Jesús Peris Llorca.
Profesor de Literatura
Un día de estos me sorprendió en facebook un desahogo de una persona que seguiría calificando sin dudar de buena gente. Sin embargo, debía de tener el pie torcido, y se despachó a gusto sobre los deseos independentistas de buena parte de la sociedad catalana reproduciendo los tópicos habituales de la derecha que desprecia cuanto ignora: a los catalanes les han lavado la cabeza y caminan irreflexivos hacia el abismo guiados por un pastor enloquecido.
En efecto: cosas similares se pueden leer cada día en la prensa de Madrid y escuchar sin rubor en las televisiones. En realidad, son fáciles de rebatir porque cualquiera que se acerque sin prejuicios observará lo que de movimiento ciudadano tiene el independentismo actual. De hecho, Artur Mas en realidad más que lavarle la cabeza a nadie me da la sensación de que lo que ha hecho ha sido sumarse a un movimiento mucho más amplio que él con la voluntad de hegemonizarlo.
Pero lo que más me interesa del comentario de mi amiga es precisamente su ingenuidad, el estupor sincero que demuestra. En efecto, para ella que Catalunya pretenda ser independiente es tan absurdo como si lo pretendiera Cuenca o las Alpujarras. La eminente Belén Esteban expresaba la misma idea al declarar contundente que “España es un país” como un hecho incontestable por su mera enunciación. Y que ese país incluye a Catalunya.
Obviamente, lo que subyace a estos estupores es la confusión permanente entre país y nación, por un lado. Y por otro, y sobre todo, la idea de que España es un hecho esencial que viene desde el principio de los tiempos y que caminará hacia el futuro sin alteración posible. De ahí el estupor; de ahí los desahogos incrédulos: España es un hecho natural, como el agua y el aire. Cualquier afirmación que lo ponga en duda es entonces absurda y aberrante.
Ello va unido a otros lugares comunes que se afirman sin rubor: España es la nación más antigua de Europa ya que tiene quinientos años, sin que valga alegar el absurdo de aplicar la palabra nación al resultado de la unión por matrimonio de dos reyes que seguían siendo cada uno rey de sus propios reinos. Como fueron reyes de reinos diversos sus herederos hasta que “por justo derecho de conquista” se produjo la unificación entre 1707 y 1714.
Pero ello no es de extrañar en un país cuya historia sigue hablando de Reconquista para nombrar la conquista de unos reinos por otros, implicando así, en ese “re” una continuidad con los reinos visigodos anteriores a la llegada de los musulmanes a la península. Así, con esa misma lógica, esa comunidad nacional transhistórica se puede remontar a Séneca o a San Vicente Mártir, pero excluyendo a Abd-al-Aziz, a Almanzor o a Boabdil, como observó reiteradamente Juan Goytisolo. Por cierto, un incalificable diario deportivo muy del gusto del presidente del gobierno utiliza el término “reconquista” con cierta frecuencia.
Y no sólo eso, sino que por supuesto Don Quijote es un clásico de la cultura española y por tanto universal, mientras Tirant lo Blanch, tan ensalzado por el propio Cervantes, es una gloria de provincias.
En fin, lo que vengo a decir es que los nacionalistas españoles, aunque les gusta llamarse a sí mismos “constitucionalistas”, “no nacionalistas” y cosas así, son profundamente etnicistas (por eso llaman al voto apelando al origen de los abuelos), esencialistas, con un apego irracional a mitos disparatados y además identifican estado, nación y lengua de manera habitual. Se es español se quiera o no, porque la españolidad es transhistórica. Y eso no sólo afecta a los catalanes: los gibraltareños, por ejemplo, son españoles aunque no quieran y hacen mucha gracia cuando se proclaman británicos. Por el contrario, los nacionalistas españoles siguen considerando extranjeros incluso a los hijos de los inmigrantes aunque hayan nacido en suelo español y se hayan escolarizado aquí.
Es decir: creo que el nacionalismo español presenta de manera muy aguda los defectos que achaca a los demás. Lo cual tiene su lógica, porque el nacionalismo español se define hoy por oposición a los otros nacionalismos interiores, particularmente al catalán. Por ello, su objetivo es hacerlos desaparecer, para que coincidan por fin estado, lengua, territorio e identidad nacional, que es su utopía raramente confesada.
Así las cosas, creo que el nacionalismo español es el principal enemigo de España. Debe repensarse de arriba abajo, asumir la enseñanza implícita en la afirmación de Belén Esteban (es decir, que España es un país pero no una nación), y enunciar un discurso identitario que haga de ello virtud articulando la convivencia entre sus naciones.
Creo sinceramente que o lo hace o España está condenada a desmembrarse más tarde o más temprano.