José Carlos Morenilla
Analista literario
Como nací en el tardofranquismo y era estudiante universitario de Filosofía y Letras, mi inclinación natural a la rebeldía me llevó a ser antifranquista, rojo y apasionado defensor de la marca “països catalans”. A la cosa, entonces, había que ponerle huevos, porque la represión que no se reducía a reprimir el comunismo con dureza, te marcaba policialmente si te pillaban con tan sólo un puñado de octavillas que pusiera en duda la unidad de España.
Quien más, quien menos, quería opositar y eso de estar fichado no ayudaba precisamente. Pero lo de “Països Catalans” tenía su encanto. Primero, porque rompía el uniformismo militarista impuesto, y después, porque una federación de países diferentes pero con lazos comunes basados en la cultura y la igualdad de derechos, resultaba libertario e ilusionante.
Y así, hasta que llegó la Democracia. Entonces comprendí que la propuesta era saltar de la sartén para caer en el fuego. Rápidamente, allende el Ebro, olvidaron lo de “països” para pasar a hablar de Catalán y Catalunya. Los mallorquines, los valencianos, los habitantes de L’Alguer, o los del Rosellón y la Cerdeña, dejaron de tener lengua propia, y así como antes hablábamos un castellano que pasó a ser español, ahora debíamos hablar catalán, que era la única y primigenia lengua hablada por siempre jamás en los antiguos “territorios” del “dominio lingüístico catalán”. Y el control político, lingüístico y normativo de esa lengua, no estaban dispuestos a compartirlo con nadie. Era suyo y sólo suyo. O nos hacíamos catalanes (sin països) o estábamos destinados a hablar una lengua extranjera, prestada y con un montón de vulgarismos y errores a corregir.
(El catalán) era suyo y sólo suyo. O nos hacíamos catalanes (sinpaïsos) o estábamos destinados a hablar una lengua extranjera, prestada y con un montón de vulgarismos y errores a corregir.
Esta es una herida que ha quedado sin cicatrizar de mis juveniles ilusiones revolucionarias. Como, también, la de comprobar que, no por ser elegidos democráticamente, nuestros gobernantes son menos corruptos y despóticos que los dictadores de cuna. Así que, como para sobrevivir hay que ponerle mucho esfuerzo a la vida, me dediqué a mis labores olvidando mis veleidades universitarias.
Pero he aquí que, a algunos de los que fueron colegas universitarios, la cosecha de “països catalans” los ha encumbrado a puestos de renombre, y, reunidos en la Academia Valenciana de la Lengua, en la que el orden de los sumandos sí altera el resultado, establecen que el valenciano y el catalán son la misma lengua y por ende: catalán. Y de siempre, vamos. Nuestro melifluo y democrático Gobierno de Madrid trata de arreglar el desaguisado promulgando la idea de que la tal lengua debe llamarse “catalán-valenciano” o “valenciano-catalán” que tanto monta…No cabe mayor despropósito.
Me parece muy injusto que esta vieja lengua pierda el derecho a tener nombre propio, o lo que es lo mismo, carnet de identidad.
Tengo la suerte de haber estudiado con los mejores profesores de Historia Medieval que hubo en España. He asistido como periodista a un sinfín de seminarios y conferencias sobre la literatura medieval valenciana. Conocí personalmente a Francesc Ferrer, el editor de uno de los primeros diccionarios de valenciano, y tengo, por fin, amigos que se encuentran entre los mejores investigadores de las más variopintas cuestiones que necesitan del conocimiento del valenciano de los siglos trece, catorce y quince. Me parece muy injusto que esta vieja lengua pierda el derecho a tener nombre propio, o lo que es lo mismo, carnet de identidad.
Pero, mal que me pese, he encontrado la verdad. Resulta que Valencia, que en la antigüedad mantuvo un núcleo de población superior a Cataluña, era un país poblado por mudos. Esa debe ser la explicación del porqué nunca hemos descifrado el significado de las inscripciones en la cerámica y monedas de los Iberos que poblaban estos lugares. Son signos del lenguaje de los mudos. Cuando en el S.II a C. nos colonizaron los romanos, los habitantes de estas tierras aprendimos a hablar y hablamos latín. Antes unos pocos habían aprendido a hablar cartaginés o fenicio, pero los demás mudos.
Resulta que Valencia, que en la antigüedad mantuvo un núcleo de población superior a Cataluña, era un país poblado por mudos…
Durante cinco siglos estuvieron por aquí los romanos y casi todo el mundo terminó hablando latín, hemos de suponer que muchos de los habitantes del Imperio romano no sabían leer ni escribir, pero eso sí hablaban. Los documentos escritos que encontremos serán, pues, latín más o menos culto. Con la caída del Imperio Romano, la Península Ibérica fue invadida y sometida por Suevos, Vándalos y otros pueblos bárbaros de los que los últimos y más poderosos fueron los Visigodos, pero de su lengua, distinta del latín, apenas hay noticia. Es de suponer que los habitantes que aún se acordaran de hablar lo harían en la lengua de sus padres y abuelos, es decir el latín. Pero en una península con unas características orográficas tan duras, somos el país más montañoso de Europa después de Suiza, alejados de un imperio organizado y unificador, las diferencias entre unas cuencas y otras de tan difícil comunicación se irían fosilizando y creando modos de hablar cada vez más diferentes.
La época visigoda es muy oscura, historiográficamente hablando, pero debemos suponer que, en toda la península, los que sabían hablar hablaban algo cada vez menos parecido al latín, menos los vascos que nunca formaron parte del mundo romano y seguían hablando lo suyo. En la cuenca mediterránea hablarían un latín degradado pero más uniforme entre sí que el de la lejana Galicia, por ejemplo. Algunos herejes del catalanismo han dado en llamar a esa lengua occitano. Pero claro no hay documentos. Recuerden que al escribir, los que sabían, lo hacían en Latín y en esa lengua encontraremos todos los vestigios escritos. También cabe la posibilidad que algunos, huérfanos de romanos, volvieran a la antigua costumbre de ser mudos.
…debemos suponer que, en toda la península, los que sabían hablar hablaban algo cada vez menos parecido al latín, menos los vascos que nunca formaron parte del mundo romano y seguían hablando lo suyo…
En el 711 nos invaden los musulmanes, llamados por algunos los árabes, aunque de Arabia apenas si había una docena. En poco más de quince años sometieron casi toda la Península. Sólo las regiones más septentrionales de norte de España, protegidas por una orografía inextricable se libran de la invasión. Ese norte y la región pirenaica hasta poco más al sur de Barcelona que es defendida con éxito por Carlomagno, quien establece allí la llamada Marca Hispánica como tapón que impedía la propagación del Islam más allá de los Pirineos. La Marca Hispánica, es decir, Catalunya, como su mismo nombre indica. El resto de la cuenca mediterránea volvió a su vieja costumbre de quedarse muda. De la noche a la mañana, pues veinte años no es nada, ya no volvieron a hablar en Valencia hasta que unos pocos aprendieron árabe, que era la lengua en que está escrito el Corán. Sabemos que los musulmanes fueron muy tolerantes con los que profesaban otras religiones como judíos y cristianos. Y estos, que no acudían a las escuelas coránicas, como no sabían árabe, se quedaron mudos de nuevo. Los judíos sabían un poco de hebreo y algo de árabe, pero los cristianos mudos. Y los conversos al Islam hablaban un poco de árabe y el resto del tiempo, mudos.
Sabemos que los musulmanes fueron muy tolerantes con los que profesaban otras religiones como judíos y cristianos.
Llegados aquí cabe preguntarse ¿Quién era Carlomagno? Fue el primer Emperador de Europa después de los emperadores romanos. ¿Por qué Emperador y no Rey como otros muchos? Existió un documento, un manuscrito perdido, redactado sobre final piel y cuidadosamente caligrafiado, que llevaba la firma y el sello del anillo imperial del que fue el último Emperador Romano de la antigua Roma. Es la Constantini Donatio. Es decir, el testamento político de Constantino. En él, el Emperador que abandonaba Roma para refugiarse en Constantinopla, cedía todos sus derechos dinásticos a la Iglesia Católica, representada por el Papa. Así el Papa, pasó a ser, de facto, el emperador del imperio romano de occidente, o lo que quedaba de él. Nunca hubo en el oscuro periodo bárbaro de la Edad Media un rey que mereciera tal honor, hasta Carlomagno. A él y a su poderío militar, el Papa, lo nombró Emperador. Era pues un Rey cristiano, ungido con el peso de la tradición y cuya legitimidad se remontaba muchos siglos. Era la promesa católica de restaurar el viejo poder del Imperio Romano. Aparecía para él, tanto como para el Papa que lo había ungido, la amenaza islámica como una maldición que retornaría a Europa a otra era de oscuridad y desgracia. Por eso su esfuerzo en atajar el Islam en Barcelona y los Pirineos. Por eso en la Marca Hispánica se prohibió hablar otra lengua que no fuese el latín clásico. No fue una medida anti-catalana sino anti-islámica, porque el Corán no se traduce al latín ni a ninguna otra lengua, se aprende en árabe. Reforzar la unidad latina de su imperio lo preservaba del Islam.
Pero ni siquiera lo que hoy se considera Catalunya se mantuvo a salvo de la invasión musulmana: Lérida fue un reino almohade durante siglos, un lugar en el que hasta los catalanistas aceptan que se hablaba algo más que árabe. ¿Por qué en los demás sitios no?
A pesar de mi sincero esfuerzo, debo suponer que nadie se ha creído que los valencianos fueran mudos antes de los romanos, bajo su imperio, durante el periodo visigodo o bajo la dominación musulmana. Aprendieron el latín que debió marcar una evolución lingüística y cultural importante, y manteniendo tozudamente su forma de hablar secular, algunos aprendieron árabe y otros no. Durante la mal llamada reconquista, que duró siglos, a uno y otro lado de la cambiante frontera política y religiosa, las gentes hablaban, y hablaban como habían hablado sus padres y abuelos. La incorporación de un territorio a un reino cristiano, desplazaba a algunos habitantes que huían, pero ni mucho menos a la mayoría. En Valencia se hablaba la misma lengua que se hablaba con los visigodos, con las diferencias y matices que cinco siglos introducen en el habla de una población severamente separada de otra que al principio hablaba igual. Los catalanes no repoblaron Valencia y no nos trajeron su lengua, aunque vinieron muchos. Esto estaba lleno de valencianos y no eran mudos. Y de Catalunya no se vinieron todos los maestros de la lengua que tenían, dejando despoblada culturalmente su patria de origen. Porque, ¿cómo sino se entiende que fuese aquí en Valencia donde se publican los primeros libros y renace con tanta fuerza la cultura en esa lengua? ¿Cómo es posible que mientras aquí renacía la cultura civil en valenciano, en Catalunya apenas puedan encontrase unas homilías en catalán como mandaba el concilio de Tours? Yo creo que aquí durante las campañas del Rey Jaime I de Aragón, no estábamos mudos ni hablábamos árabe, pero claro no puedo probarlo porque cualquier documento, civil o eclesiástico, será calificado de “catalán”.
Los catalanes no repoblaron Valencia y no nos trajeron su lengua, aunque vinieron muchos. Esto estaba lleno de valencianos y no eran mudos.
Así que volvemos al principio. La cuestión del nombre de la lengua ha pasado de ser una cuestión historiográfica a un asunto político, es decir, un asunto de poderío. Y ya vemos lo mucho que ponen los dirigentes catalanes a su identidad, tanto, que hoy hacen peligrar nuestro titubeante bienestar.
Pues bien, acepto lo que dictamina nuestra Academia Valenciana de la Lengua, el valenciano y el catalán son una misma lengua, de la misma forma que el huevo y la gallina son el mismo animal. Ahora sólo queda dilucidar la vieja cuestión de huevos: ¿Qué fue antes el huevo o la gallina?