Profesor de Literatura.
No hace demasiadas semanas el señor Cardenal Arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, entre otras cosas alertaba de que entre los refugiados sirios podían encontrarse terroristas. De hecho, tal como planteaba las cosas daba la sensación de que la mayoría de ellos podrían serlo, ya que apuntaba que muy pocos eran en realidad los perseguidos. Y decía más, ya que señalaba que no sólo era una cuestión de terrorismo, sino que el crecimiento de la presencia de musulmanes podría poner en peligro la identidad y la existencia misma de Europa: “¿Cómo quedará Europa dentro de unos años con la que viene ahora? No se puede jugar con la historia ni con la identidad de los pueblos”, se preguntaba con horror. Es decir, que de manera insidiosa -a un padre de la iglesia cabe suponerle un dominio extremadamente hábil de las herramientas retóricas- se deslizaba desde las sospechas que estigmatizan a un colectivo completo a una dialéctica de enfrentamiento entre religiones o entre culturas tomadas en bloque, el Islam contra Europa, estableciendo de paso la interesada equivalencia entre Europa y cristianismo.
Inmediatamente después de los horribles atentados de París, otro padre de la iglesia. José Ignacio Munilla, Arzobispo de San Sebastián, se apresuró a sacar pecho a cuenta de un pasaporte sospechoso oportunamente encontrado en el lugar del crimen. Lo cual es de un ventajismo, de un oportunismo y de un dominio de la sofística extremadamente desvergonzado, porque mediante un giro argumentativo tramposo se convierte a los atentados de París no en un ejemplo cercano del horror del que huyen los refugiados sino en una muestra del peligro que constituyen esos mismos refugiados.
Para que nada falte, el ínclito Xavier García Albiol señala nada menos que al multiculturalismo como la causa de todos los males, y remata su exabrupto supremacista conminando a los extranjeros a asimilarse o a volverse a su país. Estos personajes y estas operaciones discursivas proporcionan sin duda el tipo de feedback que los asesinos del Estado Islámico esperan cuando perpetran esos actos de sangrienta propaganda que son los atentados en suelo europeo. Ellos, que son enemigos de otros musulmanes, que están embarcados en una lucha despiadada por hegemonizar el discurso y decantar la religión en pleno hacia su lado, son identificados nada menos que con la totalidad del Islam: el complemento perfecto a la acción asesina de sus armas.
En realidad tiene su lógica, porque los integrismos religiosos tienden a encontrarse. No hace tantos años que los obispos españoles consideraron Cruzada la Guerra Civil Española. La Cruzada y la Guerra Santa del Islam son el mismo concepto a los dos lados de la trinchera. Y los Guerrilleros de Cristo Rey, esa alegre muchachada devota y violenta, hace cuatro días que andaba sembrando el terror por nuestras calles.
Cualquier persona que me conozca sabe que no tengo demasiada simpatía por la santa madre iglesia por razones que no voy a repetir porque ya he escrito en otros lugares. Y por tanto y por la misma razón no seré yo quien haga la apología del Islam.
Hace años una monja asistió a mis clases en la facultad de filología. Venía a clase vestida con su hábito, toca incluida. No modifiqué mi discurso y la monja asistió aplicadamente a mis clases. Estudió y sacó buena nota. No oculto mi extrañeza al ver a una monja tocada entre los estudiantes. Pero jamás se me pasó por la cabeza pedirle que se la quitara o que viniera sin hábito. Jamás. Ella me respetó. Yo la respeté. Y seguí con mi vida y con mi opinión sobre la iglesia católica y su tratamiento a las mujeres que profesan su fe. Por el mismo motivo no encuentro ni una sola razón para pedirle a una mujer que no venga a clase con hijab. Ni una. Yo puedo con John Lennon pensar que un mundo sin religiones sería más habitable. Pero creo firmemente que la diferencia entre un integrista religioso y yo es que yo respeto el derecho de los creyentes a creer y a ponerse tocas y crucifijos y lo que les venga en gana a condición de que respeten el mío a pensar que sin religiones viviríamos mejor. Así de sencillo.
Evidentemente, la inmensísima mayoría de los musulmanes que viven entre nosotros no tienen la menor intención de atentar contra inocentes. Obviamente, la inmensísima mayoría viven con horror esos atentados. Porque de hecho son reflejo y recuerdo de la violencia cotidiana que sufren países de mayoría musulmana. Los terroristas son la excepción. Y como tal hay que pensarlos.
Convertir a los musulmanes en bloque en el enemigo como hacen Cañizares, Munilla, o García Albiol no sólo es éticamente condenable y nos retrotrae a la Edad Media y a su choque entre guerras santas, sino que además, precisamente por ello, es suicida y obedece a una alucinada y enfermiza pulsión de muerte. Porque si los señalamos como el enemigo corremos el riesgo de que se lo crean, y acaben por serlo de verdad, es decir, que visualicen que nosotros somos el enemigo común de los musulmanes. Y entonces sí que los terroristas estarán logrando su objetivo y podrá pasar cualquier cosa.
El problema terrible que tiene hoy el mundo no es sólo problema nuestro. Es también (y sobre todo) de pueblos como el sirio. Esto sólo lo podemos resolver junto a los musulmanes, afectados más que nosotros -y antes- por el problema, y no contra ellos. Es, simplemente, una cuestión de supervivencia.
Aunque los terroristas lo deseen, aunque los xenófobos y los supremacistas lo deseen, aunque los integristas de las diferentes trincheras lo deseen, volver al siglo XIII no es una buena opción.