José Antonio Palao Errando
Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló
¿Saben cómo distingo yo a un verdadero demócrata madrileño y un pijo-progre de Madrid? Porque ven el hecho diferencial de los pueblos del Estado español desde el ángulo de la legitimidad, esto es, como una cuestión de derecho y no como una cuestión de tolerancia. Somos pueblos, no provincias. Somos sujetos de derecho, no territorio ocupado. Tenemos derecho a hablar nuestras lenguas, no en privado y con el papá y la mamá, sino que tenemos perfecta legitimidad para ello en el espacio público y sobre todo frente al Estado.
Somos sujetos de derecho, no territorio ocupado. Tenemos derecho a hablar nuestras lenguas, no en privado y con el papá y la mamá..
Ayer a la señora Punset se le fue la mano neoliberal. Esa mano fría y distante que en buena lógica capitalista coloca como prioridad el interés de subsistencia del buen esclavo (lo que sirve para encontrar trabajo) por encima del derecho del ser humano. Seres hablantes, nos llamaba Jacques Lacan, porque el primer espacio de encuentro al que salimos los humanos, aquél en el que descubrimos que hay otros y no sólo la madre, que hay mundo luminoso en vez de útero oscuro, que hay deseos y no sólo necesidades biológicas, y que eso nos da nuestra dignidad, es el espacio de una lengua. Nadie elige esas cosas con las que se encuentra al tiempo de nacer. Nadie elige su lengua, su país –llámelo patria o como quiera- su orientación sexual, ni el color que su piel le refleja en el espejo. Pero es una conquista de la libertad humana que, una vez hemos optado por esas contingencias, tengamos no sólo el derecho a ser reconocidos en y a través de ellas, sino la obligación de luchar por ese reconocimiento. Vamos, que tengamos derecho a poder ingeniárnoslas con ese Otro del deseo y a no ser avasallados por ese Otro posterior, que es el del Poder. Es la diferencia entre un uso bárbaro de la cultura como instrumento de explotación y pura supervivencia servil, y un uso civilizado y cuerdo de la cultura como hábitat que permite al sujeto proyectarse hacia lo universal. La ética consiste en la posición de absoluta libertad del sujeto frente al hecho de la imposibilidad de su absoluta autonomía.
Es lo que tiene meterse en política en el pueblo al que vas de veraneo. Esos malditos aldeanos que no me saben preparar bien el Martini, con su aceituna de Jaén, y se empeñan en hablar raro para molestarme. Ya les enseñaré yo a no venir con sus infantiles tonterías inmersivas. Ay Dios, ni pensar quiero cómo le debió ir a esta señora en Nueva York. No señora, no. Los valencianos (y los catalanes, y los gallegos y los vascos…) hablamos otras lenguas como los esclavos negros bailaban la capoeira. A los ojos del amo parece que estamos convulsionándonos con espasmódicas danzas primitivas, pero estamos aprendiendo a defendernos. Sí, señorita, sí. Empezamos reivindicando el inglés como esperanto de nuestros días y podemos acabar pensando –ay, cómo iban a sufrir algunos que no saben hablar otra cosa- que el castellano podría ser para muchos una lengua prescindible porque puestos a elegir amo, mejor el global que el casposamente nacional. Y no, señorita, no: las lenguas de laboratorio no funcionan porque carecen de contingencia. Y sin casualidad no hay encuentro, y sin encuentro no hay dignidad de la comunidad, de la comunicación humana.
Es lo que tiene meterse en política en el pueblo al que vas de veraneo. Esos malditos aldeanos que no me saben preparar bien el Martini…
Es sentimental, pero no es útil -dijo la señorita Carolina. No hay mayor brutalidad que esa especie de perversa cortesía neoliberal que pretende hacer pasar la racionalidad de la explotación capitalista –habla, vive, piensa, entrégate a lo que le conviene a los ricos, que ahí está tu bien- como la forma actual de ese milagro cósmico que es la razón humana, cuando en realidad no es más que una actualización de la brutalidad del simio dominante con su horda. No estoy bien dotado para la simplificación cientifista, pero me tranquiliza que la señorita Carolina (supongo, querido lector, que hace ya rato que está leyendo estas dos palabras con acento caribeño) tiene en casa a su papá que es un maestro de ello y se lo podrá explicar mejor que yo.
Me hizo añorar a Lizondo, al blaverismo de toda la vida, con su irracionalidad de mascletà y pandereta. Pero al menos con sangre en las venas.
Ayer lo consiguió, la señora. Me hizo añorar a Lizondo, al blaverismo de toda la vida, con su irracionalidad de mascletà y pandereta. Pero al menos con sangre en las venas. Casi empiezo a añorar que me llamen catalanista, que mis representantes públicos escupan desde la tribuna y hagan un buen ridículo festivo y no con frialdad tuberculina. Me ofendió más ser tratado como un aldeano que no sabe llevar bien su chiringuito en la playa ni la cantidad exacta de guisantes y Chanel Nº 5 por ración que debe llevar una paella. Somos brutos y pueblerinos los valencianos, señorita Carolina. Pero nuestra tierra es roja, como la de Tara (aunque lleváramos veinticinco años olvidándolo) y también sabemos levantar el puño frente al crepúsculo y jurar que nunca volveremos a pasar humillación. Hambre no. El hambre es cosa de algunos muertos de ello que no quiso aceptar nadie en otras tierras y que la generosidad valenciana lleva siglos acogiendo para acabar descubriendo que venían a colonizarnos y a comerse nuestra sepia a la plancha, a llamar a las clótxinas mejillones (mussels, mucho mejor, dónde va a parar) y a quejarse de esta sucia aldea con un palillo en la boca. El mismo para pinchar la sepia, la aceituna del martini, el limón del gintonic y el paluego de la boca. No hay nacionalismo que no acabe en soberanismo, dice la señorita Carolina. A ver si es verdad y por fin la soberanía vuelve a los pueblos y hacemos una España pactada, plural y digna y no un imperio de opereta facha. Cosas que se nos ocurren a los aldeanos. Eso, e inventar pociones mágicas para resistir al invasor, si conseguimos conservar algún druida autóctono y no sustituirlos por paletos globales monolingües.