José Antonio Palao Errando
Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló
Para Shaila García Catalán, que lleva más de una década dándome qué pensar
Hace unas cuantas semanas, todos queríamos ser Charlie. Esta última, nadie ha hecho pegatinas y camisetas, pero todos llevamos escrito en la frente, mientras escrutamos con sospecha nuestro alrededor, Yo no soy Andreas Lubitz. Ya sabemos cómo va esto. Cada vez que hay un tenebroso atentado, una opaca catástrofe, los medios hacen proliferar las imágenes, los relatos, las opiniones de los expertos, intentado vacunarnos contra el terror con esa gran enemiga de la verdad que es la certeza. Es eso que algunos llaman el Síndrome CSI y que se ha convertido en uno de los estigmas de nuestra cultura: la repugnancia a lo contingente, el terror a lo que no se aviene al principio de razón suficiente, esto es, a lo azaroso de cualquier vida. No deja de ser curioso, para más inri, que las animaciones infográficas que hemos visto esta semana, construidas para suplir la falta de evidencias, con el comandante del vuelo aporreando desde fuera la cabina de los pilotos, fueran especialmente cándidas, toscas, paleodigitales. Tenían ese grano y ese aroma a pixel primitivo que me ha recordado inevitablemente a las que se proliferaron hace más de veinte años para intentar dilucidar de una vez por todas, en el treinta aniversario de su asesinato, cuántos tiradores habían disparado a John F. Kennedy. Mientras tanto, en la pantalla fílmica, más solvente en lo visual, Forest Gump, el otro mito demócrata de los 90, le estrechaba inopinadamente la mano. Cosas de la continuidad y la consistencia del raccord.
…todos llevamos escrito en la frente, mientras escrutamos con sospecha nuestro alrededor, Yo no soy Andreas Lubitz.
¿Soy acaso el único al que la imagen reiterada del maratoniano Andreas Lubitz, al que casi todas las fotos que se han difundido esos días lo muestran corriendo, le sugiere una especieo de versión neoliberal post-11S del personaje de Zemeckis? A mí, su imagen de runner con gorrita, no ha podido dejar de recordármelo. Porque, si Forrest Gump –al igual que Homer Simpson, otro invento de los primeros 90- era un doble satírico del americano medio, este mortífero Andreas, con su gorrita hipercompetitiva, casi parecía un doble del doble, una refracción al cuadrado, una caricatura sangrienta del ciudadano medio.
Ya lo sabemos. Cuando hay un atentado, los saberes de occidente se cierran en lo epistémico y en lo político: ¡redoblemos la seguridad, encaucemos convenientemente el odio! Un terrorista suicida ya es en sí un reto para la propagación ideológica del capitalismo, porque es un pliegue paradójico muy difícil de asimilar para nuestra cultura, que supone que la supervivencia es el bien sumo. Por eso, alguien que proyecta sus creencias más allá del bien para su cuerpo, queda connotado como mártir. Como aseveraba a principios de siglo el psicoanalista Jacques-Alain Miller respecto los que perpetraron el 11S, un terrorista suicida participa de cierta naturaleza angélica al despreciar de tal modo su encarnadura viviente. Y, por eso mismo, cuesta un esfuerzo suplementario, respecto al enemigo clásico, cumplir con la tarea de odiarlo y denostarlo.
Pero bueno, al menos, el yihadista puede ser objeto de oprobio por su fanatismo ideológico. Y eso tiene su vertiente práctica. Al yihadista no le importa morir, pero, por fortuna, le importa matar y que su masacre tenga el máximo de repercusión mediática. Y, con la lógica del espectáculo mortífero, el capitalismo global se las sabe entender bastante bien: hay medidas de seguridad posibles. De modo que, en estos inicios del siglo XXI, viajar en avión se ha convertido en una práctica ominosa para el pasajero: precarizado, blanco de la sospecha masiva, desnudado, registrado, reducido a un cuerpo que es mirado como el resto insignificante de una posible operación de inmolación masiva… Yo siempre digo que, de aquí unas décadas, se verá el ritual de seguridad por el que pasamos los usuarios del tráfico aéreo en nuestra época como hoy consideramos la entrega de los cristianos a las fieras en el Coliseo, como las justas medievales, los combates de gladiadores o el canibalismo: como una de las cimas litúrgicas de la infamia y de la miseria de la irracionalidad humana.
…de aquí unas décadas, se verá el ritual de seguridad por el que pasamos los usuarios del tráfico aéreo en nuestra época como hoy consideramos la entrega de los cristianos a las fieras en el Coliseo, como las justas medievales…
¿Y Andreas Lubitz? Ojo, porque el caso es peliagudo. Era un blanco occidental. Pero, además, era miembro de la tripulación, estaba el centro de toda la ceremonia de la seguridad global. El piloto es el núcleo exterior del proceso, es su garantía éxtima, es tan interno que cae fuera: no pasa por controles de seguridad porque está implícitamente excluido como agente del peligro. Pero, si eso falla, ¿qué protocolos podemos implementar ya? Los relatos promovidos a partir de la revelación del fiscal de Marsella –¿un trasunto del fiscal Garrison de Oliver Stone, o me estoy pasando con la alegoría?- no tenían otra opción que encaminarse a intentar constituirlo como excepción, a minimizar casi hasta al cero su relevancia estadística: era un enfermo mental, no había ni ideología, ni lógica, ni razón en su comportamiento. Es un caso prácticamente único e irrepetible.
¿Podemos estar seguros de que Andreas Lubitz era una pura, mera, excepción? Miren, yo cuanto más voy sabiendo de él más voy pensando que su patología crónica no era otra que la normalidad. Y la normalidad tiene picos agudos peligrosísimos, que solemos denominar “ansia de éxito”. Lubitz era el prototipo del ciudadano neoliberal que, envenado por el virus del “atrévete a perseguir tu sueño”, del “lo conseguirás si lo deseas lo suficiente”, fue víctima de los cheques que extendía su ego y que su cuerpo no conseguía pagar. Problemas físicos, problemas psicosomáticos probablemente, que le impedían acceder en el supermercado global de la vida al estante donde él consideraba que estaba primorosamente envuelto y dispuesto para el consumo (prêt-a-porter) su radiante y metafísico destino, como la más fetichista de las mercancías. Tenía voluntad, tenía vocación, tenía sueños: casi podríamos decir que era todo un ejemplo de todo lo que se predica en las escuelas de negocio y auto-emprendimiento. Estaba transido por los dogmas de la auto-superación, la autoayuda y la autoestima, que, como dice la teórica Eva Illouz, «ha llegado a ser el núcleo de la subjetividad contemporánea». Y tenía pánico de que sus jefes supieran que su cuerpo no daba la talla. Por eso escondía los partes de baja. Y, por eso, si no podía ser comandante de Lufthansa, el mundo carecía de sentido para él. En términos freudianos, qué fácil es que aflore el yo ideal cuando fracasa estrepitosamente el ideal del yo. Morir volando en su paraíso soñado era la única contraoferta al fracaso que pudo calcular su siniestra fantasía.
Miren, yo cuanto más voy sabiendo de él más voy pensando que su patología crónica no era otra que la normalidad.
Lo lamento, pero no puedo evitar verlo de este modo. Lubitz no fue más que un caso factualmente extremo de normalidad patológica: el ansia de éxito a cualquier precio. A mí, en su locura, me parece más bien el prototipo ejemplar de la factoría ideológica Merkel y del sistema económico y de empleo alemán, destilación última del neoliberalismo, que algunos siguen queriéndonos vender como el espejo -tal vez, para acabar performando la secuencia final de La dama de Shangai– en el que todos los europeos deberíamos mirarnos: si te ha resultado inevitable fracasar, al menos, ocúltalo, que nadie lo sepa, no vayas a perder tu trabajo y la vida que soñaste. Lubitz es nuestro Doppelgänger particular. Corriendo y corriendo. Y presente en cada rincón de nuestra historia sentimental colectiva, como Forrest Gump. Y sí, como un yihadista cualquiera, fue capaz de masacrar su cuerpo y el de ciento cuarenta y nueve semejantes más por una quimera ideológica: la del profesional triunfador en el capitalismo postfordista. Que eso, siento tener que decirlo, también es una ideología. No nos engañemos, como todos los que sueñan con el éxito a cualquier precio, Andreas Lubitz no era más que un sujeto extraordinariamente normal. Y cuidémonos, y amémonos. Es mucho mejor que autoestimarnos. Porque el problema de Lubitz no era la falta de autoestima, sino su exceso incomprensible.

