Enrique Arias Vega
No me extraña en absoluto que Pablo Iglesias haya decretado la “alerta antifascista” con agresivas movilizaciones para frenar a una “extrema derecha postfranquista sin complejos, liberal y machista”.
Desde Lenin hasta aquí, ésa ha sido la actitud de quien, creyendo que le asiste toda la razón del mundo (sus ideas, su moral y sus acciones son las correctas y las de sus rivales, en cambio, se oponen al progreso histórico) a lo único que aspira es al poder absoluto, con elecciones o sin ellas. Cuando las pierde, combate su resultado en las calles; cuando las gana, prohíbe entonces a los demás su derecho de participación política.
Así de sencillo.
Lenin lo hizo manipulando a los soviets y a la Asamblea Constituyente tras la revolución de 1917 y se cargó primero a los políticos demócratas, luego a los socialistas revolucionarios y finalmente y al propio entorno comunista. Con el inestimable seguimiento de Stalin, cien años después el leninismo ha dejado cien millones de muertos y una secuela de imitadores (Hitler, incluido) que han empobrecido y privado de libertad a decenas de países.
Todo esto que les digo puede sonar a mera propaganda. Pero no. Al mal mayor se llega a través del mal menor, en el cual demuestran ser unos maestros los podemitas: pintadas y asaltos a establecimientos comerciales, impedimento fanático de celebrar conferencias, manifestaciones violentas, asalto a lugares de culto católico, palizas a presuntos fascistas, escraches a cualquier persona declarada como enemiga (“el escrache es el jarabe democrático de los de abajo”, según Pablo Iglesias).
Como ven, yo no sé muy bien qué diferencia hay entre el fascismo y la violencia antifascista. Lástima que los muertos y torturados por uno o por otro no puedan estar aquí para explicarnos esa sutil diferencia.