Lydia Baltazar
Abogada y Máster en Relaciones Humanas
Estratégicamente, la ultramarina escultura de Manolo Valdés, ‘Dama Ibérica’, me mira de reojo cada vez que la bordeo. A partir de su guiño sé que ya estoy en la misma ciudad. Ella me da los buenos días y es la última referencia ornamental urbana que veo antes de dormir. Es una escultura imponente pero no soberbia y, a pesar de su minimalismo figurativo, atractiva. La otra escultura que siempre llama mi atención por sus aires infantiloides es la Ripollés, ‘Homenaje al libro’. No sé si me gusta o no, aunque confieso que al menos ubicada en el centro de una clara área de esparcimiento guarda cierta sensatez. La otra escultura-fuente también tratando de convertirse en arquetipo de la ciudad es la delgadísima andrógina ‘Pantera Rosa’, de Miquel Navarro. Y aquí sí que, indefectiblemente, me adentro en el tema de la identidad. Mi casa habla de quien soy.
La identidad urbana está dada por aquellos símbolos aprobados convencionalmente por un grupo respecto al lugar donde ese grupo se desarrolla y que determina que, ese entorno de espacio, sea reconocido como propio de ese lugar y no de algún otro. Es aquello que sus miembros tienen y han tenido en común desde hace tiempo, aquello que los identifica como pertenecientes a ese determinado lugar. Claro está que este repertorio de códigos societarios es mutante, aunque en general, el proceso de cambio suele ser bien lento. Asimismo, dentro de una ciudad encontraremos pequeñas identidades barriales que tienen un tono, un sabor particular propio de ese micro sector urbano, como la identidad tan definida del Cabanyal o la de El Carmen.
Uno de los efectos de la globalización y del tan aséptico posmodernismo ha sido el borroneamiento de esta identidad urbana. Las fronteras desaparecen, los muros caen, la comunicación se inmediatiza, y aquellos límites, tan fácilmente reconocibles hace treinta años -sushi sólo se comía en Japón- se diluyen dejándonos, a algunos, con la nostalgia de aquellos tiempos en los que se sabía muy bien en donde se estaba.
Tal vez por esta razón es que noto una revalorización de lo vintage, una estética nueva del diseño de lo viejo, una recategorización de los barrios más viejos como la nueva y emergente bohemia urbana, una necesidad de aferrarse a aquel ADN último tronco posible en medio del vendaval. Aún así, este nuevo romanticismo del pasado no es más que una demostración volátil y pueril frente a tanta competencia viral, masiva e internateada.
Respecto a Valencia, la ciudad que me acoge desde hace pocos años, me pregunto a veces…, cuáles son sus significantes identitarios.
Lo primero en lo que pienso cuando pienso a Valencia es en su luz, en su condición de rebelde marítima y en la elocuencia de sus huertas. Después, sin duda, pongo la mirada en su arquitectura, a la que divido brutalmente en tres categorías: la antigua, la modernista y la futurista, representada ésta última en su gran mayoría por el conjunto de la Ciutat de las Arts de Calatrava que refleja, a mi modo de ver, la intención, un tanto impuesta, de aquello que más quisiera ocultar: un cierto complejo de inferioridad. Creo que, en general, los emplazamientos ultramodernos en las viejas ciudades, como La Defense en Paris o el complejo de les Arts de Valencia, necesitarán de muchísimas décadas, si es que algunas vez llegan a cuajar del todo, para convertirse en nuevos símbolos identitarios. Distinto el caso de Dubai o New York donde el skyscraper es en sí el mismo logo fundacional de estas urbes.
Es, para mí, su modernismo la manifestación que más representa a esta ciudad y que mejor traduce, en una exuberante, profusa y hasta emocional expresión decorativa, la fuerte identidad del espíritu valenciano: la línea ondulante como su mar, la modulación formal, el elemento figurativo, lo orgánico reflejo de sus anchas huertas, la naturaleza, el color, la luz.
Rebusco en este hilo conductor de la identidad urbana y su reflejo en la ornamentación de la ciudad y las conclusiones se me hacen más borrosas, aunque creo que la lánguida pantera de Navarro bien podría encontrase en cualquier otra ciudad del mundo. Ahora, nuestra Dama Ibérica de Campanar solo puede estar aquí para mirarme de reojo a la salida de su ciudad.