Profesor de Literatura.
Durante las pasadas fallas me llamaban la atención en facebook los alegatos antifalleros de algunos de mis amigos. Contrastaban con la alegría de los que estábamos participando de nuestra fiesta popular, y contrastaban con mi crónica de la felicidad personal y colectiva vivida en mi falla Ribesan en un año de éxitos que han avalado la persistencia y la coherencia de un proyecto.
Los mensajes eran variados: una imagen de un niño con maletas y un pie de foto que anuncia la huida, algún letrado sitiado en su casa por las hordas falleras que no se atreve a salir y está agotando los víveres, las apelaciones al buen gusto, las frases despectivas y generalizadoras rechazando en pleno una fiesta que evidentemente hace muchos años que no se tomaron la molestia ni de vivir ni siquiera de mirar de cerca. Todos ellos tenían en común los calificativos ofensivos hacia un colectivo condenado a la absoluta alteridad, a un “ellos” que parecía ser la más perfecta encarnación de la barbarie sin matices.
En algún caso me atreví a polemizar tímidamente. El resultado fue el de siempre. Nada puede convencer a quien ya lo sabe todo y no tiene la más mínima intención de volver sobre lo pensado. Pero intuyo que hay también una razón más profunda detrás. Y es que al final el objetivo último de esos desahogos es mostrar que no se forma parte de ese pueblo al que se desprecia, es construir la propia posición sublime. Sus alegatos rutinarios antifalleros se agotan en el puro gesto de distinción. Por ello es inútil intentar dialogar, porque no se trata de una opinión más, sino de una de las bases de su identidad. Culpabilizar completamente a la sociedad valenciana de la propia incapacidad para empatizar con ella los convierte además en víctimas: en depósito incomprendido de la alta cultura en medio de los salvajes. En el fondo, su gesto no es tan diferente al de Carolina Punset. Para sostener su superioridad necesitan renovar permanentemente y tener más allá de toda duda la inferioridad de los aldeanos.
Lo que pasa es que justo ahora su gesto es especialmente inoportuno: porque las fallas ya no tienen a una cacique en el balcón del Ayuntamiento; porque se escucha música en valenciano antes de las mascletàs; porque los falleros cada vez nos mostramos más orgullosos de nuestra diversidad; porque cada vez es posible disfrutar de más variedad estética en los monumentos, hasta encontrarnos auténticas instalaciones combustibles de arte contemporáneo; porque ser fallero y de izquierdas, e incluso fallero y filólogo (y yo soy todas esas cosas, sin ir más lejos) ya no es un oximoron en la sociedad valenciana. Y no porque antes no los hubiera, sino porque ahora se nos ve más. Y las fallas pueden ser -son- la fiesta de todos los valencianos: expresión artística, sociabilidad popular, sociedad civil, cultura valenciana. Porque las fallas son la fiesta que eligió el pueblo para elevarla a fiesta mayor.
Desde las torres de marfil nada de esto se entiende, ni se percibe. Creo que en realidad puede haber hasta algo de inquietud. Por eso ha sido posible leer también estos días algún artículo no exento de arrogancia contra los entusiasmos falleros de la izquierda. No es extraño que lancen anatemas: si al final resulta que esta ciudad no es tan inhabitable, a algunos se les va a caer el personaje.
En fin, que sí, que he disfrutado mucho estas fallas. Y me he emocionado muchas veces, porque para mí han sido históricas. Y ya está. Ya me ha quedado claro. Los antifalleros son sublimes. No hace falta que lo digan más. Por mí, que bajen a la calle y vengan al casal y participen, y entre todos podamos hacer que las fallas sean de verdad tan plurales como la sociedad valenciana lo es. Eso es lo que yo desearía. Y somos muchos los que llevamos muchos años dedicados a esa tarea. Si no quieren, lo respeto, pero no hace falta que insistan en el gesto de señorito que escupe su desprecio al populacho indiferenciado. Me ha quedado claro. Son sublimes. Yo no. Me gustan los cacaos y los tramussos en el casal.
De todos modos, que no se engañen. Son gauche divine sí, pero quien se avergüenza del propio pueblo, quien marca enfáticamente su distancia con él, no vayan a confundirlos, es la otra cara del cosmopaletismo. Como gauche divine resultan terriblemente provincianos.