrificarse por la Justicia. Honra a un hombre entregar su hacienda, dar su vida o, incluso, perder su Libertad por la Justicia.
Esto fue algo que no tuvieron en cuenta quienes se comprometieron en la causa de la independencia de Cataluña. Se envolvieron en la bandera de la Libertad y la Democracia, pero habría que preguntarles:
¿Qué hay de la Justicia?
Cuando en 1975 murió Franco, España era un país en paz. La dictadura presumía de “40 años de Paz” como si eso fuera la coartada perfecta para avalar su régimen. La autoridad absoluta del dictador se traspasó intacta al Rey. Entonces apareció un visionario, un hombre oscuro hasta aquel momento: Adolfo Suarez. En el análisis de la realidad nacional del momento parecía haber de todo para perpetuar el régimen: Paz, cierto bienestar, desarrollo económico y un conjunto de leyes que parecían suficientes, incluso con refrendo democrático merced a los numerosos referéndums nacionales convocados por el dictador. ¿Qué faltaba? ¡Justicia! Y la falta de esta provocaba la falta de Libertad. A nadie podíamos recurrir cuando se nos negaba el derecho a la opinión política o la libertad de expresión y, al arrancarnos estos, saltaban, como en una cesta de cerezas, todos los demás. El panorama era aterrador para aquel Presidente del Gobierno con empleo de “Último Emperador de China”. ¿Por dónde empezaría la revuelta? Nada aterraba más a aquella sociedad, compuesta por supervivientes y víctimas de la Guerra Civil, que una nueva contienda. Adolfo Suarez administró sabiamente ese miedo real y propuso su Ley para la Reforma Política. Y los representantes de aquel régimen autoritario aceptaron el trueque: Paz por reforma. Para el Mundo resultó ejemplar que una dictadura se convirtiera en Democracia sin revolución y sangre. Lo que no dijo Adolfo Suarez es que astutamente iba a conducir a España al universo de la Justicia. Sin renunciar a nada convocó a todos los que podían defender cuantos derechos fueran necesarios para convertir a España en un país justo. La amnistía suponía la caducidad y liquidación de la antigua Ley, y la Constitución el nacimiento de las reglas de juego de la nueva sociedad española. Cuando la Constitución se votó y se aprobó en 1978, la Justicia volvió a imperar en España muchos, muchísimos años después. Todos nos desprendimos de los viejos derechos que tuviéramos, de los privilegios, del poder, del abuso de la fuerza, de la supremacía de cualquier ideología sobre la sociedad, incluso de la incuestionable hasta entonces “verdad católica” como doctrina incuestionable. Y ¿qué nos quedó? Sólo la Constitución, no. La Constitución y la fe en la Justicia. Esa fue la verdadera reforma social. Ese fue el salto que todos dimos creyendo que abrazábamos la Democracia. Lo que alcanzamos fue la Justica. Lo que nunca confesó Adolfo Suarez y lo que explica la tranquilidad y normalidad conque aceptó el fin de su presidencia. Por eso no se escondió ante el golpe de Tejero, estaba dispuesto a dar su vida por la Justicia. Y el golpe fracasó porque no era justo. Esa explicación que pocos dieron estaba en el fondo de todos nuestros corazones.
El peor golpe de estado a la sociedad y a la democracia es el que se perpetra desde el poder. Tiene aspecto de democrático porque el gobernante que lo ostenta ha sido elegido democráticamente. Resulta legal porque el poderoso puede cambiar las leyes sometiéndolas a su capricho. Cuenta con un gran respaldo social porque sus partidarios si no son mayoría, sí muy numerosos. Liquida el debate y la oposición manipulando la prensa y persiguiendo al opositor. Y finalmente impide el cambio pervirtiendo las normas electorales o directamente suprimiendo las votaciones. ¿Qué impide, pues, que todas las democracias acaben en dictaduras tan crueles y destructivas como la de la Alemania Nazi? Sólo la Justicia.
Y ese ha sido el error de cálculo del Gobern de Catalunya. Ellos creyeron que Rajoy no se atrevería a emplear la fuerza, y tenían razón. El desesperado intento de impedir el 1-O fue un fracaso y las escenas de violencia policial, por justificadas o leves que hayan sido, una baza a favor del independentismo. La estudiada ambigüedad de su comportamiento atenaza la reacción política. La reiterada apelación al diálogo frente a la necesaria intervención por la fuerza en Cataluña, divide y confunde a parte de la sociedad y los apoyos internacionales. Y quienes fiamos todo en la Constitución, nos volvemos desesperados a los “expertos” que nos atiborran con pronósticos cada vez más sombríos.
Pero he aquí que llega la Justicia.
Adolfo Suarez debe sonreír desde el lugar en que reposan los hombres justos.
No será el Ejército, ni la Legión quien someta al desleal, al delincuente, al encumbrado poderoso, a la turba incontenible. Será la Justicia. Porque los indefensos, los ciudadanos de a pie, los hombres de buena voluntad, no tenemos más defensa. Ahora que todo parece derrumbarse, la economía, la convivencia en Paz, las ilusiones y la concordia, aún nos queda la Justicia, y en su defensa todos estamos dispuestos a darlo todo. Bienestar, Libertad y Vida. Porque ya no hay dos Españas, ya no hay un galimatías de nacionalidades, ya no hay aguas turbias donde puedan pescar desalmados y furtivos.
De repente hemos comprendido que basta con la Ley, que basta con la Justicia y una sociedad que cree en ella.
La Constitución se construyó respetando la Justicia y en ella se sustenta. Quienes la votaron pensando incumplirla; quienes la juraron o prometieron pensado en traicionarla, estaban equivocados: la iniquidad no triunfará aunque gane un referéndum.
Hoy, en medio mundo, gracias a España de nuevo, aquel que cree en la Democracia, aquel que se siente en minoría, vuelve a leerse su constitución con la fe de quien cree que los derechos en ella reflejados le pertenecen inviolablemente. Da igual la opinión o la voluntad de la mayoría, lo justo es justo. Es decir inviolable.
Todo puede mejorarse. La Constitución y la administración de Justicia también, pero hoy tenemos la suerte de tener Ley, de tener jueces y de que estos sean lo suficientemente honestos para poner la Justicia por delante de cualquier otra consideración.
Cuando triunfe la Justicia con gran sorpresa para los todopoderosos que violan la Ley, los españoles sabremos que ya no hemos de matarnos los unos a los otros para “defender” nuestros criterios, nos basta con creer en la Justicia y la Ley.