José Antonio Palao Errando
Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló
Hasta ahora hemos sostenido que, al menos en su vertiente imaginaria (lo que uno cree que es como audiencia y con quién supone estar compartiendo la emisión) el espectador-tipo de Salvados es un decidido progresista e izquierdista. ¿Pero, nadie se ha dado cuenta de que, con la excusa de que los Borbón se han ganado en los últimos años fama de corruptos y de ello se extrae tranquilamente la deducción de que la transición española fue un vil y sucio apaño, los que se tragaron la trolilla de Évole estaban perfectamente dispuestos a creer que todos los políticos, incluidos los que tenían años de muy dura lucha antifranquista a sus espaldas, eran unos farsantes y que Miláns y Armada eran unos héroes de la patria, dispuestos a ir a la cárcel y sacrificar sus carreras, y Tejero un honestísimo e ingenuo pardillo? ¿De verdad alguien puede creer que en una trama semejante podía no haber participado de forma destacada la banca y la gran empresa y que se podía llevar a cabo con una componenda entre políticos y periodistas con la mínima colaboración de tres o cuatro militares y un director de cine? ¿Creer eso es de izquierdas o de derechas?
El problema de la izquierda española es que sólo tiene una creencia fija: nos engañan. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, eso no significa ser un descreído, sino un creyente vocacional. Por esta razón hemos echado mano en estas páginas del famoso personaje de Expediente X. El agente Fox Mulder tenía dos principios básicos: La verdad está ahí fuera y Quiero creer. Bueno, nos viene de maravilla porque esta es exactamente la paradójica situación del progresista español: nos han engañado, creíamos que teníamos derechos que nos han robado diciéndonos que no había otra solución, etc. Pero a su vez, somos increíblemente crédulos: a la mínima vemos una victoria de nuestras mareas, una derrota del Partido Popular a manos de algún movimiento popular, un gran logro en alguna condena judicial a un corrupto y magnificamos con frecuencia la muy legítima alegría por haber detenido un bárbaro desahucio. Pero toda esa euforia se torna en depresión cuando somos derrotados en unas elecciones. De algún modo, parece que a la izquierda española le interesa creer en el desengaño como fórmula para disolver el engaño del sistema a las masas que nos está haciendo perder elecciones dos años seguidos (parecen más, ¿verdad?) pero a su vez nos empeñamos en buscar mesías informativos y políticos (sí, los dos gremios de los que oficialmente más desconfiamos) que hagan verdad nuestro desengaño y deshagan el nudo gordiano de nuestro engaño, en vez de darle un democrático espadazo y pasar a otra cosa. Podemos es el efecto más claro del intento de integrar a los descontentos en el sistema por la puerta grande, un proceso electoral. Los izquierdistas descreemos del simulacro pero, paradójicamente, hemos ido creando una mitología del desengaño que nos lleva a asentir impulsivamente a la simulación, la inminencia de una verdad final, a la espera del mesías redentor.
El problema de la izquierda española es que sólo tiene una creencia fija:nos engañan. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, eso no significa ser un descreído, sino un creyente vocacional.
Para orientarnos en este ámbito paradójico, tal vez, lo primero que habría que hacer es una aclaración terminológica, porque el concepto de izquierda es cuanto menos ambiguo. Por un lado tenemos la izquierda en el sistema y por otro, la izquierda que pretende rebasar el sistema. La primera, heredera de cierto regusto marxista por las estructuras partidarias y por la concurrencia a los procesos electorales de todo tipo, es, no tengo muy claro si a su pesar, parte del espectáculo y de sus contratos implícitos (y muchas veces inconscientes). De hecho, hace poco asistí en Facebook a un cruce de declaraciones entre jóvenes militantes de IU que discutían algo así como un programa (Anguita hubiera babeado de placer) o ponencia política en los que vi un goce burocrático verdaderamente alarmante en gente de 20 años. De hecho, cuando algunas opciones políticas dicen no ser de derechas ni de izquierdas, lo que pretenden es colocarse al margen de esta dialéctica especular y básicamente bipartidista del sistema. Lo que me molesta más es que intenten hacer pasar esto por una opción novedosa: es lo que hicieron todos los movimientos fascistas en los años 20 y 30 del siglo XX.
La segunda izquierda, por su parte, debería de huir de las agendas y los modos de comunicarse de la anterior, plagiados de la derecha, a la que dice combatir pero en realidad sólo discute. Al sistema le interesa identificar a estos antisistémicos como cuatro extremistas locos y pirómanos, pero yo creo sinceramente que hay una alianza de base entre las tendencias anti-sistema y el sentido común, porque viendo lo mal que funciona el capitalismo para la inmensa mayoría lo más radicalmente ecuánime es ver las formas posibles de rebasarlo. Creo sinceramente que en nuestra sociedad somos muchos los radicalmente antisistema que no tenemos ninguna tentación incendiaria, violenta ni extremista. Por eso sigo creyendo en el 15M como el acontecimiento más auténtico de los últimos años, siempre que no haya alocadas prisas por ratificar su éxito, porque, a diferencia del triunfo y del cambio cualitativo radical, el éxito siempre se produce dentro del sistema: para éste el éxito es alcanzar el poder (ahora se dice “empoderarse”) no acabar con él en cuanto estructura, por utópico que parezca ese horizonte.
Al sistema le interesa identificar a estos antisistémicos como cuatro extremistas locos y pirómanos, pero yo creo sinceramente que hay una alianza de base entre las tendencias anti-sistema y el sentido común
Nada más lejos de mi intención que repudiar a los partidos de la izquierda parlamentaria, pero sí que me parecería oportuno negarles la plácida comodidad de nuestra posición pasiva como simples electores. De hecho, entre ambas izquierdas hay un proceso de ósmosis constante a la busca de alianzas, hegemonías, pequeñas o grandes victorias parciales. Lo que sucede es que al sistema le interesa la domesticación de la izquierda antisistema enseñándole la zanahoria de posibles logros y victorias en el interior de las reglas de juego que les hagan soñar que son conquistas irreversibles.
Pues bien, una de las principales estrategias para la absorción de lo antisistema es convertirlo en opinión pública, en audiencia, en espectador adecuadamente representado, en testigo pasivo de la verdad enunciada. La fascinación por el supuesto buen decir de Jordi Évole o de Pablo Iglesias tiene mucho que ver con esto: qué bien habla, qué buen periodista es. El riesgo es la creación de un modelo comunicativo y mediático “de izquierdas” con las mismas claves espectaculares y de negocio que el de las grandes corporaciones mediáticas de la derecha, que acabe agasajando al espectador integrado en lo que en otro lugar he llamado una “comunidad de goce”, que le atrape en una la grupalidad intransitiva y en el puro placer de autorreconocerse a la espera pasiva de la mayoría natural. Independientemente de los argumentos, no soy el primero en señalar que el incipiente republicanismo – yo creo que es obvio que hace cuatro o cinco años el republicanismo en España estaba fuera de la agenda y era puramente testimonial por muy plausible que fuera- y los procesos neoconstituyentes de los últimos tiempos, así como el proceso por el derecho a decidir en Catalunya pueden interpretarse en parte como un intento de reconducir por la vía civil y ciudadanista lo más alternativo y contrasistémico del movimiento indignado de 2011 (véase el magnífico volumen El arte de la indignación, coordinado por Ernesto y Fernando Castro en Editorial Delirio, para mí el más profundo y brillante estudio que se ha escrito sobre el 15M). Es por este camino que se puede explicar la colaboración de ciertos personajes de relumbrón (Ansón, Gabilondo, Onega, Mayor Zaragoza) en Operación Palace. Y se explica también el contenido del debate emitido a continuación: se trataba de ofrecer una representación consensual y una alternativa sistémica a la izquierda, es decir, respetando el carácter esencialmente publicitario de la lucha para conformar mayorías parlamentarias.
Pues bien, una de las principales estrategias para la absorción de lo antisistema es convertirlo en opinión pública, en audiencia, en espectador adecuadamente representado, en testigo pasivo de la verdad enunciada
La cuestión es que para atacar la línea de flotación del PP, que ha basado su estrategia en los últimos años en sacralizar y dogmatizar el consenso del 78 como algo inamovible -la derecha, que no se aclara muy bien con el término porque no es connatural a su autoritarismo genético, ha confundido consenso con concordato y paz con silencio de los rojos- lo que los medios de la izquierda sistémica han ideado es apelar a la convicción absoluta en que la Transición fue un episodio deleznable. La hagiografía de la Transición –sin duda, uno de los episodios menos indecentes de la historia de España- ha dado paso a la demonización del régimen del 78 y ahora parece que esa conquista no masivamente cruenta, que no pacífica, de la democracia formal sea una segunda leyenda negra. ¿Es que nadie recuerda lo que era la espada de Damócles de un ejército español plagado de fascistas y absolutamente leal a su difunto jefe supremo?
Yo también creo firmemente que el régimen del 78 está periclitado, pero no pienso que su alcance fuera un engaño ni un fracaso social. Eso no lo convierte en sagrado, pero tampoco en un episodio diabólico. La Constitución del 78 está llena de trampas que permiten un control del pueblo por una minoría, pero al menos ha sedimentado un nivel de libertades morales y de expresión que permiten pensar en avanzar mucho más allá. Cierto que fue un apaño entre traidores. Javier Cercas, que es de mi generación y cuya familia es de una extracción social muy parecida a la mía (católica y no combativa con el franquismo), lo vio y lo retrató certeramente. Gracias a que los hijos de muchas familias de derechas nos pasamos al bando contrario pudo operarse el cambio político. Y cierto que hubo cesiones, como en todo consenso. Y cierto que, si la derecha siguió manteniendo la propiedad de los medios de producción, cedió mucho menos que la izquierda. Pero si acabamos pensando que todo es lo mismo, que entre el franquismo y el régimen parlamentario no hay diferencia alguna estamos renunciando no sólo a la verdad, sino a la libertad. La ética consiste en la posición de absoluta libertad del sujeto frente al hecho de la imposibilidad de su absoluta autonomía, es decir, ante el hecho del imposible devenir objetivo de su fundamento. De ahí, que en pactar no haya nada deshonroso ni menoscabo alguno de la radicalidad del planteamiento. Y de ahí, también, que ningún consenso pueda ser eterno.
La Constitución del 78 está llena de trampas que permiten un control del pueblo por una minoría, pero al menos ha sedimentado un nivel de libertades morales y de expresión que permiten pensar en avanzar mucho más allá. Cierto que fue un apaño entre traidores
Así nos topamos con el teorema de Fox Mulder. Al fin y al cabo si nos podíamos creer lo que nos contaba Évole era precisamente porque nos contaba que todo era mentira, que es en lo único en lo que está autorizada a creer la opinión pública española. La convicción de que estamos siempre siendo engañados es una forma de tenernos maniatados sublime y genial: de este modo estamos condenados a no tener nunca un encuentro con la verdad. Más que nada porque estamos siempre esperándola del Otro (el periodista, el político, el policía, el juez; sí, los cuatro poderes). Vivimos en una economía política del secreto y de la corrupción, que es su corolario, precisamente porque la exigencia de transparencia ha acabado arrinconando a una virtud esencial para cualquier relación colectiva: la honestidad. Y llegamos a considerar plausible la posibilidad de un pacto de lealtad en la mentira al pueblo entre políticos y periodistas que dure más de treinta años. Necesitamos creer y, como no encontramos otra verdad, nos aferramos como un clavo ardiendo a la creencia de que todo es mentira.
Pero la fe en el secreto no es sino la fe en la información y en su capacidad de ser ocultada. Vivimos en tiempos de hipervisibilidad en los que vemos natural que haya “profesionales de la verdad”, gente que haga de enunciarla su modus vivendi. Me parece como mínimo escandaloso. El trabajo de los periodistas es suministrarnos la información, nunca fabricarnos la verdad. Eso es tarea nuestra. Creemos firmemente que los poderosos nos ocultan secretos sobre sus corruptelas, sin embargo no queremos saber nada de enigmas. Pero el único camino a la verdad es la reflexión crítica y la honestidad, intelectual y moral. La verdad está en los enigmas y su desciframiento –ver que en los resortes de funcionamiento del mundo no hay nada de natural y eterno y preguntarnos el porqué de las cosas y el cómo de su transformación-, no en los secretos y su revelación profesionalizada en manos de juristas, informadores y representantes institucionales. No es ésa su función.
La convicción de que estamos siempre siendo engañados es una forma de tenernos maniatados sublime y genial: de este modo estamos condenados a no tener nunca un encuentro con la verdad
Pero la gran mayoría hemos decidido no desconfiar de la creencia, sino creer en la desconfianza. Como Fox Mulder, en tanto opinión pública, damos por hecho que hay una verdad y que sus dueños son los poderosos. La ocultan porque quien posea esa verdad posee el poder. Ahora bien, ¿no podría ser que lo único que le interese al poder sea tenernos entretenidos, no ya buscándola, sino esperando que alguien los la revele y nos –odio esta palabra “autoayúdica”- empodere? La cuestión es que mientras esperamos la verdad no hacemos algo que sería mucho más interesante: tomar la voz para inventarla. Quede claro que entiendo por inventar la verdad algo muy distinto de inventársela. Inventar la verdad es cambiar las claves de interpretación del mundo y los objetivos colectivos. Inventar la verdad no es dar unos datos falsos del paro o del crecimiento, inventar la verdad tiene más que ver con considerar que si alguien no tiene capacidad de crear trabajo y distribuir riqueza no tiene ningún derecho a ser propietario de medios de producción.
Inventar la verdad es lo que tiene que hacer todo sujeto para vérselas con la miseria, no ya de la filosofía, sino en general de su estar a solas, abandonado en el mundo. El trabajo de inventar la verdad es perentorio y urgente: pero precisamente porque no está ahí fuera no se puede hacer con prisas. Hay que inventar la verdad de cada uno para inventar la verdad de un futuro común. Es un proceso simultáneo y dialéctico, que no interactivo. En el eterno ahí fuera de Fox Mulder no hay nada común porque no hay nada íntimamente singular. Por eso es imposible que una verdad que creamos preexistente a nuestro hallazgo, sea capaz de convertirnos, de transformarnos, de inventar un lugar desde el que ver el mundo y de inventar otro mundo desde él. El “out there” en el que Fox Mulder creía que se hallaba la verdad no es lo común, en todo caso sería lo público. Y lo público está tan colonizado, tan inextricablemente unido a lo privado (no creo que haya duda alguna de que el concepto moderno de res publica está indisolublemente unido al capitalismo) que es imposible hallar en él cifra de una singularidad auténtica. Los desengañados se engañan. El optimismo y la melancolía, la euforia y el pesimismo forman un cuadrilátero mortífero del que sólo nos pueden redimir virtudes mucho más abnegadas: la alegría, la ironía, la inventiva, el entusiasmo. La pasión por la verdad de los hechos es una pleamar que anega de ignorancia la verdad del deseo y la lucha por transformar el mundo.
… la gran mayoría hemos decidido no desconfiar de la creencia, sino creer en la desconfianza
Evidentemente la cuestión necesitaría un análisis mucho más minucioso que no puedo desarrollar por un imperativo de espacio y de economía de la atención digital: no paro de oír que hoy nadie lee más 400 o 500 palabras y yo ya llevo muchas más. Espero que quien haya llegado hasta aquí se sienta halagado en sus virtudes cognitivas (el que no, obviamente, tampoco se va a sentir ofendido). Y que al menos quede perplejo. En efecto, no he dejado nada claro. Nos decía Rajoy esta semana que no neguemos la evidencia de la salida de la crisis por nuestra insana lealtad a ideologías caducas. Eso sí es claridad. Habrá que responder con algo nuevo porque evidentemente la desvergüenza y la mentira algunos la reinventan cada día con un desparpajo envidiable. Ojalá ese espectáculo también fuera sólo un falso documental. Pero no lo es. Está ahí fuera, sí, pero no oculto como un secreto sino ante los ojos de todos, como un enigma que exige ser entendido y descifrado.