Jesús Peris Llorca
Profesor de Literatura
Yo soy de los que empezó a ir a Mestalla habitualmente en Segunda División. En la temporada 1986-87, por lo tanto. Antes, había ido a algún partido aislado. Recuerdo el primero, un remoto Valencia-Salamanca. Recuerdo también saltar ante el televisor en la tanda de penalties en la final de la Recopa contra el Arsenal: el lanzamiento definitivo de Arias, la parada de Pereira a un disparo raso y, si no recuerdo mal, hacia su izquierda. Recuerdo más claramente ese momento-me recuerdo a mí en él- que la victoria en la Copa del Rey del año anterior. Me sé los goles de memoria, claro, pero el recuerdo del momento original es muy borroso. Aunque yo era muy fan de Kempes,. Del matador.
El final de la infancia a mí me pilló en la época de la decadencia. Por eso recuerdo muy nítidamente la salvación in extremis de 1983, el brusco despertar desde los títulos del 79 y de 80. Y también, claro, el descenso a Segunda después del infame arreglo entre el Cádiz y el Betis, pero también de tantos partidos malos, de tantas derrotas injustificables y empates tediosos. Yo tenía quince años. Lloré amargamente. No eran las primeras lágrimas que me provocaba mi equipo. No serían las últimas.
Después, tras la euforia del ascenso, me saqué el pase. Me lo regaló mi madre. Y sería abonado durante más de veinte años. En el sector 29, Grada Alta. Incluso, cuando el Valencia C.F. se convirtió en Sociedad Anónima, tuve como regalo de cumpleaños una acción. Me hizo mucha ilusión tenerla: un pedacito pequeño y mío del Valencia. Ilusiones de propiedad privada en la época del capitalismo financiero y transnacional.
Soy accionista todavía. Yo no hice cola para venderle mi acción a Paco Roig años más tarde. Yo no quería sacarle plusvalía a mi acción. Tampoco un reloj, que creo recordar que regalaba Paco Roig cuando hizo campaña para hacerse con la mayoría de las acciones. No sé. Igual se me confunden los recuerdos. En cualquier caso, prometía muchas cosas. Un Valencia campeón, o algo así. Da mucha pena recordarlo ahora. Qué gran tipo fue Arturo Tuzón, tan tristón él con sus gafas grandes. Tan serio, una cualidad poco frecuente en su clase social en esta triste tierra de especuladores y ladrones. Saneó el club cuando era una ruina. Y sólo sirvió para volverlo apetecible a los que le movieron el sillón y lo arruinaron mucho más. Entre los que medraron contra él recuerdo a un locutor de Antena 3 radio que hablaba dando muchos rodeos, que no se quitaba las palabras de la boca… De repente, comenzó a darle caña a Tuzón. Después entró en el Valencia con Paco Roig. Hoy sigue -y no es una metáfora, esta ciudad es puro realismo mágico- en Junta Central Fallera.
Pues eso, en fin, que podría contar mi vida jalonada con momentos vividos en Mestalla. Cuando le levantamos un partido al malvado Real Madrid con dos goles en los últimos minutos, por ejemplo. El de la victoria lo marcó Roberto. O un golazo inverosímil de Fernando Gómez contra el Murcia. O cuando Nandito se resbaló a punto de marcarle gol al Barça. Cuando le ganamos 6 a 1 al Madrid en copa y entonces lloré a lágrima viva pero de alegría… Uno sólo puede ser de un equipo. Y es muy hermoso que sea el de tu ciudad y haber compartido momentos especiales, y domingos de tedio que vuelven más especiales los momentos especiales, con tu gente. Me dan pena los que son del Madrid o del Barça porque gana y porque lo ven por la tele. Son del Madrid como podían ser de Bisbal en la época de Operación Triunfo, o de su concursante favorito de Gran Hermano. No es lo mismo que coger la bufanda y el bocadillo y compartir cada semana el camino del estadio. Eso es otra cosa. Se llama fútbol. Quien no lo ha probado, se lo perdió. Por muchos títulos que crea que ha ganado porque ve por la tele ganarlos a futbolistas famosos y lejanos.
En fin. Cuando hubo una gran ampliación de capital y tenía que comprar no sé cuántas acciones para seguir teniendo precio de socio accionista en mi abono, dejé de renovarlo. Perdí mi asiento en el sector 29. Tenía que pagar una cantidad enorme para mí, que Bancaja, por supuesto, se ofrecía a financiarme con un crédito al consumo que no le pedí. Eran los años culminantes de la megalomanía. El mejor estadio del mundo y todas esas cosas. Todo era lo más grande del mundo en aquella Valencia. Sobre todo los chanchullos.
¿Qué se hicieron de todas esas cosas?, -preguntaría Jorge Manrique. ¿Dónde está Bancaja? ¿Y el estadio flamante? ¿Y Juan Soler? ¿Dónde las ligas que ganamos? ¿Las finales de la Champions? ¿Qué son, sino verduras de las eras?
Están en el mismo sitio que el circuito urbano de Valencia, o la Copa América… Partit oferit per Bancaixa… Hoy no hay Bancaixa. Ni Minut a Minut. Ni siquiera la televisión que los emitía. Y aquella ampliación de capital acabó como acabó. Mal: como acaba todo en esta tierra.
Hoy el Valencia es de un tal Peter Lim… ¿Dónde estaba él en 1987? ¿Dónde celebró él el regreso del Valencia a primera, que no puedo recordarlo? ¿Y las ligas del 2002 y el 2004? En fin. La afición del Valencia aparentemente está feliz. Siente que llegó el mecenas de lejanas tierras que va a solucionarlo todo. Esperan mirando hacia el cielo que lluevan fichajes en paracaídas, como en ‘Bienvenido Mr. Marshall’ llovían tractores en sueños. Es verdad que es difícil que lo haga peor que los propietarios anteriores. Esa es otra prueba de nuestro fracaso como sociedad. De algún modo, todo lo que pase a partir de ahora, es una propina. Al Valencia aquel lo mataron los que lo matan todo en esta tierra y por los mismos motivos. Pero veo a la gente tan ilusionada, soñando fichajes y triunfos después de la tormenta, en una Autonomía sin sistema financiero, sin bancos ni televisión, y me siento un poco solo y un poco triste. Será que es noviembre. O que hace tiempo que no voy a Mestalla. Pero da un poco de pena. No aprendemos nunca, tal vez.
Creo que es difícil renunciar a los sueños de grandeza. Basta un hilo de esperanza para aferrarse a ellos. Ojalá no acabe mal todo esto también, que tanta diversión no acabe en llanto, como cantaba Ovidi Montllor. Porque Míster Marshall tiene la mala costumbre de pasar de largo. Y los Reyes Magos, la costumbre aun peor de no existir.