Silvia Peris
Periodista
Hace ya unos cuantos años, la prensa recogía una noticia insólita que inducía a pensar que todos los problemas de la Humanidad se acabarían como por arte de ciencia matemática…Vaya, que tan fácil como sumar cuatro manzanas y restar una. Psicólogos británicos habían descubierto la fórmula de la felicidad, y era la siguiente:
Felicidad = P + (5XE) + (3XN)
Todo ello teniendo en cuenta que la variable P constituirían las características personales (filosofía de vida, adaptación y resistencia), la E representaría la existencia (salud, estabilidad financiera y amistad) y la N se correspondería con las necesidades prioritarias (autoestima, expectativas, ambición y sentido del humor).
Años después, el eminente y sobrevalorado Eduardo Punset, que tan pronto es político, como economista, como ensayista, como divulgador científico y que, en los últimos años, ha encontrado un filón en la publicación de libros y como figura mediática, incidía en el tema y en su libro “El viaje a la felicidad”, redundaba en la formulita y ofrecía una nueva ecuación basada principalmente en valores como las emociones y los factores externos e internos a la persona. Antes, durante, y después de estas formulaciones sorprendentes, la felicidad como concepto y como estado vital deseable para cualquier ser humano hacía correr ríos de tinta en la pluma de escritores, filósofos y científicos y, ya metidos en el siglo XX y parte de este XXI, en las plumillas de autores new age, de autoayuda, que han creído encontrar la piedra filosofal de la felicidad ofreciendo teorías innovadoras y métodos de alcanzarla en recetas de cuatro, cinco y hasta infinitos puntos, con ingredientes milagrosos incluidos.
Acabo de releer ‘La conquista de la felicidad’ de Bertrand Russell, un hombre que tenía pinta de científico despistado y que parece ser rozó los noventa años después de haber vivido una existencia intensísima con un montón de libros y ensayos escritos en el terreno de las matemáticas y la filosofía, cuatro matrimonios con sus correspondientes divorcios, penurias económicas, numerosos viajes y residencias en diferentes lugares, y tras una comprometida actividad política en defensa de las libertades y el pacifismo, que le valieron en algunos casos su paso por la cárcel. Vamos, lo que podríamos llamar una vida al 100 por ciento de revoluciones, con sus miserias y también sus virtudes. Un señor que, indudablemente, se podría decir que tenía cierta autoridad para hablar de una materia de tanto interés para el más modesto de los mortales.
Para hacernos una idea sobre sus motivaciones a la hora de adentrarse en ‘La conquista de la felicidad’, Russell explicó que “fue escrita en un momento de mi vida en la que necesitaba ejercitar mucho mi autocontrol, y servirme de la experiencia aprendida con el dolor, si quería que mi felicidad fuera completa y duradera.” Una suerte de catarsis personal plasmada en papel y que fue denostada por los intelectuales de la época que la consideraron demasiado comercial, banal, y que, por el contrario, fue un éxito de ventas en los inicios de los años treinta, como lo son hoy en día algunos betsellers de autoayuda.
Bertrand Russell se avanzó a esta pseudoliteratura new age y compuso una formulación de la felicidad de puro sentido común, en la que han bebido posteriormente muchos autores de gran éxito sin inventar absolutamente nada. Me estoy refiriendo a los Bucay, los Punset, etcétera… El profesor José Luis Aranguren indicaba en su momento que se trataba de una obra escrita por un “moralista clásico”. Yo más bien diría simplemente que es un compendio de reflexiones de un ser humano que trató de entusiasmarse con la vida y que compartió su entusiasmo con otros seres humanos como él. VIVIR SIN MIEDO. Tan sencillo como eso y sin necesidad de recurrir a las matemáticas, ni a más entelequias.