José Carlos Morenilla
Analista literario
No hace mucho que nos han dado la cifra: siete mil millones de habitantes. En el Mundo parece que no cabe nadie más. Nuestra población mundial ya no puede sobrevivir, de forma individual o en pequeños grupos familiares, de aquello que antaño le ofrecía casi gratis la Naturaleza. Y menos ahora que ya hemos comprendido que necesitamos compartirla con el resto de seres vivos que habitan nuestro único planeta. Para ello, los humanos nos hemos organizado en sociedades que generan y administran los bienes que nos permiten sobrevivir. Hemos pasado de ser hombres a ser ciudadanos, es decir, seres que viven lo más alejados posibles del mundo natural en donde fueron concebidos.
Tras más de 5000 años de cultura cívica, resulta que los bienes necesarios para la subsistencia de tan abrumadora cantidad de individuos civilizados, ciudanizados, culturizados, homogeneizados y globalizados, esos bienes, como el alimento, la vivienda, los remedios contra la enfermedades, etc… están en manos de una pequeña minoría. Y parece que este sistema que hace que unos pocos tengan mucho y los muchos no tengan casi nada es el único que funciona. El Capitalismo ha vencido irremediablemente a cualquier otra organización social aparentemente más equitativa.
En Europa, donde se produjeron las sucesivas “revoluciones industriales” que permitieron a supervivencia de los seres humanos cada vez más ciudanizados (repito este término inventado) y que ha exportado su cultura capitalista al resto del mundo para que pueda sobrevivir, en esa Europa y en el resto del mundo que siguió su ejemplo, los que sólo poseen su capacidad de trabajo se llaman obreros.
Algunos entienden que esta denominación está obsoleta, que es una reminiscencia de un pasado superado, pero la realidad es que aún, y por siempre, me temo, en el mundo capitalista habrá quienes no tengan más posesión que su trabajo.
Estamos organizados en una especie de pirámide achatadísima, donde los obreros forman la base. El truco consiste en convencernos que esa pirámide se puede escalar. Y en el titánico esfuerzo por apartarse de la base de la pirámide, los que nada tienen, han creado escalones artificiales y, en vez de obreros, diferencian a los trabajadores por su especialización, por su empleo, por su categoría laboral, o por sus efímeras posesiones. Pero lo cierto es que, desaparecida su actividad, faltos de trabajo, caen otra vez sin remedio a la masa de desposeídos, de ofertantes de mano de obra, de obreros.
No he conocido yo los resultados de las ideas de Marx, Engels, Lenin o Frantz Fanon sino por referencias de terceros. Estudié en un colegio de curas y, tras un efímero paso por el instituto, desemboqué en la Universidad donde estudié Filosofía y lenguas muertas. Lo de obrero, su realidad, sus sentimientos, se me colaron en el alma leyendo a Maxence Van Der Meersch, todas sus obras pero sobretodo “Cuando enmudecen las Sirenas”. Aquellas sirenas que marcaban con su estridente gemido el principio y el final de la jornada en las fábricas de mediados del S.XX.
Así descubrí lo que es el hambre, la desolación de salarios miserables, la falta de piedad de los patronos, la explotación, la vida sin esperanza…, y la solidaridad. Supe lo que supone una huelga, no estas manifestaciones festivas y altaneras de un día. Una huelga de los que no tienen nada más para vivir que su trabajo. Dura, interminable, aterradora. La de aquellos que a pesar de tener la muerte pisándoles los talones, se detienen. Sufrimiento y fuerza. Ver a los tuyos a punto de morir de hambre y aguantar. Solidaridad es compartir el mendrugo de pan. Y los sindicatos duros, implacables. No se trabaja. A veces se ganan, a veces se muere. Esa es la alternativa.
Aquellos obreros guardaban para sí sus ilusiones, su alegría, su esperanza. Orgullo, dignidad y esfuerzo. Jamás vender a un compañero. Jamás prosperar sobre la miseria de otro. Vivían de su trabajo, hasta el fin de sus días. Como ya soy viejo, alguno encontré aún por nuestras calles, pero cada vez los que se sienten así son menos.
Cualquier intento de voltear la pirámide ha fracasado. Un pequeño terremoto, una crisis y los de siempre caen abajo, y el sistema prevalece. Y estas crisis se producen en el tiempo de manera periódica cada vez que se necesita achatar de nuevo la pirámide.
Pero no. No se trata de dar la vuelta a la tortilla. Más de un siglo desde la revolución rusa no ha pasado en vano. Deberíamos volver a sentirnos obreros. Tener el orgullo y la dignidad de ganarnos el pan con nuestro esfuerzo. No dejarnos engañar con el “sueño americano”. La trampa para tontos.
Volver, como aquellos, a ser solidarios, no escapistas. Sabernos pobres, sabernos muchos. No dejarnos engañar con las revoluciones imposibles para mañana. Trabajar juntos, hacer justa nuestra sociedad, ser compañeros de los que nada tienen, tener conciencia de nuestra fuerza pacífica.
La pirámide capitalista que siga como está, pero ahora, gracias a nuestra Democracia, que la base esté al mando. El obrero al mando. Que no nos quiten nuestra dignidad, ni nuestra fuerza, ni el poder de nuestro voto.
Obreros, sí, pero al mando. Sin desertores. Todos.