Sábado, 4 de Octubre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, amigos todos: “Para vosotros… soy Obispo, con vosotros soy cristiano” (San Agustín), siervo y servidor de todos: A todos vosotros hermanos y amigos aquí presentes: cardenales, obispos, sacerdotes, diáconos, personas que vivís una especial consagración en la Iglesia, agentes de pastoral, educadores cristianos, catequistas, servidores de los más pobres y enfermos; a todos vosotros los pobres y débiles, los que sufrís de tantas maneras; a todos vosotros, ancianos, familias, jóvenes, niños, a mi familia, particularmente mi hermana, a quien tantísimo debo; a los hermanos representantes de las distintas confesiones cristianas y de otras religiones, particularmente de la religión judía; a las distinguidas y estimadas autoridades y a los responsables y actores de la gestión pública, a todos los que estáis aquí reunidos, acompañándome en el inicio de mi ministerio pastoral con vuestra acción de gracias, plegaria y afecto, con verdadero gozo y cariño sincero os saludo y os ofrezco mi disponibilidad y cuanto soy como pastor diocesano de esta porción del pueblo de Dios en Valencia. En estos momentos pienso en todos los que vivimos en el territorio diocesano, sean de la procedencia que sean, sean creyentes o no creyentes; pienso particularmente en los últimos y más desheredados de la diócesis, a todos saludo con un abrazo de paz, de cercanía y de afecto de todo corazón.
Inici el meu ministeri episcopal, amb emoció continguda, l’endemà de la festa de Sant Francesc de Borja, valencià, en la de sant Francesc d’Assis, poc abans de la de Sant Tomàs de Vilanova, uns dies abans de la festa de la Mare de Déu del Roser, i de la del Pilar, dia d’Espanya i festa nacional, en la immediatesa del dia de la Comunitat Valenciana, i en els llindars de l’obertura de l’Any Sant Teresià en el quint centenari de Santa Teresa de Jesús: dates emblemàtiques, providencials, que m’apunten el camí per on dirigir els meus passos. Després de besar, fa uns moments, com a fill seu, la mà de la Mare de Déu dels Desamparats, tant necessitat del seu ampar, i ser acompanyat pels sants, per tots vosaltres i pels que no han pogut vindre, vos confesse, sense rubor i amb molta alegria, que em sent més valencià que mai; m’embarga un fondo estupor davant de la responsabilitat eclesial que se m’ha encomanat: sou tots vosaltres la comunitat diocesana sencera, i faig meu els vostres gojos i patiments, les vostres alegries i esperances, els vostres anhels i necessitats. No vinc amb por, sinó amb la confiança d’un xiquet acabat d’alletar en braços de sa mare, que Déu portarà avant l’obra de salvació que està en els seus plans a favor vostre i amb vosaltres, ací a València, i, des de València, oferir-la a altres llocs.
Me encuentro con vosotros, en medio vuestro, para serviros, para entregaros lo que tengo y he recibido de la Santa Madre Iglesia, el tesoro que ella me ha dado, que ella nos ha dado a todos: Jesucristo. No traigo ni tengo oro ni plata, no traigo ninguna otra riqueza, ningún otro poder ni fuerza, ningún otro plan, ninguna otra palabra que ésta: Jesucristo; os pertenece: Él es nuestra esperanza y nuestra luz, «Dios-con-nosotros», Hijo de Dios vivo venido en carne en el seno de una familia, el rostro humano de Dios en cuya carne nos ha manifestado al Dios que es Amor y misericordia, el Dios que ha apostado y apuesta todo por el hombre, el «sí» más pleno y comprometido de la historia a favor del hombre, especialmente de los más débiles, de los pobres, de los enfermos, de los amenazados de cualquier forma en su vida, incluso antes de nacer: todos estos son sus predilectos. Con vosotros y para vosotros no quiero saber otra cosa que a Cristo, y éste crucificado, en quien se derrama y desborda todo el amor inefable de Dios, apasionado por el hombre. Por pura gracia y por don de la Iglesia, recibido en familia y en cuantos me han acompañado a lo largo de mi vida, tengo la certeza inquebrantable de que sólo Dios puede saciar el corazón insatisfecho del hombre y de que en Él el hombre, todo hombre, la humanidad entera encuentra la esperanza y la realidad de una humanidad nueva, verdaderamente nueva, renovada en sus raíces más vivas y profundas. Con la ayuda de lo Alto, y la intercesión de los santos, particularmente los de Valencia o a ella ligados, de san Ildefonso de Toledo y de Santa Teresa de Jesús, proclamaré sin descanso, me gastaré y me desgastaré “proclamando sin desánimo que prescindir de Dios, actuar como si no existiera o relegar la fe al ámbito de lo privado, socava la verdad del hombre e hipoteca el futuro de la cultura y de la sociedad. Por el contrario, dirigir la mirada al Dios vivo, garante de nuestra libertad y de la verdad, es una premisa para llegar a una humanidad nueva. El mundo necesita hoy de modo particular que se anuncie y se dé testimonio de Dios que es amor, y, por tanto, la única luz que, en el fondo, ilumina la oscuridad del mundo y nos da fuerza para vivir y actuar” (Benedicto XVI). Hablar de Dios es prioritario, hablar de Él desde ese antes hablarle a Él en el trato de amistad con quien tanto nos ama, hablarle en la oración, en una vida orante para hablar al mundo de Dios que tanto necesita de Él; hablarle para adorarle, para darle gloria, que, no olvidemos, es que el hombre viva; que nada se anteponga a Dios, a las obras de Dios, para poder amar a los hombres: y esto acontece en la Liturgia, en la Eucaristía: esto es prioritario. No es casual, pienso, que el comienzo de mi ministerio coincida con las vísperas de la apertura del 500 aniversario del nacimiento de Santa Teresa, maestra de oración, de perfección, y de renovación de la Iglesia, cima de la humanidad más alta que proclama: “Sólo Dios”.
Al emprender, con esta Eucaristía, mi ministerio episcopal al servicio de nuestra querida diócesis de Valencia, no puedo olvidar aquellas palabras de la Carta a los Hebreos: con la mirada puesta en Jesucristo: “corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia… y no os canséis ni perdáis el ánimo” (Hb. 12, 1-3). Las lecturas de la Palabra de Dios, como lámpara que alumbra y ha de guiar mis pasos, nos hacen mirar a Cristo, Cristo crucificado, verdadera sabiduría de Dios, necedad para los gentiles. Así, Dios me llama a estar en medio de vosotros no queriendo saber, ni anunciar otra cosa, que a Cristo y Éste crucificado, ni seguir a otro que no sea seguir a Cristo como únicamente se le puede seguir: negándose a sí mismo, dejando que Cristo sea vida nuestra, que viva en nosotros, teniendo el mismo pensar y los mismos sentimientos, de Cristo que se anonadó y rebajó hasta la muerte y una muerte en cruz, en obediencia al Padre, para cumplir su voluntad, que no es otra que su misericordia, su perdón y reconciliación sin límites, amar y entregarse al hombre hasta el extremo, identificarse enteramente con el hombre humillado y herido, para levantarlo y hacerle partícipe de su amor, de la vida que no perece, del triunfo sobre toda muerte, odio e injusticia.
Pedid que así sea yo, porque así me quiere el Señor, el único pastor de nuestras vidas. Pedid que, identificado con Cristo, son su pensar, sentir y actuar, sea, como Él, para vosotros pastor conforme al corazón de Dios, que conoce de cerca de sus ovejas, las llama por su nombre, “huele, -como dice el papa Francisco-, a ellas”, da la vida por ellas, las defiende, las alimenta con el “pasto de la doctrina saludable y verdadera y con el buen ejemplo” (Santo Tomás de Villanueva) que ama y da su vida. Pedid que sea el buen pastor que ama mucho a su pueblo, a vosotros, mi pueblo, porque ora mucho por su pueblo: tenéis derecho a que ore mucho, incesantemente, por vosotros; si no lo hiciera, demandádmelo, sería señal terrible de que se habría enfriado mi amor por vosotros, ese amor que el Espíritu que se nos ha dado derrama sobre nosotros.
Pedid para que sea ese pastor, sobre el que está este Espíritu de amor, para que cumpla lo que hemos escuchado en la profecía de Isaías, que Jesús se apropia para definir su identidad y misión en la sinagoga de Nazaret (Lc. 4, 18): “El Espíritu me ha ungido para sanar los corazones desgarrados, traer la libertad a los cautivos, anunciar la buena noticia a los pobres y proclamar el año de gracia del Señor”. Soy enviado a vosotros para ofrecer en medio vuestro el cumplimiento de la profecía en Jesús y que los pobres son evangelizados, que a los pobres, a los últimos, a los que viven las diferentes periferias existenciales y sociales, como dice el Papa Francisco, se les anuncia en obras, palabras y signos y se realiza para ellos y ante ellos la buena noticia de que Dios los ama, que no los abandona ni los deja en la estacada. No me comprendo a mí mismo, ni hallo mi identidad si no es desde el ser enviado para evangelizar, a los pobres y a los pecadores, a los necesitados de misericordia: soy misión y quiero vivir para la misión entre vosotros. Hago mías las palabras del Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium” –programa para nuestra diócesis y para la Iglesia entera-, cuando dice: “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Me reconozco a mí mismo como marcado a fuego para esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar” (EG 273). Con la gracia y la unción del Espíritu estoy decidido a fondo a ser para los demás, ofrecer el signo de que los pobres son evangelizados, como Francisco de Asís, en cuya fiesta no en balde ni casualmente comienzo a ser obispo para vosotros; quiero vivir en la diafanidad de la misión, de la evangelización, del anuncio de la misericordia, sin buscar para nada reconocimientos de ningún tipo ni defendiendo ningún interés que no sea el del Evangelio y la atención a los hombres, especialmente a los predilectos del Señor, que son los pobres, los últimos, los pecadores, los indefensos, las víctimas de cualquier violencia o agresión, los enfermos, los débiles y sencillos.
Y para eso no tengo otro camino que el del Evangelio proclamado: “ir a Jesús”, “venid a mí…”, caminar con Jesús, aprender de Él que es manso y humilde corazón, e ir como Él mismo envía a sus discípulos. Mirad las disposiciones que señala el Evangelio en este envío a sus discípulos –a mí consiguientemente-: con la premura consciente de la salvación de los hombres y de que no se puede perder tiempo, el tiempo urge (“caminad, no os detengáis en saludos inútiles, en interminables evasiones divergentes de la misión”). Con la libertad del que no necesita apoyar su confianza en provisiones y, por ello, sin afán de provisiones, aceptando con noble pobreza, sin rebuscarla, la generosidad de los que los reciban, y reconociendo que el éxito no es uno de los nombres de Dios y que no es cristiano codiciar el éxito público y el número por hacernos grandes y exitosos. Aceptando con la misma sencillez y sin merodear, la mesa generosa como la noble austeridad; aceptando con la misma sencillez la abundancia y la escasez de los frutos, la gloria y el brillo que la humillación o el descrédito, el bienestar que el sacrificio y la carencia, la riqueza de recursos o la escasez y la indigencia de los mismos. La Iglesia sin alforjas; sin temor a que nos puedan quitar las alforjas; la Iglesia sabe vivir en pobreza. Como no sabe, o no debe saber vivir el discípulo enviado, es no anunciando a Jesucristo, o no proclamando el único Señorío de Dios, o vendiéndose por riquezas, por aplausos o por éxitos.
Los discípulos en misión, y vuestro Obispo también, enviados como siervos y servidores, como presencia de Cristo, el Buen Pastor conforme al corazón de Dios; también somos enviados como mansos y humildes de corazón: No violentos ni impositivos, poderosos o liados a los poderes; como corderos, pero tampoco ingenuos, sabiendo que los lobos son lobos, y con la debilidad invencible de los dispuestos al martirio. Sin complejo de cobardía. Sencillos, seguros, felices. Haciendo el bien como Jesús: atendiendo a los enfermos, signo de la presencia del Salvador y Mesías entre los hombres. ¡Qué bien lo han entendido los misioneros y misioneras de todos los tiempos, por ejemplo “Sant Vicent Ferrer”, trabajador incansable en el anuncio del Evangelio por toda Europa, o Santo Tomás de Villanueva, modelo de predicadores! Proclamando la palabra y comunicando la paz. Siempre inseparables las obras de asistencia y la predicación de la Palabra. Sin alforja y sin bastón, sin otra riqueza que Jesucristo: “No tengo oro ni plata, lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda!”(Hch. 3,6). Con la única apoyatura de Dios, con la confianza puesta en Él, como el niño pequeño, recién amamantado, en brazos de su madre.
Pedid a Dios por mí para que no me canse de anunciar el Evangelio de la misericordia. Me urge y apremia proclamar este Evangelio; oigo el grito, como el que Pablo escuchaba en sueños de los macedonios, venido de tantos y tantos que tienen sed de esa misericordia: “¡Ayúdanos!”. Urge anunciar la buena nueva de Jesucristo. El mensaje que hay que proclamar es el mismo de Cristo y que es Cristo mismo. “El Reino de Dios ya llega a vosotros”. Dios está muy cerca: que los hombres lo oigan con toda claridad. Aunque tal vez algunos prefieran no saberlo: Dios está muy cerca y en su mano la justicia eterna. El Reino en labios de Jesús abarca y resume todo el Evangelio: Dios aceptado como centro de la vida: feliz y cercana eternidad ya desde ahora. Y con él la paz. Los misioneros del Evangelio lo son de la paz, que significa y es la plenitud de todos los bienes, caricia de la ternura de Dios, derramamiento de la misericordia infinita de Dios. ¿Qué mayor regalo que la paz, fruto y presencia del Espíritu, que sólo viene de lo Alto? Si este anuncio encuentra acogida, se habrá realizado la obra más grande que se puede concebir en el orden social: la de dar al hermano la felicidad. En aceptar a Dios está la paz. Los que con absoluta voluntad se cierran a aceptar el mensaje de la fe son ciertamente libres; pero en su decisión queda comprometida su responsabilidad y su dicha.
Anunciar el Reino de Dios es anunciar a Cristo, pero Cristo es el de la cruz, que crucificándonos con él nos libera del mundo y de nosotros mismos. Su paz es la del Crucificado que nos ha reconciliado. Quien entienda la cruz descubrió la paz, inseparable de la verdad, del amor, de la justicia y el perdón. Anunciar el Reino de Dios y seguir a Jesucristo es inseparable de la Cruz de Jesucristo, pero esta Cruz es la que salva, es la total cercanía de Dios con nosotros, y el Señorío de su amor y de su misericordia, es la suprema manifestación y realidad de la gratuidad de Dios, de su gracia. Es ese amor y esa gracia que gratis hemos, he, recibido, y la que gratuitamente, sin otra paga que el anunciarlo y darlo, lo que hemos de entregar a los otros, un servidor el primero en la diócesis. Que Dios me libre o nos libre de otros intereses que no sea la pura gracia, el dar gratis lo que gratis hemos recibido; por eso, que Dios nos “libre de gloriarnos si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo”. Que cuanto haga y diga, queridos hermanos, lo haga con todo amor y gratuidad, y que sea con la misma mirada de Jesucristo, que mira el mundo con entrañas de misericordia, como mira a ese gran campo del mundo para que Dios envíe trabajadores a él. Por eso, inseparable del anuncio del Reino de Dios y de su querer sobre el hombre que siempre es de bondad, libertad y comprensión misericordiosa, es necesario hacer presente, con el auxilio de Dios, a través de nuestras obras de esta cercanía de Dios misericordioso, que quiere hacer de todos los hombres, sus hijos, una sola familia unida de hermanos donde tengamos seguros cada día el Pan que necesitamos, como el perdón y el perdón que necesitamos todos como el pan. A todos, a mí el primero, nos llama el Señor, a que, convertidos a Él, amemos y sirvamos a los más débiles y necesitados porque esto es lo que reclama la misión que se nos encomienda, que se me encomienda a mí hoy de modo particular. Amemos y sirvamos a los más necesitados que esto es lo que reclama la misión a la que se me llama y envía. Rogad al Señor que envíe obreros a su mies, que Dios conceda a nuestra diócesis llamada a sentirse y ser enviada a evangelizar a los pobres.
Estamos atravesando, preciso es reconocerlo, tiempos nada fáciles, los miremos por donde los miremos. Estamos pasando una época en que la fe está siendo sometida a pruebas extremas. En esta marcha oscura por el desierto de tiempos de increencia y de una cultura de muerte, Cristo sigue viviendo en nosotros la tentación que pone a prueba la fidelidad a Dios. Pero estamos seguros de que Dios no abandonará a los hombres. Esta es la suprema razón que nos sostiene en nuestro combate: el empeño de Dios en favor del hombre, del que sale fiador el sacerdocio de Cristo, al que no podemos dejar de hacer presente en nuestro mundo, nosotros sacerdotes en primer término. La garantía y el fundamento no es otro que Jesucristo que permanece, “el mismo ayer, hoy y siempre”, y actúa a través de su ministerio: el de sus obispos inseparable de sus imprescindibles colaboradores, vosotros sacerdotes.
La celebración de hoy, en el inicio de mi ministerio pastoral en servicio de todos junto con nuestro presbiterio, a mí y a vosotros sacerdotes nos invita “a redescubrir el ‘don’ y el ‘misterio’ que hemos recibido”. Se nos pide hoy ahondar en la naturaleza de nuestro sacerdocio y atemperar a ella nuestro estilo de vida, a fin de arrostrar nuestra imprescindible misión con confianza, libertad, audacia y alegría. De una manera particular, necesitamos profundizar en nuestra relación con la Eucaristía, misterio de comunión, puesto que es en ella donde nuestro ministerio se sostiene y apoya. Surge espontáneo en el corazón, en mi corazón, el gozo inefable de la específica comunión que nos une hoy a todos nosotros, sacerdotes, hermanos y amigos sacerdotes. ¿Qué mayor amor podía demostrarnos Jesús a nosotros que llamarnos, a todos y a cada uno, sus amigos (Jn. 15,14-15) y encomendarnos a cada uno la asombrosa potestad de consagrar la Eucaristía?¿Podía darnos mayor prueba de confianza?¡Qué alegría se experimenta cuando oímos a un hermano sacerdote, tal vez extenuado, como tantos hoy por los afanes, los trabajos y aún las dudas de las contestaciones de nuestro tiempo, decir : “Soy feliz y si volviera a nacer no querría ser otra cosa que sacerdote”, un “santo sacerdote” (José Mª García Lahiguera)! Es preciso soplar en las brasas, avivar la llama, reavivar el carisma que Dios ha puesto en nosotros, llenarnos de la alegría, de la audacia y de la plenitud del don recibido, nuestro sacerdocio.
Y como dijo el Papa San Juan Pablo II en una de sus cartas sacerdotales, que firmó en Jerusalén en el lugar, según la tradición, de la Última Cena: “Permanezcamos fieles a esta ‘entrega’ del Cenáculo. Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Postrémonos con frecuencia y prolongadamente en adoración delante de Cristo Eucaristía. Entremos, de algún modo, en la ‘escuela’ de la Eucaristía”. Muchos sacerdotes, a través de los siglos, -nuestro San Juan de Ribera, o nuestro San Pascual Bailón, San Juan de Ávila o el Santo Cura de Ars-, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la Última Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad. El testimonio que daremos al pueblo de Dios en la celebración Eucarística depende mucho de nuestra relación personal con la Eucaristía.
Hermanos sacerdotes, al comenzar junto a vosotros mi ministerio pastoral de Obispo os invito a que “¡volvamos a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Hagamos redescubrir este tesoro a nuestras comunidades en la celebración diaria de la santa Misa y, en especial, en la más solemne de la asamblea dominical. Que crezca, gracias a vuestro trabajo apostólico, el amor a Cristo presente en la Eucaristía”, (San Juan Pablo II), el gran valor de la adoración eucarística, que hagamos de Valencia una diócesis verdaderamente eucarística como la quería San Juan de Ribera, el Beato Ciriaco María Sancha, el venerable Siervo de Dios, D. José María García Lahiguera, porque, además, así lo exige el gran regalo de la inestimable reliquia del Santo Cáliz de la Última Cena. Así será una Iglesia de los pobres y para los pobres, henchida de caridad y misericordia para con los más necesitados, verdaderamente evangelizadora, testigo y artífice de una nueva civilización del amor, de la paz y de la esperanza.
Como María, Madre de Cristo, “Mare de Déu dels Desamparats”, cantemos siempre, y especialmente hoy en esta Eucaristía nuestro “Magníficat” por la infinita misericordia que Dios ha desplegado sobre nosotros, y, al mismo tiempo, pidamos su auxilio, para que Él, para quien nada le es imposible, nos ayude a mantener siempre vivo el don que Él ha puesto en nosotros. Acudimos también a la poderosa intercesión de los santos y santas valencianas, que son tantos, entre otros: San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, el Beato Agnesio, el Siervo de Dios Padre Jofré, Santo Tomás de Villanueva, San Francisco de Borja, San Juan de Ribera, San Pascual Bailón, el Beato Francisco Gálvez, el Beato Ciriaco María Sancha, los Santos Mártires de la persecución religiosa del pasado siglo, Santa Teresa de Jesús Jornet, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, el Siervo de Dios Marcelino Olaechea, el Venerable José María García Lahiguera. Que ellos me ayuden y nos ayuden a todos en este servicio pastoral que se me ha encomendado, en el que aseguro a todos mi amor y mi entrega. Como os dije en el saludo del día en que se hizo público mi nombramiento, no traigo ningún programa pastoral previo ni obra de mi laboratorio, mi programa es, con vosotros, buscar y hacer la voluntad e Dios, que ya se manifiesta en el camino abierto y recorrido por mis admirados predecesores de tanta hondura como densidad eclesial, particularmente reflejado en el último Sínodo diocesano, aplicación a Valencia del Vaticano II, y de manera más concreta el roturado por mi venerado y siempre recordado amigo, entrañable, D. Agustín García-Gasco a quien debemos, entre otras cosas, la Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”, y el camino que está en marcha y me apresuro a continuar, impulsado y seguido por mi queridísimo hermano y amigo, D. Carlos Osoro, a quien agradezco de todo corazón, personalmente y en nombre de toda la diócesis, la gran y esperanzadora herencia que nos deja en sus intensísimos años de servicio y labor apostólica en Valencia como verdadero pastor conforme al corazón de Dios, que Dios nos ha regalado y que ahora recibirá la diócesis de Madrid, que, de nuevo acogerá como verdadero don de Dios a otro Arzobispo venido de la Sede de Valencia y trasladado a Madrid; que Dios le pague todo como sólo Él sabe hacerlo y que le ayude en todo, D. Carlos. Querido hermano y amigo, aquí nos tiene y aquí tiene su casa: ¡Muchísimas gracias!, deja aquí muchos amigos –todos-; y trataremos de pagar nuestra deuda de amistad, con nuestra cercanía, memoria, amistad y gratitud, sobre todo, con nuestra plegaria para que Dios le conceda cuanto necesite en su nuevo servicio a la Iglesia, y le colme de la santidad, sabiduría y fortaleza que requiera. Nos tenga presente y pida por todos.
+Antonio Cardenal Cañizares Llovera,
Arzobispo de Valencia