Analista literario.
Cuando leí la ‘Suite Francesa’, de Irène Némirovski, quedé profundamente impresionado por su capacidad para recrear, en la ficción literaria, la vida que transcurría a su alrededor. Sus personajes palpitaban en mi mente con la angustia y ansiedad de quien huye de la guerra arrastrando tras de sí una vida que no tenía previsto transitar por ese capítulo. Su propia historia, la de Irène Nèmirovski, es sobrecogedora y legendaria, hasta el punto, que ese libro que yo entonces tenía en la mano, bien podría ser un personaje de ficción.
Irène, que siempre se supo judía a su pesar, lo escribió en unas libretas sentada en el suelo de un bosquecillo próximo a su casa, mientras los verdugos del nacismo la buscaban para conducirla a la que fue su última morada antes de pasar al limbo de los inmortales…, un campo de exterminio. Los cuadernos viajaron en las maletas de sus hijas huidas con éxito gracias a su astucia y clarividencia. No fue hasta mucho tiempo después de su muerte, cuando sus personajes vieron la vida con la edición del libro.
¿Nacieron o volvieron a la vida? Siempre me he preguntado, y especialmente con los personajes de esta autora, si ella podría haber escrito su obra sin haber conversado con las almas de quienes transitaban a su alrededor. No puedes saber sólo por un tacón roto, por la maleta torpemente atada a un coche, la peripecia vital que la condujo allí, si no es porque el alma de su dueño te lo cuenta. Necesariamente debió ser así. Necesariamente deben existir escritores que vibran con las almas de personajes que, en algún momento tuvieron vida, carácter y una historia que contar.
Confesaba el dramaturgo italiano Luigi Pirandello, el autor de ‘Seis personajes en busca de autor’, que él había decidido escribir otra obra con esos personajes. Ya los tenía perfilados en su mente pero, por unas causas u otras, retrasaba la escritura del libro. Hasta que un día, cansados de su negligencia, se plantaron en su cabeza sin dejarle hacer otra cosa que escribir la genial obra en la que los personajes redactan su propio papel: teatro dentro del teatro.
Yo mismo soy hijo de un hombre que viajó a África irremediablemente impulsado por las aventuras de Tarzán. Vivió enamorado en la distancia de quien después sería mi madre, y aunque regresó a España, si no yo no habría nacido, en el resto de su vida sólo interpretó al aventurero personaje de Edgar Rice Burroughs, porque él nunca regresó de la selva.
La periodista, y después escritora, Reyes Monforte, escribió su primer libro, ‘Amor Cruel’, requerida por la familia de María José Carrascosa, la abogada encarcelada en EEUU, porque necesitaban que alguien contara su historia. Después vinieron dos libros más en los que, supuestamente, también relata historias reales.
Por eso me pregunto de nuevo ¿hay alguna que no lo sea?, ¿podemos arrancar la ficción de la realidad?
Eliseo Alberto, el valiente periodista y escritor cubano, me contaba que él se levantaba temprano para empezar a escribir, cuando en la ventana que había junto a su mesa despuntaba el alba. Y en ese tránsito entre la noche y el día, sus personajes le hablaban, le recriminaban sus errores en lo escrito el día anterior, y terminaban dictándole algunos términos con los que completar lo que estaba escribiendo. Y tan era así, que confesaba que él jamás habría utilizado algunas palabras de no habérselas sugerido sus propios personajes.
Estoy leyendo, ‘Romanov-Condesa Natasha Brasova’, de Cristina Rosario Franco, una sorprendente novela de un personaje que existió realmente hace ahora cien años. Aunque sé que su autora se ha documentado minuciosamente con esfuerzo y ha viajado a muchos de los lugares que describe, me parece imposible que tal obra pueda nacer tan sólo de la imaginación. En algún momento, Cristina, la historiadora vocacional, debió tropezar con el espíritu del personaje que describe y, arrastrada por ese impulso, empezó a desgranar sobre el papel lugares, personajes, conversaciones, actitudes y peripecias vitales narradas con un realismo y una precisión sólo reservada a seres especiales. Escritores que tienen el maravilloso don de mirar al más allá y ver.
Podría continuar con la enumeración de obras y autores que nos trasladan a universos más llenos de vida que la vida que vivimos. Acuden a mi recuerdo, lugares, sucesos, historias de ficción que no puedo separar de mi realidad.
Me niego a pensar que nunca vivió Don Guido, el singular personaje de Machado, cantado por Serrat; que las golondrinas de Bécquer nunca volaron; que Romeo no amó a Julieta; o que Sandokán nunca le contó su historia a Emilio Salgari.
Para mí, el lujo oriental, el signo de una riqueza sin límites, es tener un palacio de diamantes, un gran manto de tisú y un rebaño de elefantes.
Siempre he creído que Phileas Fogg dio la vuelta al mundo en ochenta días, ahora se puede dar en ochenta minutos, y que quienes están dispuestos a jugarse la vida y la fortuna en una apuesta, existen. Que el crimen lleva implícito el castigo como contaba Fiódor Dostoyevski . Que en algún lugar de la Tierra existe el Shangri-la de James Hiltom…
Y que la interpretación imaginaria que daba Don Quijote a la realidad era más real y auténtica que el oscuro momento de la Historia en que vivió Cervantes. Y sé que después ha habido cien generaciones de lectores que, aun sabiendo la ¿verdadera? historia, continúan cabalgando a lomos de Rocinante.
Hoy, después de tantos libros, ya estoy más cerca de mi muerte que de mi nacimiento, hay unos cuantos personajes que pueblan mi mente y me urgen a que cuente sus vidas. Ellos saben lo efímero de las nuestras y me apremian.
Supongo que todos tenemos una historia que contar. “Mañana le abriremos…” decía Lope, pero si mañana no existe, ¿qué les voy a decir a todos cuando me los encuentre en el más allá?