La historia de Diego de Almagro es una de las más osadas y heroicas en la exploración del Nuevo Mundo, pero también es una de las más olvidadas. Almagro era un apoyo seguro de Pizarro, hasta que las cosas se torcieron en una cruenta guerra civil en la que ambos exploradores se enfrentaron. En 1514, Almagro arribó a Panamá junto con Pedro Arias Dávila “Pedrarias”, quien era famoso por la triste ejecución del malogrado Núñez de Balboa.
Los egos o protagonismos sobrevenidos tras el Descubrimiento generaron no solo rencillas de poso profundo, sino también desolación en las propias filas (Aguirre-Ursúa, Pizarro-Almagristas, Pedro Arias Dávila-Núñez de Balboa, etc.). Pizarro ya había presentado sus credenciales cuando se atribuyó ante el emperador hispano-flamenco-teutón los méritos suyos y de paso, los de Almagro; esta conducta narcisista cabreó un poco más al segundo de a bordo en la expedición contra el Inca. Pizarro volvió de la península con el título de gobernador y Almagro se quedaría para vestir santos como “adelantado”, un uso castellano que conllevaba competencias administrativas, judiciales y militares de cierto nivel, pero sin llegar a las de un gobernador. Pero este hombre de una pieza ansiaba algo más que un título de segunda.
Embarcado en la tozuda idea de hacerse con una gobernación propia, ideó un proyecto para explorar el sur de Perú hasta donde llegara su ávida mano. Hacia 1534, la sociedad de riesgo compartido o UTE (Unión Temporal de Empresas) con la que hacía “pachas” con Luque y Pizarro, lo remitió a 200 leguas hacia el sur de los territorios bajo el control de Pizarro; nacía Nueva Toledo. Como es obvio, Pizarro se deshacía de su particular ‘gota malaya’ sin sospechar que la audacia de su subordinado era ilimitada, como veremos a continuación.
Quedaba pendiente que ocurriría con la ciudad de Cuzco, inserta en una ambigua posición geográfica entre los territorios a conquistar y los ya conquistados. En uno de los innumerables episodios de enfrentamientos entre ambos exploradores por los jugosos dividendos que proporcionaba la capital de los incas, llegarían a un acuerdo allá por el año 1535, dirimiéndose de manera provisional las fuertes diferencias entre ambos. Pizarro, harto del debate que sostenía con el resentido y agraviado Almagro, decidió compartir las ganancias que produjera esta enorme urbe incaica.
Acababa marzo del año 1536 y el tiempo en el hemisferio sur acercaba el duro invierno andino, cuando, por uno de los más asequibles accesos de aquella inmensa e interminable cordillera (7.000 km), comenzaba la que probablemente sería una de las odiseas más grandes que la historia de la humanidad recuerda. Internándose a través del Paso San Francisco por una garganta de montaña hecha a machete por alguna extraña divinidad, hoy pavimentada y señalizada, conecta el oeste-noroeste de la República Argentina con su homónima de Chile. A una escalofriante altitud de más de 4000 m, Almagro afrontaba un reto no apto para cardiacos, a la par que se presentaba como un audaz explorador ante las crónicas y un público asombrado por lo que acontecía al otro lado del Atlántico.
La mortandad entre los esclavos negros y los indígenas mal equipados fue antológica, aunque los cronistas la hayan omitido; se supone por indicios sin confirmación alguna que solo pudieron salir vivos de aquel lance, transgrediendo algunas normas no escritas. A las hirientes agujas y durísimos pedregales, al hielo y la puna andina (estepa) con vientos racheados, había que sumar la desazón ante tanto coste humano.
Hoy todavía se puede recorrer en un tour arqueológico las zonas donde ocurrió aquel enorme acontecimiento con su consabido tributo de muerte.
La zona por donde discurrió la travesía no era de interés estratégico, esto es, no tenía oro a la vista ni otros recursos de interés. Tampoco había núcleos de población de calado, pues los indígenas vivían muy dispersos y, más si cabe, en la zona sita entre los Andes y el oeste de lo que hoy es Salta, en Argentina. Mientras, Gómez de Alvarado, capitán y subordinado de Diego de Almagro, tras llegar al valle de Aconcagua giraba al sur con un destacamento de cerca de un centenar de caballeros y ballesteros a las grupas, para agilizar la exploración del trayecto a enfrentar ya en territorio mapuche; el choque sería tremendo.
Es en esta situación cuando llegan las noticias de las capitulaciones originales sobre la resolución del conflicto de Cuzco. Dos de sus capitanes le alertan sobre el asedio de la capital y también del tema en cuestión, la sentencia sobre la administración de Cuzco. Los indígenas en formato de revuelta declarada amenazan con calcinar la ciudad bandera del incanato. Almagro resuelve acercarse a ayudar a Pizarro y consigue poner en fuga a los nativos alzados en armas, pero Pizarro era un zorro taimado. En la cruenta guerra civil que se les echaría encima, Pizarro, protagonista absoluto del manejo de los hilos de la tramoya, le echa el guante a Diego de Almagro, al que pasaporta a mejor vida.
Dos veces Pizarro castra la leyenda de Almagro, la primera lo ningunea ante el emperador, la segunda se lo quita de en medio por reclamar en justicia lo que le correspondía. Pizarro pagaría con su vida aquella sobredosis de narcisismo. Un día temprano, al salir de misa, debidamente confesado y comulgado, los almagristas lo enviarían sin visado alguno a la eternidad.
Pero volvamos a la travesía de Almagro. Después de atravesar el paso de San Francisco, la expedición se encontró con terrenos más benignos y llegó al territorio de los diaguitas, donde consiguió provisiones. Continuó después por el valle de Copiapó y atravesó el desierto de Atacama. La sed y la falta de alimentos eran constantes, y muchos miembros de la expedición murieron por estas causas. Pero, a pesar de todo, Almagro no cejaba en su empeño de seguir adelante.
Finalmente, llegaron al valle del río Mapocho, donde Almagro fundó la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura el 12 de febrero de 1541. Era el primer asentamiento español en la región central de Chile. Almagro, sin embargo, no pudo disfrutar mucho tiempo de su logro. Pizarro, quien había recibido la noticia de la fundación de la ciudad, decidió enviar una expedición para recuperarla. La expedición estaba dirigida por Pedro de Valdivia, quien había sido uno de los capitanes de Pizarro en la conquista del Imperio Inca. En la batalla de Reinohuelén, el 19 de abril de 1541, los hombres de Almagro fueron derrotados y éste fue capturado. Después de un juicio sumario, fue condenado a muerte y ejecutado el 8 de julio de 1541.
La travesía de Almagro, sin embargo, no ha recibido la atención que merece en los libros de historia. A pesar de ser una de las hazañas más grandes de la historia de la exploración, ha sido eclipsada por otros acontecimientos de la época, como la conquista del Imperio Inca o la expedición de Hernán Cortés a México. Pero la valentía y el espíritu de aventura de Diego de Almagro merecen ser recordados y admirados, como un ejemplo de lo que el ser humano puede lograr cuando se atreve a desafiar los límites y perseguir sus sueños.
La travesía de Almagro es una de las grandes hazañas olvidadas de la historia, una muestra de la osadía y la determinación de aquellos exploradores que se aventuraron en tierras desconocidas. A pesar de las dificultades y las pérdidas humanas, Almagro logró llevar a cabo su exploración del sur de Perú y fundar la ciudad de Nueva Toledo.
Sin embargo, su rivalidad con Pizarro y las tensiones entre ambos exploradores acabaron en una cruenta guerra civil que terminó con la vida de Almagro. A pesar de todo, su legado como explorador y su valentía para afrontar los desafíos más difíciles de la cordillera andina permanecen como testimonio de la audacia y el coraje de aquellos hombres que se aventuraron en la conquista del Nuevo Mundo.