Jesús Peris Llorca
Profesor de Literatura
“Cuando el pasado enero cumplí 76 años, consideré llegado el momento de preparar en unos meses el relevo para dejar paso a quien se encuentra en inmejorables condiciones de asegurar esa estabilidad. El príncipe de Asturias tiene la madurez, la preparación y el sentido de la responsabilidad necesarios para asumir con plenas garantías la Jefatura del Estado”
Si quien así hablara fuera el presidente de una empresa comunicando a sus trabajadores que ha decidido nombrar presidente a su hijo, sin duda, más de uno, escuchando las orgullosas palabras, acaso desmedidas, del padre provecto, pensaría para sus adentros: “enchufado”. Y muy posiblemente no le faltara razón. Seguro que de la universidad o de la propia experimentada plantilla podría salir un presidente más competente, más cercano a la situación actual del mercado y a los problemas de sus trabajadores. Sin embargo, también sería obvio para todos que, aunque tal vez fuera una decisión errónea, el señor presidente estaba en su derecho. Es el dueño de la empresa y puede nombrar a quien quiera para sustituirle. A su querido retoño, por supuesto, que heredará las propiedades familiares…
Sin embargo, las palabras anteriores, pronunciadas en un vídeo decadente y mal iluminado con un plano fijo plagado de solemnidad y banderas, son nada menos que del jefe del estado de un país democrático del siglo XXI anunciando con la mayor naturalidad que ha decidido que ya le va tocando a su hijo asumir la primera línea después de estar 39 años su venerando papá alegrándose paternalmente de los éxitos de sus súbditos y sufriendo con sus desgracias.
Y al parecer hace bien en dar eso por sentado, en asegurar como dice su esposa que “todo va a seguir igual” cuando el nene se haga caso de la representación de la finca de sus antepasados, porque leyendo y escuchando los medios de comunicación masivos da la sensación de que si hubo problemas ya se han arreglado con el solo anuncio de la sucesión, y que la gente arde en deseos de mirar desde los televisores de sus casas el baño de glamour de la coronación y comentar con pasión y arrobo el modelito que la reina ex-periodista lucirá para tan fausta ocasión.
Sin embargo, llamadme ingenuo, uno tiene la impresión de que no es así, de que en realidad la gente, esa misma gente que en las elecciones europeas le mandó un mensaje clarito y con buena letra al “bipartidismo“, mira todo esto con escepticismo, con sorna, con cachondeo, con irritación, con distancia. Porque un país con un 26% de paro, con jóvenes saliendo de la universidad para tomar un avión, con políticos corruptos que metían la mano en todas las cajas, incluida la de la cooperación internacional, con recortes en sanidad y educación, con miembros de la familia real imputados porque les parecía poco el dinero que podían ganar legalmente valiéndose de su apellido, un país así creo que está para pocas fiestas glamourosas que celebren que la jefatura del estado es hereditaria, y que el sucesor que designó un dictador militar ha designado el suyo. En ese sentido fue hermoso para mí ver banderas tricolores (la bandera de la democracia más completa e ilusionante que ha conocido este triste país) ondear en el cielo de Valencia, y ver las fotos de la Puerta del Sol. Pero creo que eso es tan sólo la punta del iceberg del despego de la gente respecto a la Monarquía y el sistema bipartidista de la Segunda Restauración.
Y algo de eso deben de pensar también los que mandan, porque si no, no se explica tanta resistencia a convocar un referéndum que si ganaran los monárquicos les supondría rentas de legitimidad para mucho tiempo. No las deben de tener todas consigo.
¿Sabéis? Cuando yo era (más) joven, en las manifestaciones había pocas banderas tricolores. Y las llevaban en su mayoría ancianos. Hoy son jóvenes, muy jóvenes, quienes las llevan. Para todos ellos, la monarquía, por mucho que ahora la pretendan maquillar, representa, como la defectuosa iluminación del vídeo antes citado, algo muy antiguo y desgastado, una democracia escénica y limitada, la versión 2.0 de Cánovas y Sagasta, levitas, monóculos y retórica polvorienta. La bandera tricolor es la esperanza en una verdadera democracia, de trabajadores de todas clases, en una España hecha entre todos en la que todos quepamos, en la que ninguna familia esté por encima de las demás por derecho divino.
Hace algunos años, su nombre se asociaba a la nostalgia, a un pasado irrecuperable. Hoy, en pleno siglo XXI la República es, como diría Gabriel Celaya, un arma (pacífica, cívica, social) cargada de futuro.